En el año 1876 Federico Engels
presentaba su ensayo “El papel del trabajo en la transformación del mono
en hombre”. Explicaba ahí cómo el trabajo cumple la histórica misión de
ir creando un ser cualitativamente nuevo a partir de una especie
anterior. Es decir: el trabajo como actividad creadora comenzaba a
transformar la naturaleza y abría un capítulo novedoso en la historia.
Nunca hasta ese entonces
–dos millones y medio de años atrás según lo que hoy día las ciencias
arqueológicas pueden establecer– un animal había modificado consciente y
productivamente su entorno. La actividad de las hormigas, de las abejas
o de los castores, grandes “ingenieros” por cierto, no puede ser
considerada una acción laboral en sentido estricto. Todas estas especies
repiten desde tiempos inmemoriales su carga genética, no inventan nada
nuevo, no se “desarrollan” y jamás, desde hace millones de años,
evolucionaron en la forma de realizar su producción (los hormigueros o
los panales son iguales desde siempre).
Fue cuando nuestros
ancestros descendieron de los árboles y comenzaron a tallar la primera
piedra cuando puede decirse que hay “trabajo” en sentido humano, como
actividad creadora, como práctica que transforma el mundo natural y va
transformando al mismo tiempo a quien la lleva a cabo. Y desde que
arrancó esa primera actividad con el primer homo habilis –en África, en
lo que hoy es el norte de Tanzania– la evolución ha sido continua y a
velocidades cada vez más aceleradas. En esa perspectiva, entonces, el
papel del trabajo –como lo afirmara Engels– ha sido fundamental: fue la
instancia que “creó” al ser humano. Pasamos de monos a seres humanos por
el trabajo...
Es en esa lógica que tiene sentido
entonces lo dicho por Hegel: “el trabajo es la esencia del ser humano”.
Gracias al trabajo dejamos de ser monos, nos civilizamos, dejamos atrás
el mundo animal y fuimos construyendo un ámbito enteramente simbólico:
fue quedando superado el instinto reemplazándose por la cultura.
La historia del ser humano,
en definitiva, es la historia en torno a cómo fue organizándose ese acto
tan especial, tan fundamental y definitorio que es el trabajo. Desde
que nuestra especie pudo producir más de lo que necesitaba para
sobrevivir, desde que hubo excedente, empezaron los problemas. Alguien
–el más fuerte, el más listo, el más sinvergüenza, no importa– se
apropió del excedente y surgieron las diferencias de clase social. Y así
venimos hace ya varios milenios, a los tropezones, entre luchas a
muerte entre poseedores y desposeídos, entre guerras y violencia (“la
violencia es la partera de la historia” dijo Marx).
Los que quedaron como
propietarios en esta lucha de clases –sean amos esclavistas, casta
sacerdotal, señores feudales, o más recientemente burguesía industrial,
accionistas, banqueros, etc.– no ceden ni un milímetro de sus
privilegios. Por otro lado, las grandes mayorías perjudicadas, que son
los verdaderos productores de la riqueza social, los auténticos
trabajadores –esclavos, campesinos pobres, obreros industriales,
asalariados de toda laya (inclúyanse ahí los trabajadores
intelectuales), etc.– arrancan beneficios y mejoras en sus condiciones
de vida sólo a través de una lucha denodada contra sus opresores. Esa es
la dinámica de la vida social.
Si el trabajo es la esencia
de nuestra existencia, tal como están las cosas lo menos que puede
decirse es que sea placentero para las enormes mayorías trabajadoras.
Mientras el trabajo siga siendo explotado por alguien –enajenado, para
decirlo con el término de los clásicos, alienado– seguirá siendo una
pesada carga para quien lo hace.
Esa es la historia de los
trabajadores a través de estos 12.000 años desde que podemos reconstruir
medianamente la historia: quien realmente produce, quien trabaja y crea
la riqueza de las sociedades, está excluido de su aprovechamiento.
Parece mentira que pequeñas minorías sean las que se apropian del
producto del trabajo de enormes mayorías, pero esa es nuestra historia
como especie.
Hasta ahora no parece muy
cierta esa máxima de “el trabajo hace libre”, perversamente instalada en
el campo de concentración de Auschwitz donde miles y miles de judíos
fueron forzados a trabajar como esclavos hasta su muerte por los nazis.
En estas condiciones de sociedad con clases sociales, ¿de qué nos libera
el trabajo?
El mundo moderno basado en
la industria que inaugura el capitalismo hace ya más de dos siglos ha
traído cuantiosas mejoras en el desarrollo de la humanidad. La
revolución científico-técnica instaurada y sus avances prácticos no
dejan ninguna duda al respecto. Si bien es cierto que en los albores de
la industria moderna las condiciones de trabajo fueron calamitosas, no
es menos cierto también que el capitalismo rápidamente encontró una masa
de trabajadores que se organiza para defender sus derechos y garantizar
un ambiente digno, tanto en lo laboral como en la vida cotidiana. El
esclavismo, la servidumbre, la voluntad omnímoda del amo van quedando
así de lado. Los proletarios asalariados también son esclavos, si
queremos decirlo así, pero ya no hay látigos.
Ya a mediados del siglo XIX
surgen y se afianzan los sindicatos, logrando una cantidad de conquistas
que hoy, desde hace décadas, son patrimonio del avance civilizatorio de
todos los pueblos: jornadas de trabajo de ocho horas diarias, salario
mínimo, vacaciones pagadas, cajas jubilatorias, seguros de salud,
regímenes de pensiones, seguros de desempleo, derecho de huelga.
A tal punto que para 1948
–no ya desde un incendiario discurso de la Internacional Comunista
decimonónica o desde encendidas declaraciones gremiales– la tibia
Asamblea General de las Naciones Unidas proclama en su Declaración de
los Derechos Humanos que “Toda persona tiene derecho al trabajo, a la
libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias
de trabajo y a la protección contra el desempleo. Toda persona que
trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria que
le asegure una existencia conforme a la dignidad humana. Toda persona
tiene derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una
limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones
periódicas pagadas.” Es decir: se consagran los derechos laborales como
una irrenunciable potestad connatural a la vida social.
Vemos así que hacia las
últimas décadas del pasado siglo esos derechos ya centenarios podían ser
tomados como puntos de no retorno en el progreso humano, tanto como
cualquiera de los inventos del mundo moderno: el avión, el televisor o
la computadora. Por cierto estos avances sociales no son sólo patrimonio
socialista: las conquistas laborales son ya mejoras de la humanidad
toda. Pero las cosas cambiaron últimamente. Cambiaron en forma demasiado
drástica, a gran velocidad. Y cambiaron a favor de las pequeñas
minorías que manejan el mundo perjudicando a la mayoría de la población
mundial, al amplio campo de los trabajadores.
Con la caída del bloque
soviético hacia fines del siglo XX el gran capital se vio triunfador. En
realidad no fue que terminó la historia ni las ideologías: ganaron las
fuerzas del capital sobre las de los trabajadores, lo cual no es lo
mismo. Ganaron, y a partir de ese triunfo comenzaron a establecer las
nuevas reglas de juego. Reglas, por lo demás, que significan un enorme
retroceso en los avances sociales que mencionábamos.
Los ganadores del histórico y
estructural conflicto –las luchas de clases no han desaparecido, aunque
no esté de moda hablar de ellas– imponen hoy más que nunca las
condiciones, las cuales se establecen en términos de mayor explotación,
de pérdidas de conquistas por parte del mundo de los trabajadores. En
otros términos, a fines del siglo XX y comienzos del XXI se llegó a
condiciones de vida como en el XIX. La manifestación más evidente de
este retroceso es la precariedad laboral que vivimos, la que se presenta
disfrazadamente con el oprobioso eufemismo de “flexibilización”
laboral.
Todos los trabajadores del
mundo, desde una obrera de maquila latinoamericana o un jornalero
africano hasta un consultor de Naciones Unidas, graduados universitarios
con maestrías y doctorados o personal doméstico semi analfabeto, todos y
todas atraviesan hoy el calvario de la precariedad laboral
(“flexibilización”, para usar el término de moda).
Aumento imparable de
contratos-basura (contrataciones por períodos limitados, sin beneficios
sociales ni amparos legales, arbitrariedad sin límites de parte de las
patronales), incremento de empresas de trabajo temporal, abaratamiento
del despido, crecimiento de la siniestralidad laboral, sobreexplotación
de la mano de obra, reducción real de la inversión en fuerza de trabajo,
son algunas de las consecuencias más visibles de la derrota sufrida en
el campo popular.
El fantasma de la
desocupación campea continuamente; la consigna de hoy, distinto a las
luchas obreras y campesinas de décadas pasadas, es “conservar el puesto
de trabajo”. A tal grado de retroceso hemos llegado, que tener un
trabajo, aunque sea en estas infames condiciones precarias, es vivido ya
como ganancia. Y por supuesto, ante la precariedad, hay interminables
filas de desocupados a la espera de la migaja que sea, dispuestos a
aceptar lo que sea, en las condiciones más desventajosas. Así las cosas,
no se ve por ningún lado que el trabajo “nos haga libres”.
Según datos de Naciones
Unidas 1.300 millones de personas en el mundo viven con menos de un
dólar diario (950 en Asia, 220 en África, y 110 en América Latina y el
Caribe); hay 1.000 millones de analfabetos; 1.200 millones viven sin
agua potable. En la sociedad de la información, la mitad de la población
mundial está a no menos de una hora de marcha del teléfono más cercano.
Hay alrededor de 200 millones de desempleados y ocho de cada diez
trabajadores no gozan de protección adecuada y suficiente.
Lacras como la esclavitud
(¡esclavitud!, en pleno siglo XXI: la Organización Internacional del
Trabajo reporta cerca de 30 millones), la explotación infantil o el
turismo sexual continúan siendo algo frecuente. El derecho sindical ha
pasado a ser rémora del pasado. La situación de las mujeres trabajadoras
es peor aún: además de todas las explotaciones mencionadas sufren más
aún por su condición de género, siempre expuestas al acoso sexual, con
más carga laboral (jornadas fuera y dentro de sus casas), eternamente
desvalorizadas.
Según esos datos, también se
revela que el patrimonio de las 358 personas cuyos activos sobrepasan
los 1.000 millones de dólares –que pueden caber en un Boeing 747– supera
el ingreso anual combinado de países en los que vive el 45% de la
población mundial. Trabajar, pareciera, no libera de mucho. Por eso,
ante ese trasfondo patético, resalta como una más que apetecible salida
ser deportista profesional, o narcotraficante. Ser mafioso ya no queda
tan mal; se gana bien y no se trabaja…
En definitiva: en las
condiciones en que el gran capital ha comenzado este nuevo milenio con
un triunfo a escala planetaria que lo hace sentir imbatible, el trabajo,
en todo caso, más bien nos transforma en monos, nos torna más animales.
Y ante ello se ofrece como una salida infinitamente más atractiva para
cualquier trabajador el negocio del narcotráfico: se gana mucho más
trabajando muchísimo menos.
PERO LA HISTORIA NO ESTÁ TERMINADA
Estas últimas décadas fueron
de retroceso para los trabajadores, ello es evidente. Pero la lucha
sigue. Nadie dijo que la lucha fuera fácil. Si miramos la historia queda
claro que sólo con enormes sacrificios se van cambiando las cosas. Y
sin dudas, aunque hoy pareciera que nos acercamos más al mono debido a
estos retrocesos sufridos, de nosotros, de nuestras luchas depende
recuperar el terreno perdido y seguir avanzando más aún como
trabajadores, y como especie en definitiva. Recordemos las palabras de
Neruda: “podrán cortar todas las flores, pero no detendrán la
primavera”.
Por Marcelo Colussi
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