“La crisis económica es pura propaganda. Las políticas extremas rigen Gran Bretaña, Estados Unidos, gran parte de Europa, Canadá y Australia. ¿Quién defiende a la mayoría? ¿Quién cuenta su historia? ¿No se supone que tienen que ser los periodistas? En 1977, Carl Bernstein, de fama Watergate, reveló que más de 400 periodistas y ejecutivos de los medios trabajaban para la CIA. Incluía ahí a periodistas de The New York Times, Time, y canales de televisión. En 1991, Richard Norton Taylor, del Guardian, reveló algo similar en Gran Bretaña”.
¿Por qué una parte del
periodismo ha sucumbido a la propaganda? ¿Por qué la censura y la
distorsión se han convertido en prácticas habituales? ¿Por qué la BBC se
convierte tan a menudo en el portavoz del poder? ¿Por qué engañan a sus
lectores The New York Times o Washington Post? ¿Por qué no se enseña a
los jóvenes periodistas a comprender las intenciones de los medios y a
objetar a las grandes declaraciones de falsa objetividad? ¿Y por qué no
se les enseña que la esencia de gran parte de eso que se llama prensa de
masas no es información sino poder?
Estas
preguntas son urgentes. Nos enfrentamos a la posibilidad de una nueva
guerra, puede incluso que una guerra nuclear, con Estados Unidos
determinado a aislar y provocar a Rusia y a la larga a China. Estos
hechos están siendo tergiversados por la prensa, incluyendo aquellos que
promovieron las mentiras que llevaron al baño de sangre en Irak en
2003. Vivimos un momento tan peligroso y en el que la percepción pública
está tan distorsionado que la propaganda ya no es, como la llamaba
Edward Bernays, el gobierno invisible. Es el gobierno. Rige de
forma directa sin miedo a la contradicción y nosotros somos su principal
objetivo: nuestro sentido del mundo, nuestra habilidad de separar la
verdad de las mentiras.
La era de la
información es realmente la era de los medios. Nos encontramos en una
guerra de los medios: censura, demonología, retribución y diversión por
parte de los medios, una surrealista suma de dóciles clichés y falsos
supuestos. Esta capacidad de crear una nueva realidad lleva
años gestándose. Hace 45 años, un libro titulado The Greening of America
causó sensación. Su portada traía estas palabras: Viene una revolución.
No será como las revoluciones del pasado. Se originará del
individuo”. En aquel momento era corresponsal en Estados Unidos y
recuerdo cómo el autor, el joven académico de Yale Charles Reich, se
convirtió, de la noche a la mañana, en gurú. Su mensaje era que la
transmisión de la verdad y la acción política habían fracasado y que
solo la cultura y la introspección podían cambiar el mundo. En unos
años, guiado por las fuerzas del beneficio, el culto al yo
había acabado con nuestro sentido de comunidad, justicia social e
internacionalismo. Clase, género y raza quedaron separadas. Lo personal
era lo político y el medio era el mensaje.
Tras el final de la guerra fría, la fabricación de nuevas amenazas completó
la desorientación política de quienes, 20 años antes, habían conformado
una vehemente oposición. En 2003 grabé una entrevista con Charles
Lewis, distinguido periodista de investigación, en Washington. Hablamos
de la entonces reciente invasión de Irak. Le pregunté: “¿Qué hubiera
pasado si la prensa más libre del mundo realmente hubiera cuestionado a
George Bush y Donald Rumsfeld y hubiera investigado sus acusaciones en
lugar de transmitir lo que era en realidad pura propaganda?”. Contestó
que si nosotros, los periodistas, hubiésemos hecho nuestro trabajo, “hay
muchas posibilidades de que no hubiéramos ido a la guerra en Irak”. Es
una afirmación sorprendente, apoyada por otro de los más famosos
periodistas, a quien hice la misma pregunta. Dan Rather, antiguo
presentador de noticias de la CBS, me dio la misma respuesta. David
Rose, del Observer, y algunos veteranos productores de la BBC que han
preferido mantener su anonimato, también dieron la misma respuesta.
En
otras palabras, si la prensa hubiera hecho su trabajo, si hubiera
cuestionado e investigado la propaganda en lugar de amplificarla,
cientos de miles de hombres, mujeres y niños seguirían vivos hoy;
millones no habrían tenido que huir de sus casas; no se habría prendido
la mecha de la guerra sectaria entre chiíes y suníes y puede que el
famoso Estado Islámico ni siquiera existiera. Incluso ahora, a pesar de
los millones que protestaron en las calles, gran parte del público
occidental no tiene la más mínima idea de la magnitud de los crímenes
cometidos por nuestros gobiernos en Irak. Pocos conocen que, en los 12
años de invasión, los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña
pusieron en marcha un holocausto, negando a la población iraquí de
medios de vida.
Son palabras
de un oficial británico responsable de las sanciones a Irak en la
década de los 90, un sitio medieval que causó la muerte de medio millón
de niños menores de 5 años, según datos de Unicef. El nombre de este
oficial es Carne Ross. En el Foreign Office de Londres era conocido como
Señor Irak. Hoy se dedica a destapar cómo los gobiernos engañan y cómo
los periodistas difunden, de forma voluntaria, esas mentiras. “Solíamos
entregar a la prensa información manipulada de apariencia de
inteligencia”, me dijo, “o los excluíamos”. Durante este terrible y
silencioso periodo, el principal informante fue Denis Halliday. Entonces
Subsecretario General de la Naciones Unidas y oficial veterano en Irak,
Halliday dimitió en lugar de tener que implementar políticas que
describía como genocidas. Estima que las sanciones costaron la vida a
más de un millón de iraquíes. Lo que le ocurrió a continuación a
Halliday es educativo. Fue demonizado, vilificado. En el programa
Newsnight de la BBX, el presentador Jeremy Paxman le gritó: “¿Es que no
estás haciendo apología de Saddam Hussein?”, algo que The Guardian ha
calificado recientemente como uno de los “momentos memorables” de
Paxman. La semana pasada, Paxman firmó un contrato de un millón de
libras por un libro.
Los siervos
de la supresión han hecho bien su trabajo. Consideremos los efectos. En
2013, una encuesta de ComRes encontró que la mayor parte del público
británico cree que el número de muertos de la guerra de Irak no superó
los 10.000, una pequeña fracción del número real. Los restos de sangre
que iban desde Irak a Londres se han tapado casi por completo. Se dice
que Rupert Murdoch es el padrino de la mafia de la prensa y no hay que
dudar del poder de sus periódicos, 127 con una circulación total de 40
millones, y su red de canales Fox. Pero la influencia del imperio de
Murdoch no es más grande que su reflejo en la prensa.
La
propaganda más efectiva no se encuentra en el Sun o en Fox News, sino
bajo el halo liberal. Las acusaciones de que Saddam Hussein disponía de
armas de destrucción masiva fueron creídas a pesar de las pruebas falsas
porque no las hacía Fox News, las hacía The New York Times. Lo mismo
es cierto en relación al Washington Post o The Guardian, que también han
jugado un papel crítico a la hora de preparar a sus lectores para una
nueva y peligrosa guerra fría. Los tres medios liberales han
malinterpretado los hechos ocurridos en Ucrania como una agresión rusa
cuando la realidad es que el golpe de Estado liderado por fuerzas
fascistas fue instigado por Estados Unidos y apoyado por Alemania y la
OTAN.
Esta
perversión de la realidad es tan recurrente que ni se diputa la
intimidación y el cerco militar sobre Rusia que Washington trata de
imponer. Ni siquiera es noticia, sino que se tapa bajo una campaña de
difamación y de miedo similar a las que se Y vivieron durante la primera
guerra fría. Y otra vez, el imperio del mal viene a por nosotros,
liderado por otro Stalin, o incluso un nuevo Hitler. Elige a tu demonio
favorito y adelante.
La supresión
de la verdad sobre Ucrania es uno de los más completos apagones
informativos que recuerdo. Se está tapando el mayor aumento de tropas
occidentales en el Cáucaso y Europa del este desde la segunda guerra
mundial. Se encubre la ayuda secreta de Washington a Kiev y sus brigadas
neo-nazis culpables de crímenes contra la población del este de
Ucrania. Se ocultan las pruebas que contradicen la propaganda oficial
que dice que Rusia es responsable del derribo del avión de Malaysian
Airlines. Y otra vez, la prensa supuestamente liberal es la principal
censora. Sin necesidad de citar hechos o pruebas, un periodista
identificó a un líder rebelde como el hombre que derribó el Boeing. Este
hombre, escribió, se hace llamar El Demonio. Era un hombre que dio
miedo al periodista. Esas eran las pruebas.
Muchos en la
prensa occidental han trabajado duro para presentar a la población rusa
de Ucrania como extranjeros en su propio país y han obviado a esos
ucranianos que buscaban una federación dentro de Ucrania y como
ciudadanos ucranianos resistiéndose a un golpe de Estado instigado desde
el extranjero contra su Gobierno electo.
No
importa lo que tenga que decir el presidente ruso, se le ha convertido
en un villano del que se puede abusar con impunidad. Un general
americano que dirige la OTAN en Europa y que parece salido de “Teléfono
rojo, volamos hacia Moscú”, de nombre General Breedlove, afirma
periódicamente sobre las invasiones rusas sin un hilo de evidencia. Su
imitación del General Jack D. Ripper de Stanley Kubrick roza la
perfección. Según Breedlove, hay 40.000 rusos amasados en la frontera. Y
eso es suficiente para The New York Times, The Washington Post o The
Observer, este último conocido por las mentiras y fabricaciones que
acompañaron a Blair en su invasión de Irak, tal y como reveló David
Rose.
Encontramos
casi el entusiasmo de una reunión de clase. Quienes hacen sonar tambores
del Washington Post son los mismos editorialistas que calificaron de
pruebas sólidas las alegaciones de que Saddam Hussein disponía de armas
de destrucción masiva. “Si te preguntas”, escribió Robert Parry, “cómo
el mundo puede ir a parar a la tercera guerra mundial, como ocurrió en
la primera guerra mundial ahora hace 100 años, solo tienes que mirar a
la locura en la que se ha envuelto toda la estructura política y
mediática estadounidense en la crisis de Ucrania, donde la falsa
narrativa de buenos y malos se instauró desde el principio y ha sido
inmune a los hechos y a la razón”.
Parry, el
periodista que destapó el escándalo Irán-Contra, es uno de los pocos que
investigan el papel de los medios en este juego de la gallina, tal y
como lo ha llamado el ministro de Exteriores ruso. ¿Pero es un juego? El
Congreso de Estados Unidos vota ahora la Resolución 758, que, en pocas
palabras, dice: “vamos a prepararnos para la guerra con Rusia”.
En el siglo
XIX, el escritor Alexander Herzen describió el secularismo liberal como
“la religión definitiva, aunque su iglesia no es del otro mundo sino de
este”. Hoy, este divino derecho es más violento y más peligroso que nada
que pueda inventar el mundo islámico, aunque puede que su mayor triunfo
sea la ilusión de información abierta y libre. Las noticias hacen
desaparecer países enteros. Arabia Saudí, fuente del extremismo y el
terrorismo patrocinado por Occidente, no es una historia salvo que haga
bajar el precio del petróleo. Yemen lleva 12 años aguantando ataques con
drones estadounidenses. ¿Alguien lo sabe? ¿A alguien le importa?
En 2009, la
Universidad del Oeste de Inglaterra publicó los resultados de un estudio
de diez años de duración sobre la cobertura de la BBC sobre Venezuela.
De las 304 piezas emitidas, tan solo tres mencionaban algún aspecto
positivo de las políticas introducidas por el Gobierno de Hugo Chávez.
El mayor programa de alfabetización de la historia de la humanidad
apenas recibió una mención de paso. Millones de lectores y espectadores
europeos y estadounidenses desconocen los importantes cambios llevados a
cabo en América Latina, muchos de ellos inspirados por Chávez. Como la
BBC, la información de The New York Times, The Washington Post, The
Guardian o el resto de medios occidentales respetables está escrita a
mala fe. Chávez fue ridiculizado hasta en su lecho de muerte. ¿Cómo se
explica esto en las facultades de periodismo?
¿Por qué hay millones de personas en Gran Bretaña convencidas de que ese castigo colectivo llamado austeridad es necesario?
La crisis
económica de 2008 expuso un sistema podrido. Por un Segundo, los bancos
fueron señalados como bandidos que habían traicionado sus obligaciones
con el público. Pero tras unos meses, salvo por las acusaciones de
sobresueldos excesivos, el mensaje cambió. Las fotografías de banqueros
culpables desaparecieron para dar paso a la austeridad, que se ha
convertido en una carga para millones de ciudadanos.
Hoy, muchos
de las instituciones de la vida civilizada británica están siendo
desmanteladas para pagar una deuda fraudulenta. El valor de los recortes
es de más de 83 millones de libras, una cantidad similar a los
impuestos que los mismos bancos y grandes corporaciones como Amazon o el
imperio Murdoch han evitado pagar. Y además los bancos reciben
subsidios anuales con valor de 100.000 mullones de libras, una cantidad
que podrían financiar todo el sistema de salud pública.
La
crisis económica es pura propaganda. Las políticas extremas rigen Gran
Bretaña, Estados Unidos, gran parte de Europa, Canadá y Australia.
¿Quién defiende a la mayoría? ¿Quién cuenta su historia? ¿No se supone
que tienen que ser los periodistas? En 1977, Carl Bernstein, de fama
Watergate, reveló que más de 400 periodistas y ejecutivos de los medios
trabajaban para la CIA. Incluía ahí a periodistas de The New York Times,
Time, y canales de televisión. En 1991, Richard Norton Taylor, del
Guardian, reveló algo similar en Gran Bretaña.
Nada de esto
es necesario hoy. Dudo que nadie pague al Washington Post u otros
medios para acusar a Edward Snowden de apoyar al terrorismo. Dudo que
nadie pague a quienes de forma rutinaria difaman a Julian Assange,
aunque esto tiene otras recompensas. Me parece evidente que Assange ha
atraído tal veneno y celos por la forma en la que WikiLeaks ha desvelado
la y avergonzado la fachada de la prensa. No solo se ha convertido en
un objetivo sino en la gallina de los huevos de oro. Tras lucrativos
contratos para libros o películas, muchos han ganado dinero mientras que
WikiLeaks lucha por sobrevivir. Nada de esto fue mencionado el 1 de
diciembre en Estocolmo cuando el editor del Guardian Alan Rusbridger
compartió con Edward Snowden el Right Livelihood Award, conocido como el
Nobel alternativo. Lo sorprendente es que tampoco Assange of WikiLeaks
fueran mencionados. Nadie dio la cara por los informantes que han dado a
The Guardian una de las mayores exclusivas de la historia. Fue el
equipo de Assange y WikiLeaks el que rescató a Snowden en Hong Kong. Ni
una palabra. Lo que hace esta censura por omisión tan irónica y
vergonzosa es que la ceremonia se celebraba en el parlamento de Suecia,
cuyo silencio ha causado un grotesco uso de la justicia en Estocolmo.
“Cuando
la verdad se sustituye con el silencio”, dijo el disidente soviético
Yevtushenko, “el silencio es una mentira”. Este es el tipo de silencio
que los periodistas tienen que romper. Necesitamos mirarnos en el espejo
y denunciar los servicios de la prensa al poder y la psicosis que nos
lleva hacia la amenaza de una guerra.
En el siglo
XVII, Edmund Burke describió el papel de la prensa como el cuarto
estado, que controla a los poderosos. ¿Fue cierto alguna vez? Desde
luego, ya no lo parece. Necesitamos un quinto estado: un periodismo que
monitorice y que contraponga la propaganda y que enseñe a los jóvenes a
ser agentes del pueblo, no del poder. Necesitamos
algo similar a lo que los rusos llamaron perestroika: una insurrección
del conocimiento hasta ahora dominado. Podemos llamarlo periodismo de
verdad.
Han
pasado 100 años desde el inicio de la Primera Guerra Mundial. En aquel
momento se condecoró a los reporteros por su silencio y su complicidad.
En el punto álgido de la masacre, el primer ministro británico David
Lloyd George confesó al editor del Manchester Guardian: “Si la gente
realmente supiera la verdad, la guerra acabaría mañana, pero por
supuesto no saben y no pueden saber”.
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