Sánchez Casas dejó escritos dos libros (Noveno círculo y La Maraña), la dirección del grupo de teatro La Tralla, veinte obras de teatro, dos mil dibujos, ciento cincuenta cuadros y una multitud de montajes para radio y grupos de teatro.
Capítulo IVLa calleja era poco transitada. Se trataba más bien de un pasillo que comunicaba la Plaza de amplios soportales con una de las calles que confluían en la Gran Avenida. Allí, en medio de la callecita, a la derecha según salías de la Plaza, se encontraba un café fundado en 1.820, según rezaba al lado del nombre: Café La Negrita. No era muy grande, y tenía amplios ventanales desde los que se dominaba todo el pasillo. Mesas cuadradas con patas y armazón de madera y planchas de mármol. Las sillas, de respaldo recto, tenían el asiento forrado de cuero, ya viejo y desbastado. Había frente a la entrada, hacia la derecha, un pequeño mostrador; más bien para dejar la bandeja los camareros que para servicio de los clientes. El viejo café se mantenía siempre en la semipenumbra, alumbrado por amarillentas bombillas embutidas en los primitivos reverberos de gas. Tan sólo a las once de la mañana, y si era verano, una cuña de sol bañaba la fachada. Era refugio de algunos periodistas de la cercana redacción de La Voz; unos pocos jubilados que añoraban los fastuosos días pasados del café -aunque en realidad lo que echaban de menos era su esfumada juventud-; un limpiabotas que malvivía echando mano de otro comercio menos brillante, ya que con tanto invento nuevo casi nadie acudía a solicitar sus servicios, y una señorita pasados con creces los treinta años, que se ganaba la vida como podía, pero digna y discreta con la clientela. Estos eran los habituales, amén de unos pocos oficinistas, jovencitos esporádicos a los que encantaba el caduco café, y dos municipales que dirigían el tráfico de la Gran Avenida.
Malpica, de la redacción de La Voz y el jubilado Carreño, tomaban su café de las once sentados junto a uno de los ventanales.
-Y qué haces ahora, -preguntó Carreño.
-No empieces con la guasa, -contestó el joven- ya sabes a lo que me han relegado. Pero, mira, más tranquilo estoy. Además, con una reseña o dos, tengo para la programación de películas de todas las cadenas durante un mes. Les cambio el título y los actores y ¡hala! a imprimir. No sé quiénes se tragan semejante bazofia.
-Pues los solitarios y aburridos de este país, que somos la mayoría, -contestaba el viejo.
Los dos miraron al tipo que pasó frente al ventanal y entró en el café. Se dirigió a Gustavo, el camarero, y le preguntó por los servicios.
-Al fondo a la derecha, -le indico-. Éste no se va tomar ni un café; va a meargratis el roñoso, -se dijo Gustavo.
Malpica sorbió el fondo de su café, se levantó;
-Hasta luego, vuelvo a la ergástula, -se despidió del viejo.
-No te canses, -y Carreño desdobló el periódico que tenía al lado y buscó las notas necrológicas, el morboso placer de ver cómo los conocidos se iban mientras él aún aguantaba.
Nadie se fijó en el hombre de gris cuando éste salió del retrete. Si lo hubieran hecho se abrían llevado una sorpresa, ya que aparentemente fue otra persona la que abandonó los servicios. Ahora vestía pantalón vaquero con camisa y llevaba una bolsa de nylon, de esas que se doblan y terminan embutidas en una carterita de bolsillo que llevan adosadas. La bolsa iba llena, y de la anterior indumentaria tan sólo conservaba, los zapatones de gruesas suelas. El individuo debía conocer el café, pues en lugar de dirigirse de nuevo a la puerta de entrada, descorrió el cerrojo de una puertecilla trasera y salió a un callejón por el que desapareció a paso ligero.
Capítulo V
Antes de llegar a la Gran Avenida supo Malpica que algo grave había ocurrido. Frenazos, ulular de coches de policía y una ambulancia que pasó a toda pastilla frente a la calle por la que bajaba, le hizo pensar en un atentado o algo por el estilo. Corrió hasta desembocar casi junto a la entrada del Metro. La multitud se agolpaba formando una especie de arco que la policía se esforzaba en agrandar mientras colocaban una cinta de “NO PASAR POLICÍA” en torno al cadáver que ya había sido cubierto por una manta. Se acercó a la barrera y preguntó al agente:
-¿Quién es?
-No puedo decirle nada, venga vamos, retrocedan que aquí no hay nada que ver.
-Oiga, soy periodista.
-Pues peor aún -dijo el policía, y le empujó para que se echara hacia atrás.
Al retroceder pisó a alguien, se volvió topándose con Fotofija, ¡Dios, siempre estaba en el sitio justo!:
-¿Sabes de quién se trata?
-Bermúdez Dalró -dijo Fotofija- consejero del Banesto y que posee una fortuna que nadie ha sido capaz de evaluar, se le supone en la trama financiera que promovió el fracasado golpe militar.
Malpica, con coña, simuló quitarse un imaginario sombrero:
-Joder, Fotofija, eres un archivo con patas.
Pero el fotógrafo ya no le escuchaba, estaba concentrado tirando foto tras foto, intentando descubrir y plasmar alguna zona truculenta del roto cadáver, husmeando con el objetivo bajo la manta que lo cubría. Aquello podía representarle un buen montón de billetes si era el primero que llegaba con el material a la redacción.
La policía terminó por agrandar el círculo de curiosos hasta una distancia de veinte metros. Alberto seguía allí buscando al hombre de gris, se había convertido para él en un reto el volver a recuperarlo. Decidió caminar hacia la tasca donde lo había encontrado, pero allí no estaba. Se puso a recorrer las callejas de los alrededores, pasó por un rancio café y un viejo tras la ventana se le quedó mirando con la tacita temblequeante a medio camino de la boca. Dobló la esquina y rodeó la manzana. Al pasar frente a un callejón algo llamó su atención, se volvió, era un libro. Una edición barata, de esas que se van deshojando a medida que lo vas leyendo y cuando lo terminas te has quedado sin libro. Una Pistola En Alquiler, se titulaba, y el autor era Graham Green. Lo ojeó. Estaba algo desencuadernado, pero se notaba que la persona que lo había leído, lo había hecho con sumo cuidado. En una de las primeras páginas, sin texto, alguien había escrito a lápiz lo siguiente:
Con hipocresía la sociedad nos repudia, pero secretamente requiere nuestros servicios. Somos tan necesarios como los barrenderos que a diario retiran la basura y dejan limpia la ciudad.
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