¿Qué tienen en común India, Senegal, Estados Unidos, Colombia, Marruecos, el Estado español y muchos otros países? Que la alimentación es cada vez más parecida, a pesar de las importantes diferencias que aún perviven. Más allá de la McDonalización de nuestras sociedades y el consumo globalizado de Coca-Cola, la ingesta mundial de alimentos depende, progresivamente, de unas pocas variedades de cultivos. El arroz, la soja, el trigo, el maíz se imponen, en detrimento de otras producciones como la del mijo, la yuca, el centeno, la batata, el sorgo o el camote. Si la alimentación depende de unas pocas variedades de cultivos, ¿qué puede suceder ante una mala cosecha o una plaga? ¿Tenemos el plato asegurado?
Avanzamos hacia un mundo con más comida, menos diversidad y mayor inseguridad alimentaria. Alimentos como la soja, que hasta hace poco años eran irrelevantes, se han convertido en indispensables para tres cuartas partes de la humanidad. Otros, ya significativos, como el trigo o el arroz se han extendido a gran escala, siendo consumidos hoy por un 97% y un 91% respectivamente de la población mundial. Se impone, asimismo, una alimentación occidentalizada, “adicta” al consumo de carne, productos lácteos y bebidas con azúcar. Mercados alimentarios con intereses empresariales claros. Así lo explica en detalle, el reciente estudio ‘Aumentando la homogeneidad en las cadenas alimentarias globales y las implicaciones en la seguridad alimentaria‘ que afirma caminamos hacia una “dieta globalizada”.
Un menú que, según los autores de dicho informe, es “una amenaza potencial para la seguridad alimentaria”. ¿Por qué? En primer lugar, porque a pesar de consumir más calorías, proteínas y grasas que hace cincuenta años, nuestra alimentación es menos variada y es más difícil ingerir los micronutrientes necesarios para el organismo. A la vez, afirman los autores, en la actualidad “la preferencia por alimentos densos energéticamente y basados en un número limitado de cultivos agrícolas globales y productos procesados se asocia al aumento de enfermedades no transmisibles como diabetes, problemas de corazón o algunos tipos de cáncer”. Nuestra salud, en juego.
La homogeneización de lo que comemos, en segundo lugar, nos hace más vulnerables a malas cosechas o a plagas, las cuales se prevé aumentarán con la intensificación del cambio climático. Somos dependientes de unos pocos cultivos, en manos de un puñado de empresas, que producen a gran escala, en la otra punta del planeta, en condiciones laborales precarias, a partir de la deforestación de bosques, contaminación de suelos y aguas y uso sistemático de agrotóxicos. ¿Podemos, entonces, elegir libremente?
No se trata de estar en contra de un cambio de hábitos alimentarios, el problema se da cuando estos son impuestos por intereses económicos particulares, al margen de las necesidades de las personas. La “dieta globalizada” es resultado de una “producción-distribución-consumo globalizado”, donde ni campesinos ni consumidores contamos. Creemos decidir qué comemos, pero no es así. Como afirmaba el relator especial de las Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación, Olivier de Schutter, en la presentación del informe ‘El potencial transformador del derecho a la alimentación‘: “La principal deficiencia de la economía alimentaria es la falta de democracia”. Y sin democracia del campo a la mesa, ni elegimos ni comemos bien.
(*) Esther Vivas, activista, periodista y especialista en temas de soberanía alimentaria y comercio justo. Es militante de Revolta Global-Esquerra Anticapitalista y miembro de la redacción de la revista Viento Sur. Forma parte del Centro de Estudios sobre Movimientos Sociales (CEMS) en la Universidad Pompeu Fabra, colabora con el Instituto de Gobierno y Políticas Públicas (IGOP) en la Universidad Autónoma de Barcelona.
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