Dedico este artículo a mi querido Padre, Luis Mª Itoiz, en el veinte aniversario de su muerte. Con su amor, me hizo libre.
Yo he nacido dentro de una etnia indígena europea a finales del siglo XX,
y he adquirido conciencia política en un conflicto entre la izquierda
radikal de mi comunidad y el estado español. La violencia con la que
este conflicto de intereses se ha manejado ha sido muy extrema. He
escuchado tiros que mataban policías, he sentido porrazos, han detenido a
mucha gente que conozco y he sido testigo de capítulos muy crudos. He
tenido la suerte o la naturaleza de no ponerme en las primeras líneas de
este conflicto. Y he sido espectadora de un proceso político armado por
parte de ambos bandos que ha durado, ante mis narices y mi vocación
crítica, más de treinta años. Esto me ha dado un poco de perspectiva, me
ha hecho posicionarme en un lugar propio que sigue sin estar en las
primeras líneas, un poco escorado hacia la izquierda, porque yo no soy
abertzale sino anarquista baska. Y a pesar de tener claro quienes son
mis herman@s, jamás he compartido el discurso de ninguna organización en
concreto, porque mi discurso me lo he construido yo sola como
consecuencia de lo que he vivido.
Quizás esta construcción comenzara en mi propia casa. A pesar de
sentirme, por parte de madre, absolutamente baska, y por parte de padre,
absolutamente de Pamplona, nunca pude sentirme abertzale. Quizás debido
a que en mi casa eran del PSOE del 82, en un barrio hegemónico de Herri Batasuna.
Sufrieron en parte por su adscripción política, y mi fidelidad familiar
me impidió militar en las filas de aquellos que sutilmente censuraban
la postura política de mis familiares, sutileza perfectamente percibida
por mí, y que conseguía que mi pensamiento se expandiera, en busca de
mis propias respuestas a un entorno lleno de estímulos políticos y con
mucha homogeneidad de pensamiento. Siempre tuve claro, al menos desde
los 12 años con el fiasco de la OTAN, que del PSOE no me fiaba y que la derecha todavía hedía, y que yo pertenecía a las clases populares baskas.
Siempre, ahora todavía, he sentido una fidelidad de clase, con el Movimiento de Liberación Nacional Basko,
he coreado muchas consignas y todavía a día de hoy acudo a muchas de
sus convocatorias. Es para mí uno de los agentes políticos más
importante que existe por estas tierras, me ha regalado una conciencia
desde niña que de otra forma no hubiera poseído, y sus militantes son
para mí vecinos, amigos, compañeras de juerga en muchos casos. Tengo un
amigo muy querido desde hace 12 años, encarcelado a miles de kilómetros
de su casa, y él es quien personaliza para mí el gran problema de la
Dispersión, política penitenciaria española que hace cumplir condena a
presos a tantos kilómetros de su casa que los familiares también cumplen
condena por tener que gastar dinero, salud y tiempo todos los fines de
semana para ir a verlos. En el estado español, por ley, el preso debe
cumplir condena lo más cerca posible de su hogar, así que además, esta
política es ilegal, y en la práctica, es una revancha y uno de los
motivos del enquistamiento del conflicto basko.
Pero no puedo sentir como sienten ellos. Ni como se sienten mis
hermanos abertzales ni cómo se siente el grupo social que ha sufrido las
acciones armadas de ETA. Esta indefinición me aísla,
pero me hace libre para sentir, pensar y escribir. Y sobre todas las
cosas sobre las que podría reflexionar, le he dado muchas vueltas al
tema de la violencia y las víctimas. Me ha costado tiempo vital llegar a
estas conclusiones. Las lanzo desde aquí con todo mi amor.
La violencia como acción política de cualquier signo tiene como
consecuencia directa la creación de verdugos y víctimas. Normalmente en
la historia la violencia nace en el poder más fuerte para apropiarse de
lo que posee la parte más débil. Este poder hegemónico puede apoyarse en
minorías contra mayorías o ejercer la violencia directamente. Con su
acción el poder genera que personas sufran directa o indirectamente esa
violencia. Y así es como aparecen las víctimas. Dentro de las víctimas
existen personas o grupos más poderosos o mejor organizados que deciden
entonces una reacción a esa acción violenta por parte del estado, la
colonia o un ejército de ocupación. Y cuando comienzan con sus acciones,
entonces en la parte del mayor agresor aparecen víctimas, y entonces el
poder encuentra la mejor baza para perpetuar su lucha por los intereses
del otro, y se convierte en víctima así mismo. Y apuntala a otras
víctimas para que sigan siéndolo, porque esa realidad, ese victimismo,
alimenta su lucha. Por su parte, los más débiles también se consideran
víctimas, porque lo son. Pero de la víctima al victimismo hay un matiz
que se atraviesa en este bando también.
Yo estoy harta del victimismo de los dirigentes del PP. Durante décadas se han escudado en que todo es ETA y en que contra ETA todo vale, para ir medrando en sus intereses económicos. Han potenciado asociaciones de víctimas de ETA,
no tanto por empatía y solidaridad, sino para conseguir poder y, por
tanto, dinero. Y han extremado las posturas, consintiendo actitudes de
esas víctimas organizadas que si se dieran en caso contrario, se
penalizarían. Estas víctimas pueden decir lo que quieren sin peligro de
acabar en la cárcel, no como mis herman@s abertzales que disfrutan de,
creo, la mayor facilidad política de acabar en la cárcel de toda la
Europa occidental. Este victimismo instrumentalizado alcanzo su cénit
con el mandato del mediocre Aznar. Es curioso cómo este hombre llego a presidente gracias a un atentado de ETA, y como terminó con su presidencia precisamente con otro atentado, un atentado que quiso adjudicar a ETA,
en realidad una acción islamista por su decisión de participar con los
anglosajones como primo pobre pero orgulloso de jugar en el equipo de
los matones en la enésima guerra por el petróleo, un atentado que, sobre
todas las cosas, generó una asociación de víctimas que rompieron con el
discurso hegemónico victimista que la era Aznar había
propiciado. Unas víctimas estas, por cierto, que no cuentan con la
cobertura que las que repiten los slogans y valores que interesan al
poder ultraderechista de mi estado postfranquista, y que incluso, a
pesar de la barbarie que sufrieron solo porque ellos o sus familiares
viajaban en un tren determinado, han recibido el veneno vertido por
medios de comunicación de la onda azul. Porque abrieron el debate.
Porque una víctima que no se engancha en el rencor y la revancha, sino
que transforma su dolor en energía para el cambio social, es lo más
revolucionario que puede existir en política.
En el lado abertzale también ha habido victimismo. Es normal, es un
grupo social muy perseguido y machacado, a pesar de que la mayoría de
sus gentes nunca ha cogido un arma. Pero tampoco lo comparto. En la
cultura política posfranquista del limitado Aznar,
tener los mismos objetivos políticos, la independencia baska en este
caso, te convierte en lo mismo que alguien que decide coger las armas
para conseguirlos. Y por eso son gentes perseguidas, que sufren acoso
policial, que viajan kilómetros para ver a familiares y amigos
sacrificando tiempo y dinero, y viviendo una experiencia que les aleja
de la realidad de la inmensa mayoría de ese estado al que pertenecen en
contra de su voluntad. Y yo, siendo vecina próxima, muchas veces he
advertido que mi realidad y la suya tampoco es la misma. Que ponen más
atención en la policía, que le tienen más miedo que yo, porque tienen
más boletos para ser detenidos. Que tienen todavía más sentimientos
negativos hacia la administración, lo cual mediatiza sus discursos,
creando una cultura política extrema de buenos y malos, igual que el
bando que les enfrenta. Ambos victimismos se cobijan en la legitimidad
que el daño sufrido les da.
Sintiéndome fuera de este universo, siempre me llamó la atención el
victimismo subyacente en ambas realidades, un victimismo que coge muchas
caras y que percibo como algo muy importante para las personas
implicadas en primera línea del conflicto. Pero los sentimientos que se
generan en el proceso no son positivos, ni para las personas ni para la
comunidad. Y hay un victimismo que siento más cercano pero nunca pude
compartir, y otro, el que se empareja al poder, como puede ser en estos
momentos el victimismo que puede mostrar Israel, que siempre me resulta
vomitivo. Pero al final, ambos sentimientos de víctima beben de las
mismas fuentes, la violencia recibida, el miedo, el rencor, la revancha,
las historias e ideologías compartidas generación tras generación.
El victimismo es muy rentable por una cuestión principalmente. Te da el
mejor de los argumentos para así mismo, usar la violencia. Si lo que me
han hecho a mí es gravísimo y me convierte en una víctima desamparada y
débil, a partir de ese momento, cualquier acción que lleve a cabo,
estará justificada por eso que me hicieron. Y de esta forma, la víctima
también se convierte en verdugo. Y el juego continúa, alimentándose de
violencia este binomio de verdugo-víctima. Y hacen creer a la mayoría
que también son víctimas, y una víctima regodeada consciente o
inconscientemente en su dolor, no es el agente político más efectivo. Y
este es uno de los cuentos más antiguos que la Humanidad nos llevamos contando durante siglos y conflictos diferentes.
Es muy burgués-emocional dejarse llevar por el rencor y aplicar el ojo
por ojo, porque estos sentimientos se desatan naturalmente ante una
injusticia recibida, es lo más fácil, lo más cómodo de sentir. Muy
revolucionario es, sin embargo, superar el dolor individual o colectivo,
el odio y rencor en un proceso humano muy duro, para conseguir tirar
adelante a pesar del daño recibido. Estas víctimas se convierten en
testigos excepcionales de los conflictos y, además de hacerlos avanzar,
permiten que la ética evolucione, expandiéndose en leyes y conciencias.
Transforman las energías negativas en otras energías más constructivas.
Su paz interior tiñe de paz a los que asistimos de espectadores. Estas
víctimas son guardianes de nuestra especie y representan el mayor nivel
de humanidad que se pueda encontrar.
Yo no considero a mi pueblo una víctima. Y no considero la política
como un enfrentamiento violento, sino un juego de estrategia. Para mí un
miembro de ETA no es una víctima, es un guerrero,
igual que un madero no es un perro, es otro guerrero. Yo no soy, mujer,
una víctima, sino una guerrera. Y por ser guerrera, no tengo verdugo,
sino contrincantes. Y si hay bandos de guerreros, hay juego de iguales.
La relación pasa de ser verdugo-victima, fuerte-débil, a otra de
iguales. No somos víctimas, porque ellos tendrán los medios, el poder y
el dinero, pero nosotras somos la gente, somos más y poseemos más poder
que los que tenemos enfrenten. Porque nuestras vidas alimentan a nuestro
enemigo, y porque nuestra acción política en la máxima unión que
cualquier comunidad puede generar, es la mayor baza política que existe.
Y si no conseguimos alcanzar nuestra máxima eficacia no es por nuestros
contrincantes, sino por nuestra incompetencia para unirnos los máximos
posibles. No somos víctimas, porque la razón de que no venzamos es
responsabilidad nuestra, y eso, nos hace poderosas, porque si mía es la
responsabilidad, en mis manos está el cambio que me lleva a vencer.
Julia Itóiz, La Chula Potra
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