Para
nosotros, reflexionar acerca del trabajo y la dominación implica una
obligación y un desafío.
La obligación consiste en no perder de vista que, para hacerlo, se debe considerar el poder como un factor de análisis fundamental. La manera en la que entendamos el poder definirá un abordaje particular de esa relación entre trabajo y dominación. El desafío, por su parte, es resultado de aceptar esa obligación: nuestra reflexión debe ser capaz de ser sensible a las variaciones del ejercicio del poder en el trabajo, aunque este parezca no sufrir modificaciones. En las próximas páginas acercaremos algunas de nuestras ideas respecto de estas dos cuestiones.
La obligación consiste en no perder de vista que, para hacerlo, se debe considerar el poder como un factor de análisis fundamental. La manera en la que entendamos el poder definirá un abordaje particular de esa relación entre trabajo y dominación. El desafío, por su parte, es resultado de aceptar esa obligación: nuestra reflexión debe ser capaz de ser sensible a las variaciones del ejercicio del poder en el trabajo, aunque este parezca no sufrir modificaciones. En las próximas páginas acercaremos algunas de nuestras ideas respecto de estas dos cuestiones.
Una
reflexión sobre el poder como relación
Toda
forma de dominación es un modo de ejercicio del poder. Pero la
palabra “dominación” encierra un peligro: el sentido común
suele asociar con demasiada frecuencia la dominación con un
ejercicio de poder monolítico, absoluto y, por lo general,
descendente. Esto es, cuando el sentido común dice que un grupo A
domina a un grupo B (o un sujeto A, a un sujeto B) piensa en cómo A,
al que se supone como un conjunto coherente, determina de manera
completa y total (absoluta) y sin fisuras (monolítica) el accionar
de B, considerado también como un conjunto coherente, al que le
adjudica una posición social inferior (por ello el ejercicio del
dominio es descendente). El grupo A sería el de los dominantes y el
B, el de los dominados. Esta idea de dominación suele tener como
corolario que la acción parece ser un privilegio exclusivo de los
integrantes del grupo A, es decir, los que parecen estar en
condiciones de actuar, de tener un papel activo, son los miembros de
ese grupo; y a los del grupo B solo les queda un papel pasivo: ser
dominados, padecer la dominación. La aplicación de esta perspectiva
a la reflexión sobre el trabajo implicaría que existe un grupo
social o, en términos más específicos, una clase, que detenta el
privilegio de la acción e impone su dominio o ejerce coacción sobre
otro grupo (u otra clase), que lo padece; y por el privilegio que
deriva de ese dominio, la clase dominante impone la obligación, que
se convierte en ineludible para la clase dominada, de trabajar.
Si
esto fuera suficiente para explicar las sociedades que se organizan
en torno a una clase que trabaja y otra que vive del trabajo ajeno,
nuestra comprensión de la realidad no implicaría mayor desafío
porque sería simple y lineal. Sin embargo, todos aquellos que
cotidianamente vivimos en estas sociedades capitalistas sabemos
(porque lo experimentamos), que esta explicación no es útil para
dar cuenta de nuestra realidad, porque esta es mucho menos lineal y
mucho más compleja. Entonces, si esa forma de consideración de la
relación entre poder y trabajo no es del todo adecuada, ¿cuál
podríamos adoptar?
Podríamos
partir, como lo hacen algunos pensadores contemporáneos, del punto
de vista de que el poder es una relación entre sujetos que
interactúan. Este punto de partida, a diferencia del anterior, nos
permite pensar no solo en qué medida los dominados somos
co-responsables del mantenimiento de las relaciones de dominación y
en qué medida los dominadores dependen de nosotros para seguir
siéndolo sino también en cómo las acciones de unos impactan en las
de los otros. Un punto de vista relacional del poder permite
reconocer el carácter activo en todas las partes implicadas.[1]
Ahora,
si bien abordar la dominación desde el punto de vista relacional del
poder permite una apertura hacia la consideración de la acción de
los sujetos implicados, reducir la primera al segundo sería un
error, porque podría llevarnos a sobreestimar el poder de la acción
voluntaria de los sujetos: bastaría con querer dejar de estar
sometidos al trabajo para ya no estarlo; bastaría con renunciar al
trabajo para salir de la sociedad salarial. Esto es, bastaría
simplemente con querer cambiar la relación para que esta sufriera,
efectivamente, cambio. Sin embargo, la cosa no es tan sencilla.
Como
bien señalan algunos marxistas críticos, las relaciones sociales
paulatinamente van adquiriendo independencia de las prácticas que
les dieron origen y “se vuelven” sobre los individuos,
imponiéndoseles como obligaciones externas y objetivas. La sociedad
nos impone trabajar para vivir; el mercado pone un precio a nuestra
fuerza de trabajo; el estado regula nuestra relación salarial; la
competencia determina nuestra posibilidad de empleabilidad. Sociedad,
mercado, estado o competencia cobran una existencia que va más allá
de la interacción (y de la voluntad) de los individuos y, en la
medida que logran esta independencia, ejercen su poder sobre los
sujetos de manera objetiva e impersonal[2]. En esto también se
apoya la eficacia de las relaciones de poder, de las relaciones de
dominio que nos ligan al trabajo.
La
complejidad del poder en el trabajo
Si
hacemos del poder un concepto fundamental para comprender las formas
de dominación en el trabajo, y partimos de la idea de que el poder
da cuenta de una relación compleja entre sujetos (individuales y
colectivos), debemos considerar las diversas modalidades que ese
poder adopta. Vamos a proponer que, en relación con el trabajo, es
posible considerar tres modalidades de poder: como comando, como
socialidad y como gobierno.
El
poder como comando se ejerce cuando el eje del dominio está puesto
en el proceso de trabajo. Para el capitalismo, dominar el proceso de
trabajo es un objetivo fundamental. Tengamos en cuenta que el capital
es resultado de la apropiación unilateral del trabajo y de los
productos del trabajo por parte de los capitalistas; del no pago del
trabajo que las personas hacen por encima del que necesitan para su
propia subsistencia, es decir, del plustrabajo. Para el capitalista,
ejercer el poder sobre el proceso de trabajo implica dominar las
formas en las que el trabajo se realiza con el fin de que produzca
cada vez más plusvalor. Por ello, el capitalismo funciona aplicando
una “selección natural” (naturalmente capitalista) de los
procesos de trabajo: los que no generen mercancías cuyo costo de
producción asegure la ganancia deseable serán abandonados o
cambiados. Y aquí vemos, también, cómo las formas de dominio se
vuelven impersonales: serán las condiciones generales de la
competencia capitalista en un determinado momento las que impongan
características al proceso de trabajo.
Para
el trabajador, en cambio, ejercer el poder sobre el proceso de
trabajo puede significar retacear al capitalista espacios concretos
de dominio. Cuando el trabajador reserva para sí y no comparte con
el capitalista todo el saber-hacer (individual o colectivo) de una
actividad; cuando disimula el tiempo necesario para producir o cuando
se resiste a la estandarización de los procedimientos, por ejemplo,
pelea el comando sobre el proceso de trabajo, busca ejercer él
también el dominio sobre las formas concretas de trabajar y, muchas
veces, ese accionar es causa de cambios en los procesos.
La
socialidad es otra de las modalidades de ejercicio del poder en el
trabajo. Opera sobre las formas concretas en las que se organiza el
trabajo como resultado de la cooperación del colectivo de
trabajadores. Cierto es que las más de las veces la forma que adopta
la dimensión colectiva está íntimamente relacionada con cómo se
plantea el proceso de trabajo: el tipo de socialidad que se genera en
torno de una línea de montaje difiere de la que se genera en una
oficina o entre sujetos que teletrabajan. Pero sin importar esto, lo
cierto es que el capitalismo busca ejercer su poder sobre las maneras
en las que los sujetos interactúan juntos en el proceso de trabajo a
fin de que, a partir de ese actuar, adopten una forma particular de
cooperación y un ser social capitalista, que responde siempre al
objetivo de valorización.
Los
trabajadores, por su parte, ejercen la modalidad social del poder
cuando plantean sus reglas de cooperación, cuando buscan reconocerse
como un colectivo con particularidades e intereses propios frente a
de los designios del capital, ya sea en los intersticios del poder
capitalista o en franca oposición a él. Cuando plantean formas
comunes de protección contra las adversidades del trabajo; cuando
llevan adelante colectivamente reclamos; cuando apoyan demandas de
otros grupos de trabajadores distintos a ellos mismos, por ejemplo,
los trabajadores buscan ejercitar su poder en la dimensión social.
Usaremos
el término “gobierno” para pensar una dimensión particular de
la relación poder-trabajo: aquella que tiene en cuenta cómo el
poder se ejerce sobre y es ejercido por los individuos en sí mismos.
Retomando y reformulando reflexiones más actuales de algunos
pensadores que se ocupan de las relaciones de poder en el contexto
del presente neoliberalismo, diremos para pensar la relación poder -
trabajo es indispensable tener en cuenta que los individuos tienen
una relación con el trabajo más allá de su inscripción colectiva;
que en el día a día de su relación, el capital busca ejercer su
dominio sobre el trabajador en tanto individuo particular, ligándolo
al trabajo por medio de prácticas muy específicas que lo deslindan
del colectivo más amplio en el que puede inscribirse. Al mismo
tiempo, el trabajador opera sobre el trabajo capitalista como
individuo: piensa, actúa, se siente, padece o sufre en el trabajo en
la dimensión más íntimamente individual o privada. Por ello, no
hay que perder de vista que los sujetos se constituyen y actúan no
sólo como subjetividad colectiva, sino también como individuos,
como subjetividades particulares.
La
eficacia del dominio: la naturalización del trabajo
Los
párrafos anteriores presentan una visión segmentada y por ello
artificial de la relación entre dominación y trabajo, porque
estamos imponiendo un corte analítico que separa en compartimientos
el ejercicio de un poder que se da, más bien, como un todo. Un
sujeto trabaja llevando adelante un proceso de trabajo y forma parte
de un colectivo. El trabajo realizado es resultado del trabajador
individual y de la cooperación. Por ello, las relaciones de poder
que se ejercen como comando, como socialidad y como gobierno son
solidarias unas con otras. Su solidaridad deriva de la coincidencia
de sus objetivos. Y estos objetivos son tanto que el trabajo social
se realice en términos capitalistas, es decir, logrando la
valorización y la acumulación, como que efectivamente la sociedad
articule sus relaciones en torno al trabajo. La medida en que se
alcanzan esos objetivos, por supuesto, depende también de la
respuesta de los sujetos al intento de imposición. Y se trata de una
imposición porque, a diferencia de lo que pueda parecer de sentido
común, el trabajo no es natural ni ha sido siempre así, tal como lo
conocemos. El tipo de trabajo que caracteriza a nuestras sociedades,
el hecho de que los sujetos pongamos nuestras capacidades generales
de trabajo a disposición de otras personas a cambio de un salario, y
el que nos relacionemos unos con otros en función de nuestro trabajo
y de los productos de nuestro trabajo es particular y específicamente
capitalista. Tienen su origen en el surgimiento y difusión del
capitalismo. Pero habitualmente no recordamos esto. Vamos a denominar
“naturalización” al proceso que se opera sobre los modos de
pensar, de ser y de actuar tanto de dominadores como de dominados,
que contribuye a la pérdida (u olvido) de la conciencia de este
origen, del carácter socio-histórico del trabajo. Trabajar para
vivir es considerado algo natural, como también se considera natural
trabajar para ganar dinero (y para ganar cada vez más), trabajar
para otro, morirse de hambre si no se trabaja, no percibir salario
por el trabajo doméstico realizado en el propio hogar, que los
dueños (de las fábricas, los negocios, las empresas, etc.) ganen
más que los trabajadores por el hecho de ser dueños, etc. Las
modalidades del poder que ligan a los sujetos con el trabajo operan
con este trasfondo de naturalización, trasfondo que puede sufrir
modificaciones de forma, pero (aunque suene redundante) no de fondo.
Las modificaciones son de forma porque el mantenimiento de ciertas
relaciones de poder para que la sociedad siga trabajando y las formas
en que ese poder (o ese dominio) se ejerce dependen de las
condiciones generales de la valorización y de las relaciones entre
los sujetos en el contexto social; y estas condiciones y relaciones
varían a lo largo del tiempo (como se pone en evidencia una mirada a
la historia del capitalismo). Pero lo que se mantiene constante es la
centralidad del trabajo como articulador social. La naturalización,
entonces, es necesaria para que sobre el fondo de las variaciones
puedan mantenerse sentidos o significados compatibles con la
preservación de las relaciones de poder capitalistas. La
naturalización va a permitir la constitución de una parrilla de
racionalidad o de inteligibilidad que construye sentidos o
significados del trabajo funcionales al capitalismo en cada momento
de su desarrollo.
Qué
hay de natural hoy en el trabajo
¿Qué
podríamos decir de la parrilla de racionalidad, del trasfondo de
sentido sobre el que se inscriben hoy las modalidades del poder en
relación con el trabajo? Para responder esta pregunta, vamos a
partir de tres ejemplos simples, cotidianos. Nos interesa rescatarlos
porque, justamente por poseer esas características, nos servirán
para mostrar lo que se naturaliza (y pasa desapercibido) de la
relación entre trabajo y dominación específicamente capitalista en
la actualidad.
Ejemplo
1) Quiero ir a trabajar. Una publicidad en las páginas del
suplemento Empleos del diario Clarín muestra la imagen de un reloj
digital que marca una hora temprana de la mañana. La imagen está
acompañada por la frase “Tengo que ir a trabajar”. Pero la parte
del “Tengo que” aparece tachada y reemplazada por un “Quiero”.
Ejemplo 2) El amor por la belleza paga mis cuentas. Este slogan
acompaña una campaña publicitaria gráfica de la empresa Avon, en
la que se convoca a las mujeres para ser revendedoras de los
productos de la firma. Ejemplo 3) Controlá tus aportes y tu obra
social en segundos. La frase es el centro de la campaña que la
presidencia argentina y la AFIP[3] han diseñado para que cada
trabajador por sí mismo (utilizando simplemente el número que lo
identifica como tal) chequee si la empresa para la que trabaja ha
realizado los pagos considerados “cargas sociales”.
¿Qué
podemos ver en estos ejemplos? ¿Qué nos muestran como natural?[4]
¿Qué parrilla de racionalidad proponen para el trabajo? El primer
ejemplo muestra la naturalización de la voluntad de trabajar. Una
simple tachadura es la expresión del paso de la obligación a la
voluntad, de la imposición al deseo. Las experiencias subjetivas que
están atravesadas por la obligación no tienen el mismo cariz que
las que están atravesadas por la voluntad o el deseo simplemente
porque mientras unas implican generalmente la imposición de
imperativos o de reglas externas a los sujetos mismos (esto es,
resultan de una determinación externa), las segundas derivan del
cumplimiento de reglas, si queremos decirlo así, que el individuo se
pone a sí mismo simplemente porque quiere (es decir, internas).
Asimismo, en este caso podemos ver cómo el paso de la obligación a
la voluntad también resulta útil para borrar lo penoso: el
desagrado de levantarse temprano por la mañana para ir a cumplir con
la obligación de trabajar (sensación que todos los que trabajamos
hemos experimentado más de una vez en nuestra vida) se diluye en el
placer que puede proporcionar levantarse temprano para dedicar el día
en hacer algo que se quiere. El trabajo, entonces, pasa de lo
impuesto a lo deseado.
El
segundo ejemplo, en consonancia con el anterior, muestra la
naturalización de la identificación de los espacios de trabajo con
los de no trabajo. Muestra que la posibilidad de pagar las cuentas
propias (hecho que en una sociedad salarial se realiza a partir de
la obtención de un salario) no se deriva necesariamente de la
realización de una actividad abstracta y general que puede no tener
ninguna vinculación con el sujeto que la ejerce sino que deriva de
la puesta en juego de una actividad conectada con el sujeto, que le
provoca una íntima satisfacción. Hasta hace no mucho tiempo atrás,
lo natural era considerar una separación entre el tiempo-espacio de
trabajo (en el que se ejercía una actividad obligatoria y no siempre
muy gratificante) y el tiempo-espacio del ocio (de la o las
actividades vinculadas con el gusto, el placer o los afectos). El
amor por la belleza, que podría ponerse en juego en el hecho de
concurrir a un taller de arte, sentarse a escuchar música, visitar
un museo o, simplemente y más en consonancia con el objeto de la
publicidad, en dedicarse al cuidado del propio cuerpo, puede
convertirse ahora en la razón que justifica la voluntad de trabajar.
El trabajo, entonces, pasa de lo displicente a lo placentero.
El
tercer ejemplo, por su parte, naturaliza el hecho de que los
trabajadores mismos debemos devenir contralores del cumplimiento de
ciertas obligaciones laborales. En este caso, la de los aportes
patronales. Esto es, se pretende la naturalización de la idea de que
los trabajadores mismos debemos velar por el mantenimiento de la
clase trabajadora, de que los trabajadores activos debemos devenir
contralores de que nuestro dinero se destine al mantenimiento de los
trabajadores inactivos (porque eso es lo que, de hecho hacemos con
nuestros aportes). Simplemente enviando por celular un mensaje de
texto que nosotros mismo pagamos, cada uno puede hacer lo que se
supone que años atrás hacía, por ejemplo, el estado. Y más aún,
cada uno de nosotros lo hacemos de manera individual y a título
individual: ya no se trata de ejercer en forma colectiva un control
sobre la acción de la patronal para reivindicar un derecho, como
puede hacer un sindicato o una asamblea a de trabajadores, sino de
velar por el interés individual de manera individual. Es cada uno
como individuo el que debe ejercer de manera personal el control. El
cumplimiento de ciertas condiciones de trabajo, entonces, pasa de una
ser una responsabilidad pública a ser una responsabilidad privada.
Estos
ejemplos muestran modos de ver la realidad del trabajo, significados
que circulan y a partir de los cuales la comprendemos. Los
significados tienen un papel constitutivo en la forma en la que
pensamos la realidad y, por lo tanto, en la forma en la que llevamos
adelante nuestras prácticas; constituyen la parrilla de racionalidad
que naturaliza modos de ver, de ser y de actuar. Parte de la eficacia
de las relaciones de dominación o poder descansa en la difusión de
dicha parrilla.
Ahora,
si también pensamos estos ejemplos en línea con las ideas que
veníamos desarrollando desde el comienzo de este trabajo, podríamos
decir que evidencian la modalidad de socialidad y la de gobierno del
poder desde el punto de vista de los que pretenden definir la
parrilla de racionalidad que otorga sentido a la relación
capital-trabajo. Muestran cómo en la actualidad del poder opera
buscando desarticular en la experiencia del sujeto individual la
separación entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio para hacer de
todo el tiempo, tiempo de trabajo; opera buscando articular los
deseos, los gustos y las preferencias individuales con las
actividades productoras de valor; opera buscando desarticular
instancias de acción colectiva para establecer una relación laboral
sobre base puramente individuales. En definitiva, los ejemplos
muestran el ejercicio del poder en el trabajo se ejerce cada vez más
buscando estrechar el círculo que encierra al individuo dentro del
trabajo.
Pero
si la modalidad de socialidad y la de gobierno son solidarias con la
de comando, ¿qué pasa esta última? ¿Cómo se desenvuelven sus
mutuas relaciones en la actualidad? Desde el último tercio del
siglo pasado se registra una tendencia a la intelectualización de
los procesos de trabajo, que se generaliza cada vez más. Esto
significa que el ejercicio eficiente de la actividad, el trabajo que
crea valor, está cada vez menos ligado al ejercicio físico de una
actividad (pensemos en el trabajado fordista en la línea de montaje)
y cada vez más ligado a un ejercicio intelectual del trabajo
(pensemos ahora en el trabajo en una fábrica robotizada en la que el
trabajador regula y controla el programa informático que pone en
funcionamiento la producción). Esta intelectualización implica
sustanciales modificaciones en los procesos de trabajo. Y, en cierta
medida, cuanto más intelectualizado está el proceso más difícil
es para el capital controlar de manera directa lo que hace el
trabajador porque el trabajo es más difícil de observar, conocer y
de predecir. Muchos de los procesos de trabajo actuales demandan la
puesta en juego de capacidades vinculadas con procesos cognitivos
(como la abstracción, la aprehensión de conceptos y procesos, el
procesamiento eficiente y no ambiguo de la información, expresión
lingüística adecuada) y también afectivos (el saber participar,
compartir, aceptar el disenso, etc.), que no son fácilmente
expropiables y transferibles a una máquina; y el hecho que estas
capacidades deban ponerse en juego siguiendo los parámetros de
productividad, implica un enorme desafío para el capital. El capital
busca hacer frente a esta situación que pone en riesgo su dominio
tratando de desarticular todas las instancias que implican que el
trabajo sea visto como algo ajeno al individuo, que contribuyen a que
consideremos al trabajo como algo extraño. Por eso, busca que lo que
no puede expropiar sea puesto en juego de manera voluntaria: que el
trabajador acepte voluntariamente el cumplimiento del trabajo y
voluntariamente utilice de manera productiva sus capacidades
comunicacionales y relacionales, su creatividad y su compromiso con
la actividad. Y trata, también, de que ese ejercicio se gestione de
la manera más aislada posible, desarticulando instancias de acción
colectivas, por la potencialidad de disrupción que ellas conllevan.
La
necesidad de que las relaciones de poder que ligan al sujeto con el
trabajo se inclinen a su favor hace que el capital busque conectar de
manera cada vez más estrecha al trabajador con el trabajo
favoreciendo una parrilla de racionalidad que identifique trabajo,
vida y placer. Cada vez que esta identificación se efectiviza se
pone en evidencia la eficacia del dominio y se muestra que las
relaciones sociales se desenvuelven de manera favorable al capital.
Cada vez que impugnamos esta identificación, mostramos no solo la
posibilidad de entablar otros significados, otras prácticas y otras
relaciones que aquellas dichas como naturales, sino también que la
acción no es privilegio de unos pocos. Mostramos, en definitiva, los
intersticios posibles de lucha contra la dominación.
NOTAS
[1].
Y nos permite también ver cómo ese carácter activo, a veces, puede
resultar útil, y no contrario, a las relaciones mismas de
dominación. Tomemos por caso los reclamos por trabajo o salario
dignos. Este tipo de demandas implica reclamar por el mantenimiento
de la relación laboral y salarial, esto es, por el mantenimiento de
la relación de dominación capitalista.
[2].
Podemos pensar esto a partir del ejemplo del matrimonio. El
compromiso que comienza con la acción voluntaria de dos individuos
de encarar una vida en común se vuelve una determinación impersonal
y objetiva sobre esos individuos cuando, como institución, les
impone un conjunto de obligaciones que ya no derivan de ese acuerdo
voluntario.
[3].
Administración Federal de Ingresos Públicos de la República
Argentina.
[4].
Los comentarios que se incluyen a continuación no pretenden dar
cuenta de un análisis exhaustivo de los ejemplos dado que eso
excedería el objetivo y la extensión esperados de esta
intervención.
Marcela B. Zangaro. La Haine
Marcela B. Zangaro. La Haine
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