La teoría económica hegemónica entiende el consumo bajo la perspectiva del homo eoconomicus, esto es, la visión del ser humano como sujeto racional y egoísta por naturaleza, que busca el máximo beneficio personal a través de sus acciones de consumo. Así lo explicó Stuart Mill en 1836: “[La política económica] no trata la totalidad de la naturaleza del hombre como modificada por el estado social, ni de toda la conducta del hombre en sociedad. Se refiere a él sólo como un ser que desea poseer riqueza, y que es capaz de comparar la eficacia de los medios para la obtención de ese fin”.
Y, desde esta perspectiva, el consumidor sólo pretende satisfacer sus necesidades o deseos, o, en palabras más propias de economistas, “maximizar su utilidad”, sin ninguna otra consideración.
Resulta cuando menos sorprendente que esta siga siendo la visión ampliamente aceptada por la economía, cuando en todas las demás disciplinas de ciencias sociales hay consenso sobre la complejidad de los seres humanos, que son tan capaces del egoísmo como de la solidaridad. La visión de la ciencia económica como una disciplina infalible, al modo de las ciencias naturales, y sustentada en un concepto tan débil científicamente como el de homo economicus, ha sostenido durante dos siglos una estructura de poder basada en la inevitabilidad del capitalismo: si el ser humano es egoísta por naturaleza, la sociedad de mercado, con su mano invisible, es el mejor sistema posible. En cambio, si admitimos que el ser humano es capaz también de comportamientos solidarios y responsables, y que éstos pueden ser promovidos y fomentados por las instituciones sociales -comenzando por la escuela, continuando por unas instituciones económicas que fomenten la colaboración en lugar de la competencia-, entonces ya no es cierto que “no hay alternativa”; entonces, otros mundos son posibles.
Aunque ya hemos apuntado algunas de las consecuencias negativas de este modelo, los detractores y críticos de la sociedad de consumo han denunciado un gran número de impactos de lo que Lipovetsky llamó la era del “hiperconsumo”, la tercera fase del capitalismo de consumo que ha supuesto una aceleración máxima en el uso de bienes y servicios por parte de los seres humanos. El propio Lipovetsky apunta a la primera consecuencia negativa de este hiperconsumo: un incremento del individualismo, en el que las personas cada vez trabajan más para poder consumir más. Esto ha llevado a un incremento del estrés y de la insatisfacción de los ciudadanos que viven en culturas hiperconsumistas. Así, el Happy Planet Index desafía la idea de “a mayor consumo, mayor satisfacción del ciudadano” y elaboró un ranking en 2012 con los países más felices en los que, en los primeros puestos, se situaban Estados como (por orden de los 5 primeros puestos) Costa Rica, Vietnam, Colombia, Belize y El Salvador. España estaba en el puesto 62 y Estados Unidos, en el 105. El ranking tenía no solo en cuenta el bienestar social, sino también la esperanza de vida y la huella ecológica.
Este consumo, para Martin Mulligan (2015), se basa además en una ilusión de la variedad de la oferta y de la capacidad de decisión del consumidor. Así, dice Mulligan, aunque en un supermercado es posible encontrar una gran multitud de productos diferentes, a menudo las diferencias entre unos y otros son escasas. Los consumidores occidentales mantienen esta ilusión de elección entre una variedad de productos gracias a la explotación laboral, ya que la necesidad de producir a precios muy bajos ha llevado a las marcas a instalar sus fábricas en países donde la mano de obra no sólo es escasa, sino que las legislaciones laborales y ambientales no garantizan virtualmente ningún derecho. Con los perversos mecanismos de la deslocalización de la producción, se logra así que el consumidor español, también él mismo explotado, puede comprar mercancías a un precio asequible para su bolsillo y aportando pingües beneficios a las grandes transnacionales…
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