Publicado en eldiario.es
La tradición teórica
republicana es amplia, compleja y variada. A lo largo de los más de dos
milenios que llevan desde la formulación aristotélica de la constitución
mixta a la actualidad, han sido numerosos los acontecimientos y autores
que la han enriquecido.
La mezcla de las “buenas” formas puras de gobierno –monarquía, aristocracia y el buen gobierno de muchos, la politeia–
por ese gran crítico de la democracia que fue Aristóteles, también
suponía un importante freno a la tiranía. La plasmación práctica de todo
ello en Roma ofrece ese primer molde republicano en el que se fijarán
los tiempos venideros. Consulado, Senado y asambleas populares, sin
olvidarnos de los tribunos de la plebe, darán cuenta de un régimen
nacido para equilibrar y lidiar con los conflictos entre las diversas
clases sociales.
Ya entonces los pensadores
romanos escribirían contra sus viejos reyes así como contra el
principado que se les vino encima. Sus argumentos serían releídos por
las amplias oligarquías que regían las ciudades italianas de la Baja
Edad Media, anhelantes de independencia frente al Papa y el Emperador. E
influirían de manera notable en las tres grandes revoluciones modernas.
También lo habían hecho previamente en Castilla, donde ofrecieron
cierto sustento teórico a la guerra de las Comunidades que entre 1519 y
1521 se libraría contra Carlos V.
A lo largo de estos siglos,
llegando prácticamente hasta nuestra II República, se pueden encontrar
numerosos argumentos contra la Monarquía que hoy nos pueden ser de
utilidad. Pensemos que estamos ante un debate, no ya decimonónico, sino
medieval. Entre todos estos argumentos inscritos en un pasado vivo y en
discusión, hoy quiero recuperar los formulados durante la revolución
inglesa del siglo XVII por John Milton.
El 30 de enero de 1649 Carlos I había sido ejecutado. Quince días después Milton publicaba El título de reyes y magistrados donde defendía aquel primer regicidio moderno. Como ha mostrado Quentin Skinner, entre sus argumentos resuena la formulación de libertad republicana
de las ciudades italianas, y más allá los cimientos romanos de
Salustio, Tácito, Cicerón o Tito Livio sobre la relación entre monarquía
y esclavitud.
Básicamente, desde 1610 en
Inglaterra se estaba haciendo fuerte una corriente de opinión, derivada
de lo anterior, que mantenía que no era necesario que el monarca
ejerciera una tiranía efectiva sobre el pueblo para estar esclavizados.
Esto es lo que retoma Milton: “nuestras vidas y propiedades dependerán
simplemente de la tenencia de su gracia y misericordia, como si se
tratara de un Dios, no de un magistrado mortal”.
Si ahora leemos a Cicerón,
como propone Skinner, hallamos la equivalencia: “lo más horrible [de la
esclavitud] es que, incluso si por casualidad el amo no es opresivo,
puede serlo si así lo decide”.
No solo eso. El mecanismo de
la herencia cosifica a los súbditos. Nos lleva al estado de propiedades
que cambian de manos en virtud a una sucesión sanguínea en la que, como
objetos inertes, no tenemos ni voz ni voto sobre el cambio de dueño. Una
vez más, escribe Milton, nos convertimos por ello en “esclavos del
rey”.
Otro argumento que entronca
con nuestras preocupaciones actuales se centra en la inmunidad del
monarca. ¿Qué es eso de que el rey solo responde ante Dios? ¿No da esto
la vuelta a todo principio sobre la ley y el gobierno? Aquí Milton
vuelve sobre Aristóteles para decir, a partir de él (Política,
1295a), que “una monarquía que no ha de rendir cuentas es la peor clase
de tiranía y la que menos han de soportar los hombres que han nacido
libres”.
Quizá de los argumentos más
interesantes que entonces se manejaron está el de la corrupción. Según
este, un pueblo que se somete ante un monarca inmune, cuyo poder está
presente cual espada de Damocles sobre las voluntades de sus súbditos,
pendientes de su gracia, renuncia a la vida agotadora y arriesgada que
supone la búsqueda de la libertad. La grandeza no es posible para un
pueblo donde medran los aduladores y la crítica se ve coartada o
directamente censurada. No son posibles las grandes hazañas cívicas en
un pueblo de esclavos.
Milton era el autor de una de las obras pioneras en la defensa moderna de la libertad de impresión, Areopagítica
(1644). En la Inglaterra de entonces los libros debían pasar por una
censura previa. Milton la había sufrido en uno de los folletos donde
defendía el divorcio, lo que motivó esta otra obra. En sus páginas
clamará contra la tutorización del pueblo, pues nadie debe decirnos qué
leer y qué no.
Defiende así Milton que el
avance del conocimiento y el contraste ideológico precisa, como ha
resaltado Joan Curbet, de una ampliación del espacio público de
discusión. Aquí, desde el furibundo antipapismo miltoniano, no estarían
incluidos los católicos a cuya Inquisición, por otra parte, hará
responsable de la censura moderna. Escribe el inglés: “su último invento
[por el catolicismo] ha sido que ningún libro, panfleto o papel pueda
imprimirse (…) a menos que sea aprobado y obtenga su licencia a manos de
dos o tres frailes glotones”.
La sumisión al monarca, la
expansión del servilismo, la censura, el conformismo, ahogarán el
ingenio y la libertad de los espíritus más inquietos. El pueblo caerá
poco a poco en la corrupción, que se extenderá como un veneno letal por
las instituciones.
Volviendo al comienzo de El título de reyes y magistrados,
allí podemos leer que Milton es consciente de que el origen de todo
ello tiene más hondura: “siendo [los súbditos] esclavos de puertas
adentro, no es de extrañar que se esfuercen tanto en que el Estado
público sea gobernado según la viciosa ley interna por la que se rigen a
sí mismos”.
Es decir, una vez más, la tarea democrática comienza en uno mismo.
Resulta sorprendente la de
relaciones que podemos establecer entre lo que este republicano puritano
del siglo XVII escribía contra la Monarquía y lo que a 2014 estamos
viviendo en España. Son muy directas. Es por ello que resulta inevitable
pensar en el PSOE cuando Milton carga las tintas contra los
presbiterianos. Estos eran antiguos aliados de la guerra civil contra
los realistas anglicanos pero que, cuando hay que votar la ejecución del
Rey, se echan para atrás.
Escribe Milton: “Tras
embaucar y engañar al mundo, tras tomar las armas contra su rey, tras
despojarle, desacralizarle y, lo que es más, maldecirle por completo en
sus púlpitos y panfletos (…) no solo se revuelven contra los principios
que únicamente al comienzo les movían, sino que dejan la mancha de la
deslealtad (…) Pero no se dan cuenta, mientras tanto, de que aquel al
que jactanciosamente ofrecen su nueva fidelidad los considera
secundarios”.
John Milton pondrá así en
primer plano el derecho del pueblo a “elegir, incluso a cambiar su
propio gobierno”. Esta libertad republicana frente a la dominación que
trae la Monarquía convive con aquella otra libertad más clásica,
positiva, de un pueblo libre de decidir su propio destino. En otras
obras Milton seguirá afilando sus críticas, a la vez que reaparece otro
viejo principio republicano: nadie está por encima de la ley. Aquí
resonará con fuerza no solo Cicerón, sino también lo dicho por un
parlamentario inglés, sir Dudley Digges, en 1628: “El rey que no se ata a
las leyes es un rey de esclavos”.
Comparemos ahora todo esto con nuestro proceso sucesorio. Releamos los artículos de la Constitución de 1978
que –de forma hereditaria y vitalicia– consagran directamente a Felipe
VI como “la más alta representación del Estado español en las relaciones
internacionales”, le ofrecen “el mando supremo de las fuerzas armadas” y
le definen como “inviolable”, “no sujeto a responsabilidad”. Según el
texto constitucional será además el encargado de “moderar y arbitrar” el
funcionamiento de las instituciones, en una fórmula peligrosamente
ambigua.
Eso sí, dejemos claro para no
dar alas a ninguna aventura, que para asuntos políticos clave –como
convocar elecciones, expedir decretos o promulgar las leyes– el refrendo
necesario de la presidencia del Gobierno, y de los ministros
correspondientes, limita claramente el poder efectivo del rey. Algo más
controvertida –como mostraba hace tiempo Ignacio Torres y admitía Carmen Fernández-Miranda– resulta la cuestión de nombrar candidato a presidente/a del gobierno, donde aparece cierto “margen de discrecionalidad”.
Otra tarea que nos conecta
con Milton es la de repasar las censuras directas o indirectas
impulsadas por la Monarquía, las adulaciones de los medios
convencionales, así como la protección excesiva que ofrece el Código
Penal a la Corona.
Terminaré con unas palabras recogidas por Skinner del poema Sansón agonista (1671),
del propio Milton: “… cuanto más arraiga en las naciones la corrupción,
/ Y por sus vicios caen en la servidumbre, / Tanto más prefieren la
esclavitud a la libertad, / Una cómoda esclavitud a la libertad
esforzada”.
Quizá en las municipales de 2015, como en 1931, podamos desmentirlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario