Este artículo es la primera entrega de un texto más extenso, que se ha dividido en tres partes:
- Bajo la piel del activista (I): Las tres lealtades
- Bajo la piel del activista (II): Sin ilusión no hay compromiso
- Bajo la piel del activista (III): «Yo no soy activista»
Bajo la piel del activista (I): Las tres lealtades
No hace mucho, mientras colaboraba con
varios compañeros en la apresurada preparación de algo de material
gráfico para difundir las Marchas de la Dignidad del 22M me vi buceando
en mis archivos en busca de referentes para octavillas y carteles. Lo
más antiguo que encontré era del año 2000. ¡De hace ya catorce años! Así
que hace catorce años que me inicié en el camino de la militancia
activa. Ya llevaba algunos años moviéndome, fundamentalmente en el
ámbito del asociacionismo universitario. Pero aquella debió de ser la
primera vez que realmente asumí el compromiso de realizar y difundir
unos carteles y octavillas para que un acto pudiera salir adelante. Ahí
crucé la frontera entre el simpatizante y activista. Y no han sido
catorce años cualesquiera: al principio del recorrido, Aznar estrenaba
mayoría absoluta, y los pocos que no nos creíamos aquello de que España
iba bien intentábamos organizarnos sin sentirnos cómodos en las
instituciones que nos ofrecía el «posfranquismo» (como lo llamaba la
prensa extranjera). El gran episodio más reciente de este recorrido ha
sido la cooperación en unas marchas que resultaron ser masivas,
organizadas al margen de la arquitectura institucional oficial cuya
decrepitud denunciaban a cada paso.
Es cierto
que solo catorce años de activismo no le dan a uno precisamente para
escribir unas memorias, pero han sido unos años cruciales, en los que
todo en materia de militancia o activismo ha sido llamado a refundarse:
búsqueda, ensayo, error y aprendizaje de nuevas ideas y nuevas
organizaciones que buscaban sumar fuerzas y explorar otros puntos de
vista para afrontar los problemas de siempre y alguno que se ha añadido a
la lista o ha escalado puestos en ella.
El texto que sigue es algo extenso (se
divide en tres entregas), y no se ajusta al formato de los artículos
académicos. Lo que sigue es un hilo de reflexiones políticas desde mi
perspectiva personal, basada en lo que he vivido y me han contado de
primera mano, en lo que he hecho y en lo que he visto hacer (no cito
referencias bibliográficas). El objetivo no es tanto explicar lo que
sucede como contribuir con sincera humildad a un debate muy necesario
sobre ciertas cuestiones acuciantes en relación al activismo.
La cuestión inmediata que lo motivó fue:
¿por qué había tanta gente en la calle un 22M y tan poca en las
organizaciones? Y a esta le siguieron otras: ¿Cómo se convierte una
persona en militante o activista? ¿De dónde saca fuerzas para mantenerse
en esa brecha? ¿Por qué lo deja? ¿Puede volver? ¿Qué puede hacer la
gente movilizada y organizada para atraer y retener en sus
organizaciones a nuevos activistas? Buscar respuesta a estas preguntas
implica pensar en ideas que ayuden a acrecentar el número de personas
que se organicen para forzar un cambio en el guion de esta crisis y de
las políticas de austeridad que agravan la destrucción social. Ese es el
objetivo de este escrito.
¿Militante o activista? Viejos conceptos, nueva mirada
Ya
estamos otra vez con lo de la militancia. ¡Qué cansino resulta este
término! ¿No hay otro que cause menos empacho leer otra vez? Siempre hay
palabras para describir las cosas. De hecho, las palabras que designan
aquello de lo que quiero hablar existen desde hace mucho tiempo, pero
han sido perjudicadas por su mal uso y abuso, por lo que suenan rancias,
engañosas, casi malintencionadas. ¿Cuántas veces hemos oído o leído las
palabras «militancia», «activismo», «lealtad» o «compromiso» de labios o
pluma de la persona menos indicada para ello? Personalmente, casi
siempre se la he oído o leído a personas que me demandaban sacrificios
de los que ellas mismas se escaqueaban. O que pretendían arrastrarme a
su deriva de culto a una identidad, intentando sentirse superiores al
resto de los mortales. Así es: no me cuesta encontrar las palabras que
designan aquello de lo que estoy escribiendo. Me cuesta reconciliarme
con ellas. De modo que emplearé los términos «militancia» o «activismo»
indistintamente, para que, por lo menos, se desgasten por igual. Pero al
menos procuraré definir sin ambigüedades a qué me refiero con ello.
La gente a la que yo llamaré
indistintamente «militantes» o «activistas» son personas comprometidas
con una causa, que trabajan por ella con otras en el marco de una
organización.
Hay muchas personas asiduas a las
manifestaciones, a los conciertos reivindicativos, actos culturales o
talleres que comparten ideas, espacios y experiencias con las personas a
las que yo llamo militantes. Pero reservaré este término para referirme
a un círculo más reducido: el de aquellas personas que organizan estos
actos, que, convencidos de la utilidad de todo ello, se esfuerzan, a
menudo más allá de sus ganas, en poner los medios para que sea una
realidad. Con frecuencia, el activista defiende las causas cuando en la
sociedad no existen fuerzas para dar pasos decisivos adelante, y crea
una estructura material e ideológica que resulta decisiva cuando llegan
los momentos de movilización masiva. El activista se descubre muy a
menudo trabajando más allá de su propia motivación en un momento
determinado. Posee una capacidad de sacrificio de la que parecen carecer
las demás personas que participan en las actividades que organizan
(aunque realmente no es así).
¿A qué obedece esa abnegación del
activista? A la idea de fidelidad o de lealtad (las usaremos
indistintamente). Alude a la capacidad de ser constante en sus actos y
afectos, a cumplir sus obligaciones y a no defraudar la confianza que se
deposita en ella. Lealtad es deberse a algo, a alguien.
Es precisamente esa amalgama de
constancia y reciprocidad la que constituye la lealtad, la que distingue
al activista del simpatizante o del ciudadano concienciado, la que hace
de él una persona movilizada que se organiza con otras para cambiar el
mundo en el que vive. La lealtad es, pues, un vínculo complejo y en dos
direcciones —del activista a sus compañeros y viceversa— que da
motivación al activista para continuar en su actividad con regularidad,
para seguir movilizado y organizado.
Las tres lealtades: la causa, la organización y la célula
Pero ¿a qué se debe el activista? ¿Cuáles
son los vínculos concretos de lealtad? ¿Y con qué lo vinculan? Desde mi
propia experiencia, modesta pero variada, he llegado a la conclusión de
que aquellas personas que se han mantenido un tiempo en algún tipo de
militancia han sido capaces de desarrollar y mantener a la vez ese
vínculo complejo de lealtad o de fidelidad con tres ámbitos,
simultáneamente. Llamaremos a esos tres espacios de lealtad la causa, la
organización y la célula.
¿Y qué es una causa? En esencia, la causa es
el motivo para actuar. Una causa es una inquietud política abstracta,
general, una idea acerca de cómo debería organizarse un aspecto de la
sociedad, de lo común. Es la distancia entre lo que hay y lo que tendría
que haber (bajo nuestro punto de vista). La causa es la necesidad de
resolver la colisión que se da entre nuestra visión —ideal— de un
aspecto del mundo y su estado actual. El interés de la clase
trabajadora, el ecologismo, el feminismo, el desarrollo, el consumo
responsable o la igualdad animal son causas. La causa le proporciona al
activista una visión del mundo, una concreción de la idea de justicia y
una visión inequívoca e ineludible de la injusticia.
La organización
política es un conjunto de principios, medios y personas que intenta
actuar sobre el mundo para transformarlo de acuerdo con la causa o
casusas a las que se debe. Porque así es: la organización política está
siempre inspirada por una o varias causas. Y hay muchas maneras de
servir a una causa. Además, aunque no siempre es así, a menudo, la
organización, el colectivo, la asociación, etc., aspira a crecer, a
lograr la misma escala que el problema que intenta resolver. Por eso es
tan habitual que haya tantas organizaciones de tantos tamaños trabajando
por una causa determinada (dando lugar a los «mapas de siglas» o «sopas
de letras»). La organización proporciona al activista una caja de
herramientas para labrar la sociedad, una palanca para transformarla
interactuando directamente con ella. Constituye un estilo de trabajo y
una agenda para la acción, que le da al activista que se compromete con
ella una fuente de constancia en su actividad.
Por último, la célula
es un grupo de activistas que trabajan en equipo directamente sobre el
terreno, sobre la realidad que pretenden transformar. Una célula no es
un departamento dentro de una organización: es una terminación nerviosa
de la misma. Su finalidad política es clara, pero se trata de un espacio
de relaciones personales. Esas relaciones, que son lo que definen a la
célula (y no tanto su tamaño), harán que funcione con un latido propio,
con mayor o menor autonomía con respecto a la organización. Para que
ello sea posible, las personas que la forman tienen una relación
estrecha, en la que no tardan en aparecer la amistad o incluso el amor
(y, por supuesto, sus contrarios). De los tres espacios de lealtad
definidos, este el único directamente personal, y ello hace que la
célula sea capaz de proporcionar al activista una gran variedad de
refuerzos positivos sin los cuales sería muy accesible al desánimo. Es
un espacio para el crecimiento personal y el desarrollo de afectos. En
su seno se generan lazos directamente personales de confianza e interdependencia, lo que hace de ella un refugio inestimable cuando la causa o la organización sufren un golpe… ¡o cuando se lo dan al activista!
La mayoría de las organizaciones
políticas que existen son «unicelulares», pero incluso en esos casos,
organización y célula no son lo mismo. Pensemos, por ejemplo, en el caso
de una asociación universitaria. La organización compara la realidad
con sus principios y fija objetivos para cambiarla. Y luego la célula
cumple esos objetivos. O lo intenta. A veces no llega ni a la mitad, por
una mezcla de motivos personales y de diferencias con los objetivos de
la organización. ¿Qué mejor muestra de que organización y célula no son
lo mismo, ni siquiera en estos casos?
Dime por dónde entras…: activista por la causa, activista por la célula
A lo largo de estos pocos años he visto a
mucha gente convertirse en activista. He podido comprobar que hay
muchos caminos que llevan en la vida a que, de repente, una persona se
vea convertida en activista social, que desarrolle ese triple vínculo de
lealtad. Pero también he comprobado que en general no se desarrollan al
mismo tiempo esos tres lazos. Este hecho es importante, porque, he
visto que ha dado lugar a dos estilos de activismo, o dos tipos de
activistas: los llamaré «activistas por la causa» y «activistas por la
célula».
En
muchos casos, las personas entran en la esfera del activismo social de
la mano de una causa. Su educación en casa y en el sistema educativo
propician que desarrolle unos valores y un conjunto de ideas acerca de
cómo deberían ser las cosas. En estos casos, suele ser la historia de
una persona en la que, al final de la adolescencia, eclosiona la
educación en valores que ha recibido, y a menudo se le suman nuevos
conocimientos en la edad adulta, que siembran una gran inquietud hacia
una causa o varias. Comienza a leer al respecto, a percibir la necesidad
de actuar de acuerdo con lo que piensa, a frecuentar actividades y
manifestaciones. En ellas toma contacto con organizaciones y activistas.
Y pasa a simpatizar, luego a colaborar, luego a organizar… ¡Ha nacido
un activista! Se trata de una decisión individual, ética y racional,
íntimamente ligada a esa tensión que subyace a la causa, de la que surge
la reflexión poderosa de que «algo hay que hacer». Este activista por la causa
es el que he encontrado mayoritariamente en las asociaciones
universitarias y en las organizaciones de solidaridad y grupos de apoyo.
En otras ocasiones la primera lealtad que se establece es con la célula.
Así, nos encontramos con historias como la de una persona que parte de
una inquietud menos «elevada», pero más acuciante, directamente
relacionada con su vida. Esta persona, normalmente muy sociable, se
moviliza cuando sufre en sus propias carnes una gran injusticia social
(como un desahucio o un despido). Entra en contacto con otras personas
que están en su situación (en quienes no tarda en sentir un apoyo
fundamental), y emprende con ellas acciones en común; busca movilizar a
personas en su misma situación; se va incardinando en una organización
al tiempo que va tomando conciencia de las raíces profundas del problema
que la llevó a movilizarse activamente, a medida que va interiorizando
una causa.
Otro
camino que lleva a convertirse en activista de la mano de una célula,
muy habitual en personas jóvenes, parte de la «simple» curiosidad
(realmente nunca es simple) por otras formas de divertirse, de
compartir, de vivir. Así, también he conocido casos como el de una
persona que se acerca a actividades que se realizan en los espacios
alternativos (especialmente las lúdicas y culturales), y en las que
tiene acceso a experiencias vitales enormemente enriquecedoras, a las
que se acerca, a menudo, acompañada de sus amigos. Toma conciencia de
que hay otra forma de organizar aspectos importantes de la vida y aspira
a mostrárselo a los demás. Pasa de participar en actividades a
organizarlas, formando célula con algunos de sus amigos —el resto
seguramente sean «simpatizantes»— y con personas que conoce en esos
nuevos círculos, y con las que no tarda mucho en establecer un fuerte
vínculo afectivo. A partir de ahí, esta persona, activista por la célula,
pasa a formar parte de las organizaciones que hay detrás de estas
actividades y toma conciencia de las causas que se defienden desde
ellas. Empieza a militar porque le apetece hacer cosas, y no tarda mucho
en encontrarse a sí misma defendiendo conscientemente principios
profundos desde su actividad. ¡Ha nacido una activista! Esta forma de
hacerse activista resulta muy frecuente en las asociaciones de barrio,
en los centros sociales y en los colectivos (contra)culturales.
Así pues, el activista por la
causa toma conciencia antes de tomar contacto; y el activista por la
célula toma contacto y luego toma partido. ¿En qué medida
coexisten ambos tipos de activista en un mismo colectivo? Dependerá del
tipo de actividades que realice y, en bastante menor medida, de a qué
causa se deba. Pero suele ser habitual que se den los dos tipos en la
mayoría de las organizaciones, e incluso en las células. Si la
comunicación es buena y todos aprenden de todos esas diferencias se
amortiguan, pero sí he observado que los activistas por la causa se
sienten más cómodos que los activistas por la célula en la discusión
sobre los objetivos de la organización. Por contra, estos últimos tienen
una mayor capacidad de empatía e interacción personal que aquellos.
En uno y otro caso, el contacto con la
organización no es el primero que se establece con el universo del
activismo. ¿Existe algún caso en el que alguien se haga activista
directamente a través de la organización? Es posible, pero no me consta
desde mi experiencia.
En conclusión, en algunos casos el
vínculo con la causa será más fuerte, y en otros lo será con la célula.
Pero este mapa de lealtades que acabamos de describir es lo que define
al activista, y lo diferencia de otras formas de pensar en una sociedad
distinta o trabajar por ella. Ahora bien, ¿de qué se alimenta esa
lealtad? ¿De qué fuerza se nutren esas relaciones complejas para
mantenerse y evolucionar en el tiempo? Preguntarse por ello es buscar
una explicación al hecho de que el activista continúe en la brecha. En
la próxima entrega de este artículo se aportan algunas ideas para el
debate.
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