jueves, 11 de septiembre de 2014

Los infartos y las cosas del corazón


Carnes embasadas expuestas en un supermercado. / Wikimedia
Carnes embasadas expuestas en un supermercado. / Wikimedia
Según los indicadores sanitarios de la Unión Europea los infartos entre españoles de más de 45 años en los 30 primeros días de hospitalización son de los más altos de Europa. Ocupamos el cuarto lugar de la lista por detrás de Hungría, Alemania y Luxemburgo, donde la cosa está aún peor.
Esos indicadores también dejan en evidencia que el número de camas de hospital en España está muy por debajo de la media de la UE, casi en la cola, sólo por delante de Irlanda, Reino Unido y Suecia. Un momento: ¿que Suecia es el último de la fila? Eso parece algo mosqueante en un país tan adelantado en materia de bienestar social.
Mira que si no es tan malo tener pocas camas hospitalarias y nos empeñamos en que sí lo es…
Los datos estadísticos se prestan a interpretaciones nada inocentes, muy fácilmente torcederas, así que no es de extrañar que mientras unos se lanzan a la calle a protestar por la creciente precariedad de la sanidad otros expliquen lo de la escasez de camas como un “aumento de actividad ambulatoria” que no requiere hospitalización.
Como aclara el profesor Juan Oliva, economista de la Salud, de la Universidad de Castilla La Mancha, en El País: “Si un país está al final de la lista puede ser porque sea mucho más efectivo en las rotaciones de camas (menos días de estancia por intervención) o porque sus centros hospitalarios estén más concentrados o porque la cirugía ambulatoria esté más desarrollada”. Suena bien; lo que suena mal son las listas de espera y la saturación de las urgencias.
Pero, lo que llama la atención de verdad es el asunto de los infartos de miocardio en los hospitales españoles. Sorprende porque en otros indicadores cardíacos, por lo visto, estamos por encima de la media. La sospecha es que los infartados españoles son más viejos y tienen asociadas otras enfermedades que favorecen el hecho de que el infarto se los lleve por delante. Pero cabe otra interpretación.
La interpretación del carro de la compra, por ejemplo. Una visual al carro de la compra de la cola del súper es reveladora: pollo blancuzco envuelto en plástico, salchichón grasiento en bandejas de poliespan, botellones de dos litros de refrescos de diverso pelaje y cervezas a granel, pan industrial de molde, canelones precocinados, mantequilla, leche de vaca, pastelitos industriales, azúcar refinada, tortilla de patatas lista para calentar en el microondas, huevos de gallinas torturadas, de esos que llevan un 3 delante de una serie de números impresos… Ni por casualidad se ve una acelga o tomates o alubias o garbanzos.
Es decir, las armas más letales del súper, un establecimiento de por sí, bastante letal. Las firmas que envenenan más con comida más atractiva al paladar moderno son las que ofrecen al mismo tiempo fórmulas milagrosas para mantenerse sanos y en forma. Lo malo es que cuela.
Los españoles hemos engordado, nos hemos vuelto cebollones, poco aventureros, panzas cerveceras y muy comodones a la hora de preparar nuestro condumio. Desde pequeños estamos cultivando nuestro infartito, con mimo y dedicación. Y eso nos hace mal. Porque no creo que sea un problema de falta de información.
Así que muchos cardiólogos europeos, que se han reunido estos días en un congreso en Barcelona, han coincidido en declarar que casi todas las cardiopatías podrían ser prevenidas con una buena dieta –sí, pero ¿cuál?- y ejercicio diario. Que las mujeres lo llevamos peor en los infartos y que la recomendación de comer legumbres cinco veces a la semana se queda corta. Que pregunten a los veganos.
Déjenme que les recuerde que cuando entonces comíamos legumbres casi a diario, poca carne –porque hasta el pollo era caro, no lo fabricaban a  lo bestia, como ahora- y sardinitas y boquerones que era lo más barato de la pescadería. Y nos decían aquello de “cuando seas padre comerás dos huevos“. Pan, también, y hay que reconocer que no era integral, pero estaban hechos con harina de trigo, agua y sal. Los dulces los hacían las madres en casa, de modo que no llevaban aceite de palma ni estabilizantes, antioxidantes, edulcorantes, conservantes ni colorantes venenosos. Y la gente iba más a los sitios a pie o en bici. En eso parece que estriba el exorcismo del infarto.
Se ha puesto de moda la profesión de nutricionista, pero sorprende  la poca fuerza de sus conocimientos o la falta de atención que se les da en los mass media. Como me interesa el asunto, pego la oreja cuando oigo que alguien va a hablar de ello en la radio o en la tele, pero siempre me llevo una decepción: sólo se habla de naderías, de cosas ya sabidas o de verdades a medias. Es como si nadie se atreviera a molestar a las industrias alimentaria y farmacéutica.
Suerte que sí parece crecer el número de personas que se apuntan a cultivar en terrazas o balcones lechugas, tomates, judías verdes o coles. Las grandes superficies de bricolage van vendiendo ingenios de madera y zinc para los llamados huertos urbanos. Se lo puede hacer uno mismo que es más divertido, más barato y más fácil de lo que cuentan.
Y por fin (pero no menos importante), hay un factor del que se habla cada vez más, aunque no sé si se asume tanto como se habla: el carácter, la manera de ser, de reaccionar en vez de responder frente a los problemas, ese tomarse a la tremenda las contrariedades, desde el asunto del independentismo hasta las discusiones de equipos de fútbol. Aprender a responder en vez de reaccionar es una tarea más difícil y cada cual ha de buscarse el libro donde vengan los ejercicios que más le convengan. Pero hay que intentarlo. Se ha comprobado que los corazones salen ganando.

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