lunes, 8 de septiembre de 2014

Maneras de asesinar


Mata limpiamente.
Con lejanía. Con sigilosa nocturnidad a ser posible.
No cojas un cuchillo y degolles a un hombre como si fuera una bestia a la que sacrificas para un ritual.
La expresión "pasar a cuchillo" es sinónimo de escalofrío, de hundirnos en las profundidades de la noche de los tiempos, de conspiraciones palaciegas o, más habitual, de asaltos a humildes aldeas. En Teguise (Lanzarote), existe el "Callejón de la Sangre", nombre debido a un ataque de piratas berberiscos que masacró al pueblo a finales del siglo XVI.
Nadie dice de los habitantes de Hiroshima o Nagasaki que fueron pasados (¿o asados?) a bomba nuclear. Ni al hablar de la reciente acción militar israelí es común que medio informativo alguno diga que 500 niños palestinos fueron pasados por las armas. A nadie en el mundo le ha sido otorgado ver la cara de cada uno de esos niños antes de recibir el impacto de la explosión y salir volando por los aires. Tampoco nos han mostrado sus agonías. Incluso, quizás, si sobrevive, su rostro saldrá pixelado, para, ya que somos incapaces de garantizarles una existencia digna, preservarles la intimidad o el burgués derecho a la imagen.
En las últimas semanas, mundos complementarios, hemos visto a niños musulmanes cortando cuellos de muñecos y a rubitas niñas cristianas posando con fusiles rosa. Ambas imágenes son paradigmas de que la dicotomía civilización o barbarie es falsa. Creo que cada civilización, siempre que se cimienta sobre los pilares de la injusticia y la aluminosis del fanatismo religioso, lleva a cuestas su barbarie. Y paralelamente, y con toda lógica, mientras mayor es su capacidad tecnológica, mayor es su capacidad de barbarie.
El cuchillo, rustico, limitado, tiene miles de años, lo puede manejar el analfabeto. El caza, la bomba de racimo, el ingenio atómico,  o cualquier otro artilugio de destrucción sofisticado, necesitan al hombre que ha transitado los escalafones educativos, los escalones hacia la plenitud humana.

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