El Jefe del Estado se ha apuntado a la renovación, con sorpresa mayúscula para el conjunto de la ciudadanía pero a través de un pacto alineado con el Partido Popular y el Partido Socialista, protagonistas centrales del teatrillo que hoy estamos presenciando y que vienen dirimiendo desde principios de años para, juntos y revueltos, apuntalar sus comunes intereses en busca de la supervivencia en esta transición que desde las diez y media de la mañana ha comenzado.
Y hablamos de renovación con la impostura que no tiene siquiera que presuponerse frente a situaciones del calado histórico que hoy se enraiza con el pulso de la ciudadanía, un latido efectivamente renovador, sin trampa ni Borbón, que viene exigiendo en mayor número, con un estimulante alarido exponencial, reclamar su liderato para aprovisionar el invierno socioeconómico que tanto escalofrío le viene provocando.
Mucho se ha comentado en los últimos años, fundamentalmente a raiz de la pérdida de respaldo ciudadano de la monarquía y sus elementos humanos, nada vigorosos en su intento biológico de aproximarse a la infalibilidad de postín, rodeada en su protección de trampas constitucionales bien puntiagudas, acerca del contenido normativo del Título II de la Constitución, su escaso desarrollo desde el vientre de la Carta Magna hacia el resto del ordenamiento jurídico, huérfano de una Ley Orgánica que hubiera dado contenido detallado a una Jefatura del Estado ya lesionada por su lejanía electiva, por su ausencia de respaldo certificado en tanto en cuanto levanta sus murallas desde un referendum global para aprobar un texto constitucional que a ver quien era el guapo que le hacía pestes con la polvora todavía humeante, presta a recargar tambores y apuntar a dar. Precisamente, una Ley Orgánica que ahora parece hacer acto de presencia como un fantasma corpóreo, que ha tejido sus sábanas desde el silencio de palacio con la misma celeridad que el bipartidismo imprimió a la reforma del artículo 135 del texto constitucional, y que mañana hará acto de presencia con el beneplácito de dos formaciones políticas, otrora mayoritarias, hoy con padecimiento de mengua representativa.
La
defensa a ultranza del equilibrio regio que aparecen en estas primeras
horas de despedida juancarlista resuena a inmovilismo de segunda
generación, atando y bien atando entre el poder que se siente
desorientado tras su golpetazo del pasado domingo y el guia en
decadencia un futuro que no les interesa si es el más propicio a medio
plazo para el conjunto de la sociedad española, sino el de armazón con
mayor refuerzo para sus respectivas supervivencias. De entre el
articulado del mencionado Título II (antesala de los padrastros
constitucionales en un curso avanzado de cómo autogestionar el poder
eterno, recubriéndolo del espeso barniz que otorga el artículo 168 y su
reforma agravada) sí hay un apartado que permite de manera automática
demostrar a Felipe de Borbón definirse como el demócrata que su barrera
de contención afirma que es: A través del artículo 62 c), nada más
colgarse el cetro si los acontecimientos no le superan antes, puede
convocar a referéndum en los casos previstos en la Carta Magna.
Evidentemente, la decisión no resulta automática, ya que todos los actos
que ejecuta la jefatura del Estado son actos debidos salvo un par de
lindezas autopresupuestarias, pero sí le imbuye de legitimidad para,
nuevamente, sostenerse en sus bastones partidistas, a derecha y
izquierda, e impulsar el interrogante hacia la acera. Claro está que por
vía del artículo 57.5 (Las abdicaciones y renuncias y cualquier
duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la
Corona se resolverán por una ley orgánica) le queda más a mano,
pero algo nos dice que esa norma que mañana va a desempolvar el
bipartidismo, cocinada desde el primer trimestre, no va a ser muy
preguntona.
No
obstante todo esto, no nos llevemos a engaño. La virtud
prestidigitadora de la política que se derrite, la que sale tan poco a
la calle que no resfría su capacidad manipulativa desde las alturas,
habrá calibrado el ruido y entenderá que el fuego controlado será
disparado con un debate monarquía-república inerte en el contenido,
efectista como estrategia de despiste. Y, además, no se puede excluir en
el análisis del interrogante de los plazos que Alfredo Pérez Rubalcaba
está pero se viene yendo, y es la tercera piedra de estos Pactos de la
Zarzuela necesarios (salvo que la fecha fuera aplazada hasta que Juan
Carlos viera como monarca alzar al Real Madrid la décima, que
cuestiones mas disparatadas emergen en el anecdotario historiográfico)
para ese segundo encuentro normativo veloz y con el refuerzo
cuantitativo imprescindible en las Cortes Generales que permitirán
nuevamente imponer en silencio sus cábalas. Un alto porcentaje de la
afiliación socialdemócrata no aplaude con tanta vehemencia estos
chanchullos contrarios a uno de los espíritus básicos en la estructura
sociopolítica que plantea su razón de ser, así que este triunvirato se
las componía hoy o nunca. Y a Craso ya no le daban más cuartelillo.
Resultaría, por tanto, estremecedor que este artificio
nuble la marejada que necesita entrar a puerto. La sociedad española
viene reclamando ser cuestionada pero no como delegada, sino como
protagonista del curso de su historia, siendo ésta la que lideran sus
grupos ciudadanos con las renovaciones que la finitud vital impone a la
raza humana. Hoy toca aprovechar este apaño fáctico para convertirlo en
la legítima reclamación de como dar el giro que en mayoría nos
propongamos. Mañana mismo tiene que ser la transición que le corresponde
a nuestra generación.
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