Dos fechas trascedentes en el pasado contemporáneo de Andalucía están separadas por sólo 11 días en el calendario, pero por todo un mundo en sus significados y consecuencias históricas: las del 17 y el 28 de febrero. El 17 de febrero de 1910 por primera vez se vio y escuchó ese grito de resistencia y rebeldía popular del: ¡viva Andalucía libre!
Fue en una manifestación jornalera en Córdoba, lo que subraya como el andalucismo “liberalista” de Blas Infante estaba enraizado en las clases populares. El que era un movimiento de liberación nacional y social sin relación con los nacionalismos burgueses de la época. El 28 de febrero de 1980 se celebraba el referéndum para decidir cuál de las dos vías previstas por la Constitución Española se escogía para acceder al “proceso autonómico”: a través del artículo 151 o del 143. Se nos aseguraba que con el 151 podríamos poseer una “autonomía plena” que hiciese realidad el autogobierno exigido aquel 4-D del 77. Esa fue la razón de la participación masiva y de los votos positivos depositados en pro del 151, la creencia inducida de que así se haría realidad un poder andaluz real y efectivo.
En cierta ocasión, un político del país muy socialista y muy republicano, socialista y republicano español por supuesto, le reprochó a Blas Infante el que acabase todos sus actos con ese: ¡viva Andalucía libre!. Éste le respondió preguntándole si es que acaso preferiría que le diese vivas a una Andalucía esclava. Esta contraposición entre una Andalucía libre y otra esclava no es un mero juego de palabras, resume su ideología y constituye la piedra angular tanto de su pensamiento como del llamado “andalucismo histórico” y aquella Junta Liberalista en la que se agrupaban.
¿Cuando un ser humano puede ser calificable como libre o esclavo? Evidentemente según sea o no su propio dueño. Según detente o carezca de la plena y exclusiva capacidad de hacer y de decidir por sí, para sí y con respecto a todo lo que es y le pertenece. Sólo será libre si posee el poder absoluto sobre si y lo suyo. Capacidad y poder que, además de ilimitado y permanente, no les es reconocido, concedido o tutelado por nada ni nadie, menos aún por una “autoridad superior”. De ahí el que esa posesión y ejercicio de libertad sea denominado como soberanía, porque es el propio individuo quien se instituye en máxima autoridad. En su propio soberano.
Hay muchas modalidades de esclavos y de esclavitud. En los imperios esclavistas los había desde aquellos que pervivían en condiciones infrahumanas en las minas y latifundios hasta algunos que ejercían sus profesiones o incluso administraban fincas y dirigían negocios. Pero la característica común a todo esclavo era la carencia de libertad, de poder de decisión. El estar al arbitrio de la voluntad del dueño. De los deseos y necesidades del amo, no de los suyos o sus capacidades, dependían sus actividades, sus condiciones vitales y su propia existencia. La otra característica común era la explotación. El ser utilizado como fuerza de trabajo y fuente de riqueza baratas y en el exclusivo beneficio del amo constituían las razones de su esclavización. Y de ambas características se deduce el que en esa esclavitud se hallaba el origen y la causa de todas sus problemáticas, así como el que romper con sus cadenas se constituía en la primera e ineludible meta a alcanzar por el esclavo para cambiar su realidad, con independencia incluso de la consciencia de ello o de su asunción.
Todo lo descrito es igualmente aplicable a la esclavitud colectiva: la de las naciones y pueblos. Se es un pueblo o nación esclava cuando se carece del poder absoluto de decisión por sí, sobre sí y lo que le pertenece. Cuando el presente y futuro no dependen de su voluntad y capacidad, sino que se haya al arbitrio de la voluntad de otros que se constituyen en sus dueños y que las subordinan a sus intereses. También las naciones y pueblos son esclavizados con el objeto de ser utilizados como fuerza de trabajo y fuente de riqueza baratas en el exclusivo beneficio del amo. A esta esclavización se la llama colonización y al esclavista imperialista. Y también en esa esclavitud se halla el origen y la causa de todas las problemáticas del colonizado. E igualmente, acabar con su esclavitud constituye la primera e ineludible meta a alcanzar por el colonizado para cambiar su realidad, con independencia incluso de la consciencia de ello o de su asunción.
Si a los individuos, naciones y pueblos se les esclaviza arrebatándoles la libertad y el porqué de ello es el ser explotados y esquilmados, habrá que concluir que sólo desaparecerá dicha explotación y saqueo liberándose de aquello que lo propicia, la esclavización. Volviendo a recuperar y ejercer su libertad, su soberanía. De lo que también se deduce que la consiguiente lucha de liberación no se puede considerar una más o serle antepuesta cualquier otra. Dejar de ser esclavos no es consecuencia de la conquista de otros objetivos, es el primero a lograr para plantearse otros.
Por eso Blas Infante gritaba ese: ¡viva Andalucía libre! durante la monarquía parlamentaria de Alfonso XIII, la dictadura de Primo de Rivera o la II República Española. Porque fuera cual fuese la forma de Estado Español y su tipología administrativa; fuesen monárquicos o republicanos, dictatoriales o “democráticos”, todos ellos se instituían como dueños de Andalucía, a la que mantenían negada y secuestrada su soberanía nacional y popular: encadenada. Ellos decidían. En todos ellos Andalucía y el pueblo andaluz permanecían como esclavos del amo español, del colonizador. Y como era consciente de la necesidad de romper con esas cadenas, declaró en múltiples ocasiones que la finalidad política del andalucismo era hacer realidad una Andalucía soberana, como por ejemplo en el Manifiesto de la Nacionalidad, donde dejo transcrito que su meta era: “hacer efectiva la prescripción del artículo primero de la Constitución Andaluza (…) que aspiró a construir en Andalucía una democracia soberana”.
Esta situación de esclavitud no se ha modificado en el actual Estado Español. En el “Estado de las autonomías” y con el supuesto “autogobierno andaluz” derivado del referéndum del 28-F. Y era de esperar, puesto que los propios conceptos utilizados por el autonomismo español sólo son falacias insostenibles racionalmente. Por definición, autónomo es todo lo que actúa por sí mismo y autogobierno es gobernarse a sí mismo. Actuar según otro te permite o autoriza no es ser autónomo es ser dependiente, y gobernarse hasta donde y según como otro te dicta no es auto gobernarse, es ser gobernado. Y lo que es dependiente y gobernado no es ni puede ser libre, pues tiene amo. El dueño es aquello de lo que depende y que le gobierna. En el caso andaluz es España. Por eso el 28-F no representa la consecución de las reivindicaciones del 4-D del 77, y menos aún la culminación del combate emprendido en 1910. Si el 17-F y el 4-D representan la lucha por una Andalucía libre, el 28-F simboliza la renuncia a perseverar y el sometimiento a una Andalucía esclava. El final del proceso de engaño al pueblo andaluz iniciado con el Pacto de Antequera de 1978.
Para la Constitución Española de 1978 y su “Estado de las autonomías” solo existe y sólo puede existir una “nación”, España, y un “pueblo”, el español. Consecuentemente, dentro del actual “marco constitucional” toda soberanía es reservada a España y a los españoles. Pero además la propia existencia jurídica, que no real, de una nación y de un pueblo español imposibilita la de una nación andaluza y la de un pueblo andaluz. Si Andalucía y los andaluces formamos parte de una nación española y de un pueblo español no podemos ser, a la vez, nación andaluza y pueblo andaluz, con lo que queda deslegitimada e imposibilitada cualquier reclamación soberanista. Lógicamente, la invención de España y los españoles por el Capital es precisamente eso lo que pretende: justificar la negación de los países y pueblos peninsulares e insulares bajo el yugo de la superestructura estatal española impuesta, así como el secuestro de sus soberanías y la opresión ejercida sobre ellos.
La “autonomía” y el “autogobierno” que se derivan y pueden derivarse de estas premisas se reduce a una simple descentralización de la gestión administrativa de algunas competencias del soberano Estado Español. Una parcial “delegación de competencias” secundarias que exclusivamente es y puede ser mera autorización de actuación en nombre y al servicio del dueño, del soberano español, al igual que esos esclavos que hacían de capataces de fincas o gestores de industrias. Una descentralización de funciones del Estado que, además, tan siquiera es cesión sino simple préstamo condicionado y bajo vigilancia. La Constitución Española contiene mecanismos para su delegación, pero también para su supervisión y recuperación, incluso para la suspensión de estatutos y “autonomías”. Por eso el “Estatuto de Autonomía” comienza con éste preámbulo: “el parlamento español ha aprobado y el Rey de España a rubricado el siguiente estatuto”, porque la “administración autonómica” no conlleva una Andalucía libre que actúa por sí y para sí, sino una Andalucía esclava que actúa en nombre y por delegación del amo estatal español, bajo su dirección y en su beneficio. Careciendo de soberanía, toda la legalidad proviene del Parlamento y el Estado Español, detentadores de toda soberanía; de ahí la rúbrica real como máxima autoridad del Estado. El Parlamento andaluz y la Junta quedan reducidos a sucursales y gestorías del Estado. Con la Constitución Española Andalucía no es ni será autónoma, es y será dependiente, y los andaluces no se gobiernan ni se gobernarán, son y serán gobernados.
Cuando Blas Infante realizaba esa contraposición entre una Andalucía Libre y otra esclava, no sólo estaba defendiendo el derecho inalienable que nos pertenece, como a todas las naciones y pueblos, por el mero hecho de serlo, a la posesión y el ejercicio de nuestra libertad colectiva, estaba también subrayando cual es el origen de nuestras problemáticas políticas, económicas, sociales, culturales, etc.: su inexistencia; y señalando la única vía objetiva para solventarlas: la recuperación de la soberanía y su utilización para la construcción de un poder popular andaluz como herramienta revolucionaria de transformación nacional, social y de clase.
Exclusivamente a partir de la comprensión y coherente asunción de la alternativa soberanista que debe conllevar y contener imprescindiblemente la revolución social en Andalucía se estará en condiciones de aspirar a modificar la realidad del Pueblo Trabajador Andaluz. Allí donde hay o ha habido una nación negada, un país o un pueblo colonizado al que se le ha arrebatado su libertad, su recuperación es y ha sido siempre la bandera del levantamiento y el preámbulo de la revolución. En ellos la lucha soberanista de liberación no sólo forma y ha formado parte del proceso revolucionario, es que lo ha conformado; es y ha sido su impulsor y motor. De ahí que en dichos lugares los revolucionarios siempre potencien y hayan potenciado movimientos unitarios de liberación nacional.
Defender en Andalucía el autonomismo español, sea el actual o ese nuevo modelo continuista representado por el “federalismo” propugnado por la izquierda y el regionalismo del régimen, un mero lavado de cara al autonomismo que no conlleva más diferencia con respecto al actual que el derivado del cambio de nomenclatura, es contribuir a perpetuar la esclavitud territorial y económica española y capitalista sobre nuestra tierra y nuestro pueblo, que es una y la misma esclavización, la colonial, puesto que los estados españoles no son más que las distintas estructuras imperialistas ideadas por el capitalismo para ejercer su explotación. En cambio, apostar por nuestra soberanía, el combatir por la liberación nacional y por un poder popular andaluz, es hacerlo por acabar con todas las cadenas que mantienen esclavizadas a Andalucía y sus clases populares. Es batallar por hacerles amos de su presente y protagonistas de su futuro. La bandera soberanista es el estandarte de la independencia nacional y el de la emancipación social y de clase. Es la bandera de la revolución andaluza integral. Levantar esa bandera de liberación es enarbolar la auténtica arbonaida, aquella por la que vivió y por la que fue asesinado Blas Infante.
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