Una
vez dada por finiquitada la crisis, esto es, asegurada la recuperación
de capital, control de salarios y destino de los trabajadores por parte
de los perennes altos del curso de la Historia, se nubla una pantalla
que emitía créditos convenientemente confusos y el servilismo político
ha acelerado su inclinación, presto a desplegar nuevos cachivaches a un
lado para despistar a la hora del saqueo.
Ahora toca el turno a mansalva
para que la inimputabilidad cotice en mercados de aforamiento primario,
la justicia no mire para ningún lado allende las fronteras, o las
brechas socioeconómicas y de oportunidades, ya de por sí insorteables,
se eleven como vallas de expulsión ciudadana.
¿Y qué nos queda? Pues por ahora el pataleo recurrente, cotidiano,
con más o menos éxito de afluencia en función del grado térmico de
indignación que se produzca por cada una de las situaciones que nos
arrojan al plato, una vez hecho bola incomestible. Y en esos encuentros,
habitualmente dominicales, salimos adornados de cartelería variada
desde la que dejar constancia al semejante que, al otro lado de la
fotografía o la actualidad televisada, opta por amodorrar su derrota, a
ver si con algún teorema impactante conseguimos que deje el chandal de
interior y se sume al jogging de protesta colectiva. En esas calles que nunca fueron nuestras, goza de gran éxito frente al micrófono en directo
reclamar que se cumplan los derechos más vistosos que los padrastros
constitucionales dieron por buenos redactar, darles cuerpo, pero con sus
sistemas nerviosos y reproductivos totalmente desabilitados. El acceso a
la sanidad pública y universal, a una vivienda digna, etc., son
calificados, en época de privatización masiva y de segregación social
sin parangón, como “principios programáticos”, meras buenas intenciones
que el legislador dejó plantadas por si el tiempo y los azares tenían a
bien suministrarles algo de abono normativo, aunque en realidad no han
sido más que “frustraciones constitucionales”; aspirar a que lo que la
mayoría considera pilares de nuestro Estado actualmente asocial no se
quede en unos pocos ladrillos presos de aluminosis, parece dormir el
sueño de los injustos.
La
Constitución española está a buen recaudo. Lejos de las garras
ciudadanas, se entiende. No hay más que recordar como se enarbola una
supuesta inmutabilidad permanente en la cúspide del ordenamiento
jurídico mientras por sus puertas traseras se maltrata el mismo, con
modificaciones en la madrugada de los tiempos en los Estados
contemporáneos (artículo 135 y su entreguismo deudor al capital con
prisas). Por ese motivo, no parece el camino más recto para protagonizar
los cambios necesarios y deseables aquél que pretende transitar a tumba
abierta, con escasa visibilidad y lleno de obstáculos. En cambio,
existe un apartado constitucional que no es receptor habitual de visitas
ni menciones, y desde el cual se sostiene, con repugnante elasticidad,
el trayecto contrario al que su composición jurídica pretende guiar: la
interdicción de la arbitrariedad (artículo 9.3).
Este principio supone la prohibición expresa para los poderes
públicos, entendidos éstos en el sentido más amplio de la terminología
legal y su correspondiente traducción vía pronunciamientos del Tribunal
Supremo y del Tribunal Constitucional, de actuar de manera caprichosa,
dañando el principio de igualdad de trato frente a los administrados.
Dicho así resulta obvio, pero no por ello es menos asombroso que no se
tarde apenas unos segundos para recorrer decenas de acciones políticas
que patean sin pudor este mandato principal recogido en nuestra Carta
Magna.
Sí,
por ejemplo y de manera destacada, éste es uno de ellos: los indultos.
El derecho de gracia sin justificación social ni piadosa que conculca
penas a quienes no sólo tienen, como el resto de ciudadanos, la
obligación de conocer la ley sin ser eximidos de ello por
desconocimiento, sino que por notoriedad pública deben desarrollar un
impecable ejercicio profesional, reforzado en esa posición preeminente
en la escala capitalista en la que dicen jugar sin cartas marcadas. ¿Y
qué decir del proceso de desentronización, entronización, aforamiento y
blindaje del linaje Borbón en estos últimos días? Algo de arbitrio sí
que parece rezumar la manera en que desde el bipartidismo se otorga un
aurea especial al abdicado y su regia plebe, con tal de que los juzgados
queden a enorme distancia de su trayectoria.
Estos detalles sólo son algunos artificios que pueden destapar en su
mente las interminables explosiones de lucidez que le llevarán a
recordar que frente a tanta y tanta desigualdad legislativa se encuentra
la mencionada prohibición, sorteada a diario, ignorada por muchos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario