El lunes pasado, en la flamante nueva sede de Traficantes de Sueños, tuvimos el honor de presentar Carro de Combate. Consumir es un acto político (Clave Intelectual, 2014) junto a Ana Etchenique (CECU), Javier Guzmán (VSF/Justicia Alimentaria Global), Yago Álvarez (El Salmón Contracorriente) y Thilo Schäfer (La Marea). Una mesa de honor para conversar acerca del potencial del consumo como acto político.
Ana Etchenique dio en el clavo cuando apuntó a la ideología del sobreconsumo como el foco central de la discusión. Lo que está en juego es “una revolución cultural”, ante una sociedad plagada de gente bienintencionada que “no quiere ver”. Frente a ellos, una inmensa minoría comienza a cuestionarse que hay modos de “vivir bien” alternativos al consumismo desenfrenado que nos impone la publicidad, que por cierto -Javier Guzmán se encargó de recordárnoslo-, nos influye mucho más de lo que pensamos, y no vende apenas bienes y servicio: vende estilos de vida.
Se habló esa tarde del etiquetado, ese que, apuntó Javier, no entiende el 75% de los consumidores, y entonces, como se preguntó Thilo Schäfer, ¿de qué vale la información que no se sabe interpretar? Los grandes lobbies, esos que protegen los intereses de las empresas multinacionales que controlan prácticamente todos los sectores de la economía, saben que el control de la información es central para su estrategia: “Se esconde información, se oculta o tergiversa”, afirmó Javier. Las empresas transnacionales (ETNs) han sabido también crearse todo un entramado de derecho global -hay quien lo llama la Lex Mercatoria- que les otorga impunidad legal a cambio de crear códigos éticos voluntarios que se incumplen sistemáticamente. “Se aprovechan de los vacíos legales”, sentenció Javier. Pero esos vacíos legales existen porque hay detrás intereses económicos y políticos. Lo dijo Ana con concisa lucidez: “El problema no es técnico: es político”.
¿Dónde queda entonces el derecho a una alimentación saludable? ¿Qué papel debemos exigirle al Estado para garantizar ese derecho humano básico? Yago Álvarez, descreído de ese rol estatal, señaló las alternativas que van construyendo los pueblos, desde abajo: desde la contabilización del costo real (la huella ecológica, el salario digno) a los lectores de códigos de barras y los listados negros -o blancos- de empresas. También nos recordó nuestro poder, para que nos quede claro: esas multinacionales que se nos presentan como omnipotentes, “sin nuestro dinero no son nada”.
La batalla, decíamos al principio, es cultural. Como nos recordaron desde el otro lado de la mesa, el problema de fondo es esa creencia que nos inculca el capitalismo de que el egoísmo -como la ambición- es una virtud, pues una mano invisible convertirá ese egoísmo individual en bienestar colectivo. Echar un vistazo a la realidad basta para desmontar tan inconsistente teoría de un plumazo, y sin embargo, sigue grabada en el inconsciente colectivo la creencia de que no existen otros mundos posibles a este sistema económico que nos lleva hacia la autodestrucción como especie. No nos llevemos las manos a la cabeza: acordémonos que, para lograr tal control de las subjetividades y de los cuerpos, el capitalismo requirió dos o tres siglos de brutal represión.
La batalla es cultural porque asistimos a un divorcio del mundo rural, como recordó Ana, que logró que los citadinos nos olvidemos de dónde viene el alimento. Machado dijo que “sólo el necio confunde valor y precio”, pero en el mundo de hoy, sólo el precio importa. Porque, como explicó Javier, el problema no es tanto el costo de producción como el circuito de distribución, en menos manos que nunca, o el sistema de formación de precios de los alimentos que, en este loco casino global, condena a los campesinos a morirse de hambre para que algunos brokers en Nueva York aumenten sus ganancias y las de los bancos para los que trabajan. El desafío es tan inmenso como la oportunidad: “El problema es sistémico y sistémica ha de ser la solución”, concluyó Ana. Si los pueblos no reaccionamos, el capitalismo nos seguirá comiendo terreno: ahí está el TTIP como una sólida amenaza que avanza ante el silencio cómplice de políticos y grandes medios de comunicación. Así lo resumió Thilo: “Se está negociando en total opacidad. El riesgo es que se hagan más laxas las leyes que protegen la salud humana y el medio ambiente. Pero aún estamos a tiempo para influir”.
Y entonces, ante un escenario tan amargo, ¿cuál es nuestro poder como consumidores? Esa tarde hablamos del boicot como herramienta de lucha, de sus potencialidades y sus limitaciones. De la importancia de presionar a nuestros gobernantes para que impongan a las multinacionales el cumplimiento de los derechos humanos, como hacen las más de 600 organizaciones sociales implicadas en la Campaña Desmantelar el Poder Corporativo (Stop Impunity). Y, sobre todo, de la construcción de alternativas: crear grupos de consumo, buscar productos que nos garanticen condiciones laborales decentes y un bajo impacto ambiental -por ejemplo, cooperativas y comercio justo-, o, como decía Ana, “volver a lo que hemos hecho bien”, desde tejer a hacer jabón casero, o sustituir detergentes para el suelo con agresivos químicos por el vinagre de toda la vida, o volver a cocinar en lugar de comprar lasañas congeladas. Recordar, en fin, que no sólo somos consumidores, sino también productores. Desvelar el fetichismo de la mercancía -que difumina las relaciones humanas que siempre hay detrás de la producción- que supo avistar Carlos Marx hace 150 años, y comenzar a revertirlo de la manera más simple y eficaz que existe: recuperando relaciones sociales, de vecindad, de barrio. Tal vez esa sea, a fin de cuentas, la llave maestra para tumbar el capitalismo y construir desde sus ruinas un mundo más justo, donde consumir no signifique comprar, sino satisfacer las necesidades humanas.
Cuando uno constata que la sociedad en la que vive va por un lado opuesto al que percibe como necesario y que nada que diga o haga frente a ello podrá impedirlo, sólo le queda el silencio, no del cómplice sino de quien ha comprendido lo inútil de su oposición a la letanía formateada para que los bobos la repitan como loros. Como decía aquella frase gamberra de mi infancia, “Cien mil millones de moscas no pueden equivocarse: coma mierda.
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