Bajo la piel del activista (I): Las tres lealtades
Bajo la piel del activista (II): Sin ilusión no hay compromiso
Bajo la piel del activista (III): «Yo no soy activista»
Bajo la piel del activista (II): Sin ilusión no hay compromiso
A quien tenga experiencia como activista
social y se haya asomado a esta segunda entrega después de leerse la
primera le agradezco su paciencia. Porque hay que tener paciencia para
leer sobre ideas que, como ya avisábamos, resultan incómodas a quien
lleva tiempo manejándose entre ellas. Una pregunta puede llegar a
abrirse paso a través de la maleza de la conciencia: ¿de verdad tiene
sentido ser fiel, ser leal, ser comprometido? La respuesta inmediata
siempre es que sí, faltaría más… Pero en parte tenemos miedo a
considerar la posibilidad de una respuesta negativa. Una pregunta así
necesita una respuesta sin ambigüedades, o la ausencia de la misma
pondrá al activista en riesgo de descuidar aquello que mantiene sus
lazos de fidelidad. ¿De qué se nutre, pues, esa la lealtad?
Sea cual sea, esa fuente tiene que ser poderosa, ya que el activista
acomete esfuerzos grandes, y con frecuencia asume riesgos incómodos. Y
aun así, en efecto, se mantiene en la brecha, en esa relación recíproca
de lealtad, de reciprocidad.
Una respuesta
inmediata podemos aventurarla desde esa misma idea de reciprocidad: yo
sigo adelante porque «hago lo que tengo que hacer» (causa), porque «las
actividades y campañas tienen que salir» (organización) y porque «no
puedo defraudar a mis compañeros» (célula). Y en la medida en que mis
compañeros piensen y hagan lo mismo, todo seguirá adelante.
El mecanismo anterior es reforzado en
ocasiones (y no solo en colectivos juveniles) por otro que es capaz de
crear fuertes sentimientos de pertenencia. Se trata del culto a la
identidad colectiva, que consiste en la búsqueda y defensa de aquello
que define a los miembros de una organización (y que, por tanto, los
distingue del resto de la sociedad). En ocasiones, las organizaciones
(también las «unicelulares») pueden llegar a emplear muchos esfuerzos en
crear la imagen de un militante o activista ideal (a veces
involuntariamente, por la referencia de los líderes informales). Inducen
a sus miembros pautas complejas de pensar, obrar y sentir que pronto
desbordan el ámbito original de la organización y sus fines.
Mantener un nivel alto de compromiso y
esfuerzo por la mera costumbre (incluso aunque esté guiada desde bien
lejos por una ética de «hacer lo que se tiene que hacer») es una quimera
que nos vacía por dentro mientras sentimos que nuestra vida deja de
pertenecernos. Hasta que, por fin, abandonamos desengañados y huérfanos.
Como se intentará justificar más adelante, el culto a la identidad colectiva,
lejos de reforzar el compromiso a largo plazo, puede llegar a destruir a
la persona que es el activista. Por suerte, solo se da en ocasiones.
Lo
que sí se da siempre es la reciprocidad entre el activista y su
entorno, pero en ausencia de una motivación sólida, esa mera
reciprocidad no resulta ni de lejos suficiente para mantener un esfuerzo
que a veces es enorme. No tarda mucho en debilitarse hasta desaparecer:
los objetivos no se cumplen, las relaciones personales se enrarecen y
el espacio de activismo se hace más angustioso o más laxo, según las
estrategias individuales y colectivas ante una situación así. La reciprocidad
es como un volante de inercia que puede contribuir a asegurar el ritmo
de organizaciones y activistas, pero, al igual que toda inercia, en
ausencia de un motor en funcionamiento termina por pararse y paralizar
el mecanismo. ¿Cuál es ese motor?
La razón de fondo que hace que un
militante se mantenga en la brecha del activismo (interactuar con la
sociedad para transformarla) no es otra que la de saber que lo que hace
tiene sentido, resultados, y al mismo tiempo la de sentirse gratificado
por lo que hace. En esto consiste precisamente la ilusión: es la
esperanza de conseguir cosas mediante lo que se está haciendo, y es a la
vez la complacencia por lo que se está haciendo. Es un punto de
encuentro, de acuerdo, entre el cerebro, que te dice que aquello que
haces sirve, es útil para tus propósitos, y el corazón, que te dice que
lo que haces es bello y gratificante. Y además, ello se debe también en
buena medida al hecho de ser acciones colectivas, compartidas con otras
personas.
La ilusión es la fuerza que se manifiesta
cuando volvemos más contentos y animados de una manifestación que antes
de ir a ella. Es la guía que lleva a proponer acciones viables, útiles
pero reconfortantes. Lo que a menudo implica que sean originales y
audaces. Es un fuego que crece cuando nos sentimos colectivamente más
capaces que antes.
En alguna ocasión he escuchado a algún
veterano activista comentar en público que, después de tantos años,
sigue trabajando con la misma ilusión que al principio. Mi experiencia, y
la de todos los activistas que se han sincerado conmigo, es bien
distinta. La ilusión va y viene. Depende de condicionantes políticos y
personales. Y nunca es la misma. A veces hay más y a veces menos, o
incluso ninguna. A veces hay una ilusión y a veces hay otra. La ilusión
parece un misterio por explicar a ojos de quienes la buscan o tratan de
mantenerla en el contexto de los movimientos sociales.
Aquellas personas que se mantienen más de
cinco años como activistas parecen haber aprendido a medir fuerzas y
calcular ánimos, tanto en ellos como en su entorno, como una práctica
habitual en el momento de plantearse una nueva campaña. A la hora de
fijar objetivos, buscan hacer cosas útiles y gratificantes, además de
justas. En definitiva, acciones ilusionantes. Porque, a la postre, el motor principal del activista no es otro que la ilusión, y cuando esta desaparece, esa fidelidad, esa lealtad, no tarda mucho tiempo en debilitarse hasta desvanecerse.
Perdiendo el pie: cuando los vínculos se rompen
Así pues, un activista mantiene su
capacidad para actuar colectivamente sobre la realidad gracias a un
sistema de vínculos a tres niveles alimentado por un frágil y poco
predecible caudal de ilusión. El activismo se muestra así como una
brecha estrecha en la que no parece sencillo permanecer por mucho
tiempo. De hecho, no es de extrañar que una persona que conoce el
activismo lo deje y, pasado un tiempo, tal vez vuelva a él, en el
sentido en el que hemos señalado aquí. Y es que esos tres vínculos son a
veces muy complicados de mantener al mismo tiempo. Aunque muy pocas
veces he visto que una persona que ha sido activista llegue a perder
completamente los tres vínculos.
En ocasiones, nuestra vida personal
atraviesa por fases que hacen verdaderamente difícil seguir con el
activismo. Las circunstancias individuales son poderosas y nunca deben
ignorarse, pero también existen circunstancias colectivas,
me atrevo a decir que más poderosas, que pueden quebrar los vínculos de
fidelidad del activista. Estas circunstancias son las que pueden romper
la ilusión del activista, que es la que, en último término, alimenta su
lealtad. Porque, de hecho, allí donde la ilusión es fuerte,
circunstancias como la enfermedad, un empleo absorbente, la maternidad o
paternidad o incluso la emigración podrán debilitar los vínculos del
activista, pero no llegan a romperlos.
Retomemos nuestro esquema de las tres lealtades del activista. ¿Cómo puede ser que un activista rompa el vínculo con su causa,
precisamente con aquello que le proporciona una visión del mundo que le
permite interpretarlo? Una causa puede cambiar, puede dejar de tener
sentido, puede perder tamaño con respecto a otras en el atlas de
nuestras inquietudes, pero aún así es difícil que este vínculo se rompa.
El caso más drástico, el de ruptura total, sería el del «converso», una
persona que cambia radicalmente su interpretación de la realidad y deja
de encontrar sentido a la causa que defendía, e incluso todas las
demás. El mundo se parece lo suficiente a lo que él desea como para no
tener que preocuparse por actuar para mejorarlo. Nuestro activista se ha
convertido en un conformista. Pero esto ocurre en muy pocas ocasiones,
por más que sean ejemplos sonados.
El vínculo del activista con la causa es
difícil de romper, pero es el más fácil de debilitar. Ocurre con
frecuencia que el activista se despista con respecto a la causa, que
esta deja de ser una guía cercana para sus acciones. El origen de ello
es confundir la causa, la visión del mundo que se defiende, con la
colección de objetivos que va marcando la organización.
La libertad de expresión, la defensa del
medio ambiente, el derecho a la vivienda, la liberación de espacios o el
anhelo de una sociedad asentada en principios radicalmente nuevos, todo
ello son causas. Pero derogar una ley mordaza, paralizar una
construcción o un desahucio concreto, ganar unas elecciones o mantener
un espacio liberado concreto no son causas. La revolución misma no es
una causa. Todo esto son objetivos estratégicos o tácticos, que sirven a
la defensa de causas evidentes. Buscan cambiar el mundo, pero no son
visiones del mundo en sí mismas. Su atractivo puede ser capaz de hacer
que la lealtad del activista con respecto a la causa se traslade hacia
los objetivos. De pronto ya no se debe a un ideal abstracto de justicia
sino a una victoria electoral, al sostenimiento de un espacio concreto
liberado, a la revolución. Y pueden llegar a ser tan absorbentes que por
cumplirlos a menudo deja olvidada en el camino la visión del mundo que
persigue.
La táctica y la estrategia ahogan los
principios, y la relación del activista con el mundo se debilita o se
enrarece, ya no parece tan directa, sincera ni emotiva. Es realmente
raro que un activista reniegue de su causa, pero es mucho más frecuente
que la pierda de vista. A corto plazo, el efecto es parecido: el
activista pierde el norte en su metabolismo con la sociedad que pretende
cambiar, lo que afecta a su capacidad de juicio político, a su forma de
entender el trabajo sobre el terreno y, si se descuida, a su
motivación.
¿Qué puede hacer que un activista pierda el vínculo con la organización?
¿Qué puede hacer que se desencante con ella? Se nos pueden ocurrir
muchos motivos particulares, y muchas experiencias concretas vienen a
nuestra memoria para responder a esta pregunta: causas que se
desatienden en un camino de objetivos que se aleja progresivamente de
ellas; priorización constante de lo práctico sobre lo justo; liderazgos
informales y roles que se cuelan en los entresijos de una organización
de vocación horizontal creando una estructura vertical; inercias
patriarcales y micromachismos que persisten bajo un escrupuloso lenguaje
inclusivo; vaciamiento de los cauces oficiales y consensuados de
decisión en favor de camarillas o costumbres no debatidas abiertamente;
confusión de los objetivos de la organización con los de sus dirigentes…
«¿Pero qué dirigentes? ¿No éramos una organización horizontal y
democrática desde sus raíces?»
En todos estos casos hablamos de dinámicas internas que atentan contra los fines de la organización,
y que hacen que el militante se sienta traicionado. De repente,
descubre que las decisiones en su organización no se toman
democráticamente, que se produce discriminación de personas, colectivos,
proyectos y objetivos. La organización se convierte en un espacio cada
vez más angosto para que el activista trabaje por la causa que lo
motiva.
Es cierto que las organizaciones
evolucionan dejando atrás a miembros que discrepan de las nuevas líneas,
y que a veces la organización plantea objetivos inalcanzables que
acaban por desmotivar al activista. Pero la mayoría de historias de
abandono de activistas que conozco comienza en las contradicciones que
se abren entre el funcionamiento de la organización y los principios o
causas a los que ella se debe.
Además, es bastante más probable que una
organización opaca, autoritaria y esquiva en la relación con sus causas
plantee objetivos inalcanzables o líneas que dejan fuera a una parte
sustancial de sus integrantes. El resultado que todo ello, que también
se da tanto en grandes estructuras como en organizaciones
«unicelulares», causa en el fuero interno del activista es un
sentimiento de desilusión o incluso desengaño, una desmotivación
creciente hacia las actividades que se plantean desde una organización
con respecto a la cual sus sentimientos de pertenencia se han debilitado
enormemente. Llega un punto en el que el activista ve vulnerados
principios muy queridos por él, y se siente obligado a elegir entre
organización y causa. Elige abandonar la organización para no perder de
vista sus principios, su visión del mundo, su causa.
A veces son células enteras las que
abandonan una organización más grande por estas causas, y en no pocas
ocasiones el activista debe tomar su decisión en soledad, abandonando
también el que fue su grupo de afinidad dentro de la organización. Pero
en la mayoría de casos que conozco el activista se desencanta con la célula
por razones personales que, por cierto, tienen un fuerte trasfondo
político. La célula es un grupo de trabajo de activistas que entablan
fuertes lazos personales: amistad, amor y sus contrarios. Surgen
conflictos personales y la necesidad de resolverlos para seguir siendo
célula. Si no se gestionan suelen provocar el aislamiento progresivo de
la parte más débil en el conflicto, hasta que abandona la célula.
Estos problemas los he presenciado con
más fuerza en las organizaciones juveniles, donde los activistas tienen
poca experiencia en las relaciones personales, una identidad personal
más débil y un lastre de educación emocional recibida de cuyo peso
todavía no son conscientes. Suelen asumir que no desean vivir como sus
padres, pero repiten viejas pautas de conducta dañinas para ellos y sus
compañeros. Viven la amistad desde la exigencia de reciprocidad y
uniformidad, y viven el amor desde la posesividad y la territorialidad.
Tienden a valorar a sus compañeros no por ser como son, sino por la
distancia que los separa del amigo ideal o de la pareja ideal. Esos
patrones ideales están proporcionados directamente por la gran industria
cultural, y huelga decir que un compañero de célula que no es amigo o
pareja según estos cánones tiene muchas papeletas para convertirse en un
compañero «de segunda», invisibilizado y ninguneado en el grupo.
A
medida que los activistas van ganando en experiencia vital, suelen
identificar estos mecanismos perversos, y desarrollan conductas contra
ellos. En ocasiones estos temas se trabajan conscientemente en las
organizaciones, y esto ayuda a gestionarlos mejor, desde nuevos puntos
de vista, y prevenir la clase de conflictos que debilitan el vínculo de
los activistas con su célula.
Pero si el activista no se replantea sus
formas de pensar, obrar y sentir en su relación con sus iguales tenderá a
reproducir las formas de la sociedad que pretende cambiar. Con esos
mimbres no se puede crear una sociedad nueva, y en respuesta a su propia
conducta el activista puede verse atrapado en pensamientos y
sentimientos como reproches, envidias, celos y rencores que lo
desmotivan y desmovilizan. Hasta que abandona la célula con una herida
traumática de la que es fácil obtener enseñanzas equivocadas.
Se ha tratado de abrir reflexión y debate
sobre cómo puede un activista perder cada uno de los tres vínculos de
fidelidad de que venimos hablando. Esta pérdida puede ser temporal,
momentánea. En ocasiones un activista puede cambiar de célula dentro de
la misma organización sin perder de vista su causa, puede cambiar de
organización (incluso con toda su célula) o puede cambiar la causa a la
que se debe. En todo caso, los vínculos de fidelidad del activista son
complejos, y cuando modifica uno de los tres los demás se ven afectados.
Y de todos modos, la figura del activista
social se ha definido de una forma bastante restrictiva; de hecho, esta
brecha del activismo tiene una relación estrecha y abierta con otros
espacios, con otras figuras que vendrían a completar el panorama de
personas que, por ejemplo, asisten a menudo a manifestaciones. La última
parte de este artículo tratará sobre ellas, entre otras cosas. Valga un
adelanto gráfico: se ruega respetar las comillas hasta entonces.
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