Si nos preguntamos por la
definición de la expresión golpe de Estado diríamos, más o menos, que es
el hecho de apoderarse del gobierno de un país de forma violenta e
ilegal.
A lo largo de los últimos siglos, los golpes de Estado que se
han producido han tenido su origen bien en una actuación del propio
poder institucional o, las más de las veces, en una actuación del
ejército o de parte de él. Pero si nos fijamos en los efectos que se
producen, podemos llegar a conclusiones diferentes y más complejas. El
golpe de Estado atenta a la legalidad y soberanía y supone retener en
otras manos los poderes en los que esta legalidad y soberanía residen:
el Gobierno, el Parlamento y el Poder Judicial. Afecta también a la
organización, funcionamiento y competencias de esos poderes.
Avanzando en este último enfoque, en los
años más cercanos se ha empezado a acuñar, como sinónimo, el denominado
golpe de mercado, ya que sus efectos pueden ser los mismos. Pero este
tipo de actuaciones que se alejan del clásico golpe militar suponen
también un enfoque diferente del objetivo a conseguir. Ya no se trata
solamente de afectar al gobierno de un país. Se trata de desestabilizar a
toda la sociedad en su conjunto, controlando todas las esferas de
decisión desde lo que se denominan poderes reales.
Si repasamos lo que está ocurriendo en
el Reino de España en los últimos años, nos daremos cuenta de que se ha
convertido en un laboratorio de experimentación, en un ejemplo que algún
día se expondrá en cátedras universitarias de lo que es un golpe de
Estado del siglo XXI.
Para comprender bien lo que está
ocurriendo no podemos prescindir de los partidos políticos actualmente
actuantes. El Partido Popular es una formación con un claro talante
antidemocrático. Durante treinta años se ha valido de las reglas de la
democracia formal en la medida en que servían a sus intereses. Pero de
forma expresa las ha ido poniendo en cuestión, ya que terminar con ellas
no suponía ningún problema para su filosofía política. La mayoría del
resto de formaciones políticas, con la obsesión de mantener a cualquier
precio ese sistema, ha permitido una deriva que ahora tiene tintes de
extrema gravedad. Y en ello el PSOE tiene una especial responsabilidad.
Vayamos por partes, sin que el orden signifique mayor o menor
importancia.
Se supone que el Poder Judicial debiera
ser el control o freno en la actuación de los demás poderes. Y además el
amparo de la ciudadanía en sus relaciones con el Estado. La forma de
elección de su Consejo General y cargos en el Tribunal Supremo se ha
convertido en un cambio de cromos políticos, situación aceptada con
mayor o menor gusto por quienes ejercen la carrera judicial. Así, la
sociedad ha pasado a contemplar cómo, durante largos periodos, no se
elegían nuevos órganos, o se modificaba la forma de elección, siempre al
servicio político y no de la función. Consecuencia de ello, la imagen
de poder independiente y sometido a la ley ya no existe en la mente de
esa ciudadanía atenta a lo que ocurre.
Lo mismo ha sucedido con el Tribunal
Constitucional. Supuesto garante de la norma suprema del Reino, ha
permitido con naturalidad que sus miembros queden definidos según su
grado de conservadurismo o progresía. Y así resuelve los asuntos
sometidos a su conocimiento. En muchas ocasiones, con peleas públicas o
retrasos buscados de propósito, para alterar las votaciones. Se ha
convertido en un arma para poder frenar decisiones democráticas,
adoptadas en ámbitos puramente políticos.
Los políticos también han experimentado
una deriva significativa. Órganos e instituciones inflados de cargos
elegidos o designados a dedo. Beneficios y percepciones económicas
injustificadas y ajenas a la media económica de la sociedad, corrupción
extendida hasta límites incomprensibles han destruido la imagen de la
clase política y su valor como expresión máxima de la representación de
quienes les votan. Ajenos a los electores y electoras e incontrolados
por la judicatura que debiera corregir los desmanes que se producen,
actúan con descaro en beneficio de intereses económicos que redundan en
su propio interés o en el de sus partidos.
Si esta era una evolución constatable
con el paso de los años, ha estallado o saltado a la máxima actualidad
con la mal llamada crisis económica.
La especulación financiera y la codicia
de fondos de inversión y corporaciones multinacionales provocaron una
ruptura absoluta del sistema económico tal y como se venía conociendo.
Apareció que los bancos no podían sostenerse por sí mismos y podrían
llegar a quebrar. Y que movimientos económicos no reales pueden arruinar
a un Estado. En lo que hace a España, inflada artificialmente su prima
de riesgo, se tambaleaba toda su estructura de poder. ¿Qué hicieron sus
instituciones y órganos de gobierno?
De forma exprés modificaron esa
Constitución que era inmutable solamente para incluir un mandato que
venía de instituciones ajenas al Estado. El Gobierno de Madrid y la
clase política cedieron y firmaron lo que habían ordenado instancias
exteriores. Así perdieron su soberanía admitiendo mandatos recibidos
desde Europa o de organismos de tan dudoso carácter democrático como el
Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial. Bailaron y bailan al
ritmo que marcan las agencias de calificación con sede en los EE.UU. E
iniciaron un cúmulo de modificaciones legales que afectan a todos los
derechos de ciudadanos y ciudadanas.
Eliminaron los convenios colectivos,
medios de cohesión de los trabajadores e instrumentos de consolidación
de derechos que han tardado siglos en concretarse. Amenazan con la
desaparición o cuando menos reducción de las pensiones a unos cotizantes
a los que se obliga a esa cotización. Permiten impertérritos que los
flujos económicos salven las cuentas corrientes de la banca y los
grandes inversores, mientras la actividad económica se desploma por
falta de financiación y el paro llega a niveles inimaginables.
Privatizan y precarizan la sanidad y la enseñanza y someten a la
educación a una revisión doctrinal claramente orientada a una ideología
religiosa integrista, pensada para siervos y no para personas libres.
Por la misma ideología quieren imponer una ley sobre el aborto que no
obedece a necesidad sanitaria o social alguna. Permiten desahucios
provocados y enfrentan a familias completas a la miseria más infame. Y
han regalado el poder de los medios de comunicación a unas empresas más
integristas que la prensa del movimiento y están contribuyendo a
deslegitimar el papel de esos medios como cauce de información veraz y
necesaria para una opinión crítica.
Pero, a la vez que hacen esto, completan
una batería de leyes que van a limitar aún más las libertades
generales. A la ciudadanía se le puede filmar en todas sus actuaciones
públicas y en muchas privadas. Pero van a perseguir a quien filme los
excesos de la Policía. En un país con una población reclusa
desproporcionada para con los delitos que se cometen, aumentan las
penas. Pero se ajustan las interpretaciones legales para dejar libres a
los delincuentes de guante blanco y a los corruptos de la política. Con
indultos a los pocos policías condenados, se proyecta la imagen de que a
los pretorianos del poder no se les toca. Y esos gobernantes que tan
duros son con sus ciudadanos y ciudadanas, obedecen mandatos ajenos y
ejercen de perritos falderos de las Merkel, Lagarde u Obama de turno y
de sus mandatos.
Han impuesto una Ley de Tasas para
reducir el acceso a la justicia de los menos pudientes y quieren cambiar
-y no para mejor- la Ley Orgánica del Poder Judicial, el Código Penal,
el de Comercio, la ley procesal penal, la de Servicios y Colegios
Profesionales, la de Asistencia Jurídica Gratuita… Nos llaman tontos
presentando una Ley de Transparencia, ridícula en un Estado considerado
de los más corruptos del mundo, al que se le recomienda desde ONG varias
que revise la imparcialidad de su Fiscalía y de sus órganos judiciales.
La Constitución sigue vigente, pero sus
principios han desaparecido. El sujeto de la soberanía ya no es el
pueblo. Las decisiones se toman en instancias ajenas a los poderes del
Estado, por personas a las que no se les ha elegido. El Estado social y
democrático de derecho es una broma. El derecho al trabajo y a la
vivienda, y cada vez más a la educación y a la sanidad, son palabras
huecas. Se ha subvertido el sistema institucional hasta límites que no
se habían conocido en este marco de las denominadas democracias de
occidente.
En definitiva, están debilitando a la
sociedad, arruinando su estatus actual e hipotecando su futuro, que es
el de las nuevas generaciones. ¿No es esto un golpe de Estado?
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