Un trabajador lee el correo electrónico en un ordenador de la oficina.
Uno de los problemas del siglo XXI: las fronteras entre la vida
privada y laboral son cada vez más difusas. Su usted es uno de esos
profesionales que pasan la mayor parte de su tiempo ante un ordenador, y
que llevan en el bolsillo un teléfono de los que llaman inteligentes,
quizás esté de acuerdo. En el PC del trabajo echa un vistazo al
periódico, y en el de su casa repasa documentos de trabajo antes de su
reunión del lunes. En su móvil, que es de su empresa, se ha descargado
tanto el correo corporativo como el privado (y el Candy Crush). Por
WhatsApp le llegan instrucciones de su jefe, peticiones de clientes,
bromas de un grupo de amigos del instituto, avisos sobre el partido de
baloncesto de su hija. Los que trabajamos con la información la
rastreamos a menudo en Facebook o Twitter, pero noticias y análisis
aparecen en medio de chistes malos, frases cursis de Paulo Coelho y
fotos de gatitos. Cuando llama por teléfono desde la oficina a su pareja
no siempre es para dar el aviso rápido de que llegará tarde. Tampoco es
raro que le contacten por cuestiones laborales, vía voz o datos, por la
noche o durante el fin de semana.
Es lo que tiene vivir siempre conectados. En estos tiempos frenéticos pueden chocar dos intereses: el derecho (fundamental) a la intimidad y al secreto de las comunicaciones y la potestad de las empresas de controlar qué hacen sus trabajadores. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha dictado una sentencia que habrá sobresaltado a muchos: las compañías pueden acceder a las herramientas informáticas, como el correo electrónico, que pone a disposición de plantilla. Resuelve así el recurso de un ingeniero rumano, despedido por chatear con su familia a través de una cuenta corporativa de Yahoo Messenger. No es una doctrina sorprendente: en España tanto el Tribunal Supremo como el Constitucional han avalado que las empresas accedan al correo de sus empleados si estos han sido advertidos de la prohibición de uso personal de esos medios y de su posible supervisión. ¿Y si ese trabajador hubiera utilizado sin parar una cuenta privada del Messenger o de WhatsApp en el trabajo? La sentencia destaca que no se dio el caso: la empresa solo vigiló el uso de la cuenta profesional, lo que considera “proporcionado”.
No hace falta que corra a borrar todos los mensajes no estrictamente profesionales que se acumulan en su email o en su teléfono. La sentencia tampoco da barra libre para que sus jefes espíen cada uno de sus movimientos, cosa que, por cierto, sí hacen su operador de telefonía, Google y hasta los servicios de inteligencia estatales, como supimos tras el caso Snowden. El sentido común indicaría que solo cabe esa intervención ante casos graves de abuso de confianza, pero es dudoso que ese fuera el caso del ingeniero. Podemos añadir a la discusión otro elemento muy actual: la necesidad de conciliar la vida laboral y familiar. No es razonable que le exijan un aislamiento absoluto de su entorno personal durante unas jornadas de trabajo que en España son muy prolongadas. Por si acaso, un consejo: no ponga por escrito lo que no quisiera que vea su jefe (o su Gobierno). La privacidad no es un valor seguro en tiempos digitales./ ULY MARTÍN
Es lo que tiene vivir siempre conectados. En estos tiempos frenéticos pueden chocar dos intereses: el derecho (fundamental) a la intimidad y al secreto de las comunicaciones y la potestad de las empresas de controlar qué hacen sus trabajadores. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha dictado una sentencia que habrá sobresaltado a muchos: las compañías pueden acceder a las herramientas informáticas, como el correo electrónico, que pone a disposición de plantilla. Resuelve así el recurso de un ingeniero rumano, despedido por chatear con su familia a través de una cuenta corporativa de Yahoo Messenger. No es una doctrina sorprendente: en España tanto el Tribunal Supremo como el Constitucional han avalado que las empresas accedan al correo de sus empleados si estos han sido advertidos de la prohibición de uso personal de esos medios y de su posible supervisión. ¿Y si ese trabajador hubiera utilizado sin parar una cuenta privada del Messenger o de WhatsApp en el trabajo? La sentencia destaca que no se dio el caso: la empresa solo vigiló el uso de la cuenta profesional, lo que considera “proporcionado”.
No hace falta que corra a borrar todos los mensajes no estrictamente profesionales que se acumulan en su email o en su teléfono. La sentencia tampoco da barra libre para que sus jefes espíen cada uno de sus movimientos, cosa que, por cierto, sí hacen su operador de telefonía, Google y hasta los servicios de inteligencia estatales, como supimos tras el caso Snowden. El sentido común indicaría que solo cabe esa intervención ante casos graves de abuso de confianza, pero es dudoso que ese fuera el caso del ingeniero. Podemos añadir a la discusión otro elemento muy actual: la necesidad de conciliar la vida laboral y familiar. No es razonable que le exijan un aislamiento absoluto de su entorno personal durante unas jornadas de trabajo que en España son muy prolongadas. Por si acaso, un consejo: no ponga por escrito lo que no quisiera que vea su jefe (o su Gobierno). La privacidad no es un valor seguro en tiempos digitales./ ULY MARTÍN
La piedra dirá ha de ser
ResponderEliminarPara que haga el agua clara
Si es cieno lo que hay debajo
Más te valdría beber
En cualquier otro regajo.
La piedra dirá ha de ser
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Más te valdría beber
En cualquier otro regajo.