La lucha comunista que no reconozca o reduzca la lucha feminista estará abocada al fracaso de su mayor objetivo: la liberación de la humanidad
La lucha comunista que no reconozca o reduzca
la lucha feminista estará abocada al fracaso de su mayor objetivo: la
liberación de la humanidad.La verdadera lucha anticapitalista será,
siempre, antipatriarcal...
“El comunismo es también impensable sin la liberación de la mujer”
En numerosas ocasiones las feministas han arremetido colas organizaciones comunistas por situar la lucha por la liberación de las mujeres en un segundo plano o postergarla, algo que ha ocurrido y ocurre en ciertas ocasiones.
Además de la crisis del capitalismo, la militancia comunista afronta también la indudable crisis de su propio movimiento. Aunque existe la tentación de aferrarse a un pasado más luminoso (generalmente, anterior al revisionismo), el deber de las militantes y las organizaciones es saber que la crisis del movimiento comunista no se supera yendo hacia atrás, sino “tragándose vivo” ese pasado para impulsarse hacia delante y superar lo existente: la negación de la negación. El movimiento debe desarrollarse, revisarse, mejorarse, y una de las asignaturas pendientes es la línea antipatriarcal, que obliga a colectivos y militantes a enfrentarse a sus contradicciones.
La manera de superar estas diferencias y contradicciones es alzar la bandera de una teoría y práctica comunista de naturaleza dialéctica, ni esquemática ni dogmática, que sin traicionar sus principios admita la necesidad de su propio avance y desarrollo mediante la crítica y la autocrítica.
Desde su fundación, al igual que otros colectivos, Red Roja se define también como feminista, pero la simple etiqueta no se convierte en realidad de la noche a la mañana como accionando un interruptor. Aunque existe acuerdo en la necesidad de la lucha contra el patriarcado, la construcción de nuestra organización como antipatriarcal es un proceso atravesado por numerosas contradicciones que nos pueden hacer avanzar, como no podía ser de otra manera.
Estas contradicciones, latentes o explícitas, están presentes de diferentes maneras dentro de las organizaciones comunistas y el movimiento revolucionario en general. Considerarnos revolucionarias/revolucionarios no hace automáticamente desaparecer en nuestro interior la ideología patriarcal y sus actitudes, en las que llevamos socializándonos de diferentes maneras desde hace miles de años; al contrario, la militancia revolucionaria debe exigirse un ataque sin concesiones contra el patriarcado hacia fuera y hacia dentro, tanto a nivel personal como a nivel de colectivo. Estas resistencias patriarcales (muchas veces inconscientes y cargadas de automatismos) y los conflictos que generan se plasman de diversas formas, como la tan conocida dinámica de relegar lo feminista a un segundo plano de importancia, el olvido sistemático de la visión antipatriarcal, actuar como si un análisis puramente económico fuese suficiente o considerar que lo feminista “ya está incluido” sin necesidad de nombrarlo.
La lucha de clases y la lucha contra el patriarcado están profundamente interrelacionadas; la explotación específica de las mujeres es clave para el capitalismo, dado que las mujeres son productoras y reproductoras de una mercancía capitalista esencial: la fuerza de trabajo. El capitalismo se vale del patriarcado pre-existente, lo instrumentaliza, y explota doblemente la fuerza de trabajo de las mujeres. Además de producir fuerza de trabajo (biológica y socialmente), el trabajo doméstico de las mujeres se plasma en comida, afecto, ropa limpia, lo que reproduce la fuerza de trabajo, siendo una pieza clave para la organización y explotación capitalista. Además, la maquinaria ideológica se dirige a construir un prototipo “femenino” de mujer alienada, que se convierta en transmisora efectiva de la ideología dominante.
Por ello, la liberación de las mujeres no podrá ser completa hasta que hayamos destruido las relaciones de explotación del capitalismo. De igual modo, como ya se ha comprobado en las experiencias históricas revolucionarias, el avance hacia el socialismo no suponen automáticamente victorias en la lucha contra el patriarcado. Es justo decir: la revolución será feminista o no será, el feminismo será revolucionario o no será. Para llevar este concepto a la práctica es necesario abandonar el enfoque (erróneo y eurocéntrico) de progreso, según el cual el pasado siempre fue peor y el futuro siempre será más avanzado que el presente, y asumir en primera persona la responsabilidad de nuestra liberación.
Aunque previo al capitalismo, el patriarcado tiene mucho que ver con la propiedad privada y con el poder.
Carlos Tupac (2012) cita a Victoria Sau cuando indica que el establecimiento definitivo del patriarcado se produce en el Neolítico, siendo pilares de ello el desarrollo del arado y el conocimiento del papel del hombre en la reproducción: sin esto no se dan las condiciones materiales para el establecimiento de la opresión y explotación sistemática de las mujeres. Estas son las raíces de la dominación, opresión y explotación de la mujer por parte del hombre y las sociedades de clases: la mujer cumple el papel de instrumento de producción esencial del patriarcado al generar fuerza de trabajo, vida, placer y conocimiento.
La raíz de la contradicción, por tanto, estaría en la relación entre la violencia patriarcal y el proceso social de producción. De ahí podemos seguir los procesos históricos y reconocer que el fortalecimiento del patriarcado va ligado al avance de la propiedad privada sobre la colectiva. Buen ejemplo de ello fue la necesidad de la ofensiva patriarcal contra las “brujas” -con el objetivo destruir el control que las mujeres habían tenido sobre sus cuerpos y su papel relevante en las relaciones sociales basadas en la propiedad colectiva- para la acumulación originaria de capital que anuncia la llegada del capitalismo (Federici, 2010).
Ciencia de las oprimidas
Aquí reivindicamos el carácter científico (en sentido amplio) del marxismo y, en general, de cualquier conocimiento válido. Consideramos que “científico” engloba algo más que el uso del método experimental: nos referimos al hecho de contrastar toda teoría con la práctica y la realidad, afirmando que “la práctica es la única prueba de la verdad”. Con esto no queremos afirmar que los resultados científicos traigan la verdad absoluta, sino que es la única herramienta que nos permite tener cierto grado de certeza sobre lo que conocemos: la ciencia, al igual que el marxismo, tiene que ir revisándose continuamente en un proceso de crítica y autocrítica.
Al igual que ocurre con la violencia o la moral, es imposible hablar de ciencia en abstracto, especialmente cuando las investigaciones están tan controladas por la financiación empresarial y los intereses de la clase dominante. Existe una ciencia que sirve a las oprimidas y una ciencia que sirve a los opresores y, con este artículo, se pretende modestamente poner ciertas investigaciones científicas de parte de las oprimidas.
Susan Fiske y Peter Glick (1996) diseccionan el patriarcado desde la psicología, y sostienen que es diferente de otros sistemas de dominación como el de la opresión étnica al tener un carácter ambivalente: engloba dos grandes grupos de actitudes, lo que llaman “sexismo hostil” y “sexismo benevolente”, ambos igualmente patriarcales y dominadores. El polo hostil estaría compuesto por actitudes agresivas, que consideran a las mujeres incapaces y que vendrían a equipararse con las actitudes machistas explícitas. El polo benevolente se caracteriza por considerar a las mujeres seres maravillosos, pero frágiles, que deben ser protegidos; la benevolencia no es opuesta a la hostilidad, sino que es igualmente patriarcal y supone una cómoda racionalización a la hora de apartar a las mujeres de cualquier posición de poder y autonomía.
Estas actitudes benevolentes, muchas veces implícitas y condescendientes en esencia, no son ni inocentes ni inofensivas como se argumenta en ocasiones, y deben ser combatidas de igual modo que las actitudes patriarcales explícitas y hostiles. Esto no es sólo una teorización abstracta, sino que los experimentos realizados por la psicóloga Muriel Dumont y por su compañero Benoit Dardenne (2007) muestran cómo las actitudes patriarcales sutiles, condescendientes o paternalistas tienen un impacto negativo sobre el rendimiento cognitivo de las mujeres muy superior al de las actitudes machistas directas y hostiles, que generalmente producen en quienes las sufren reacciones defensivas y de auto-afirmación.
Considerar este tipo de actitudes inocuas nunca ha sido, y ahora menos, una simple cuestión de opinión, sino parte de la ideología patriarcal.
Fiske y Glick continúan su análisis psicológico del patriarcado distinguiendo entre tres componentes básicos del mismo, cada uno expresándose en la dimensión hostil y en la benevolente: paternalismo (dominador o protector), la diferenciación de género (competitiva o complementaria) y la heterosexualidad.
El paternalismo se define como la actitud “de un padre lidiando con sus hijas e hijos”, y puede ser dominador al considerar que las mujeres no son adultos completamente responsables y necesitan la supervisión de un hombre, o protector al creer que el hombre tiene la función de cuidar de la mujer y de su familia; el ejemplo más directo de esto es la familia patriarcal tradicional, que autores como C. Tupac consideran el núcleo de reproducción básico tanto de la ideología patriarcal como de la burguesa.
La diferenciación de género es otro de los pilares básicos de la psicología del patriarcado: el uso de las diferencias de sexo como base para la diferenciación social. Esto se manifiesta en la identidad de género, que es una de las identidades subjetivas grupales que suele desarrollarse antes y con más fuerza (al menos, entre las personas cuya identidad de género coincide con su género biológico). La diferenciación de género competitiva justifica el poder de los hombres argumentando que son éstos quienes poseen las cualidades necesarias para ejercer el poder y la autoridad en la sociedad, al contrario que las mujeres. La diferenciación de género complementaria se basa en afirmar que las mujeres poseen talentos naturales que los hombres tienen en menor medida, sobre todo relacionados con los cuidados, la ternura, y la sensibilidad; como hemos afirmado antes, se trata sólo de racionalizar el hecho de apartar a las mujeres de las posiciones de poder de una forma benevolente. La ideología dominante se ha basado en la ciencia para justificar esta diferenciación de género, al señalar como fuente de esta diferencia social ciertas diferencias biológicas entre sexos: el grosor del cuerpo calloso (la estructura que conecta ambos hemisferios cerebrales), las diferencias en el hipotálamo, en la lateralidad de funciones, las diferencias en simetría en el campo temporal izquierdo, etc. Esto implica una visión mecánica, que establece una relación directa de causa-efecto entre las diferencias neurales y las diferencias conductuales. Este punto de vista es limitado, y las últimas investigaciones (Pascual-Leone, 2005) en neuroplasticidad han demostrado que el cerebro es un órgano esencialmente dinámico, y que la la relación entre anatomía cerebral y conducta es dialéctica: los cambios neurales producen cambios de conducta, y los cambios de conducta producen cambios neurales. Esto permite apuntar que son las diferencias sociales impuestas a los cuerpos las que provocan las diferencias cerebrales entre esos cuerpos, según sean leídos hombre o mujer. Esta conclusión está avalada por lo estudios Baby X realizados por las investigadoras Carol A. Seavey, Sue Rosenberg Zalk y Phyllis A. Katz (1975). Estos estudios, replicados en varias ocasiones, muestran cómo la forma de tratar a bebés de pocos meses cambia radicalmente si quien interactúa con ellos/ellas cree que son de sexo masculino o femenino, estando las interacciones hacia quien se cree que es varón marcadas por la estimulación física, y las interacciones hacia las bebés leídas mujer caracterizadas por la suavidad y la riqueza en la expresión verbal.
El componente heterosexual (y heteronormativo) del patriarcado es considerado por Susan Fiske y P. Glick como la fuente más clara de la ambivalencia, ya que las mujeres son “madres, amantes y objetos románticos” además de simple fuente de fuerza de trabajo explotada. La “atracción heterosexual” es inseparable del deseo genuino de cercanía (intimidad heterosexual) pero este deseo no puede escindirse fácilmente de la “dominación heterosexual”. Esto se ve con claridad cuando se observa que, aunque las relaciones heterosexuales de pareja son la fuente de importantes sentimientos de intimidad y euforia para muchas personas, también suponen la mayor amenaza de sufrir violencia física para las mujeres; por supuesto, aquí se incluyen las cadenas del amor romántico y la trampa de la doble explotación. La heteronormatividad, necesaria para el mantenimiento de la opresión y explotación de las mujeres, es impuesta por el patriarcado (correctamente definido, por tanto, como heteropatriarcado).
En esta línea se enmarca la investigación de Soledad de Lemus (2010), que concluye que las primeras experiencias amorosas (heterosexuales) en adolescentes predicen un aumento de las actitudes patriarcales tanto en hombres como en mujeres.
Entre las organizaciones y los movimientos se ha extendido de un tiempo a esta parte la importancia de emplear un lenguaje inclusivo que no invisibilice a las mujeres, no sin cierto esfuerzo. Aunque se critica que algunas personas limitan su feminismo a las habilidad para hablar con la “A”, no debe olvidarse que el tema del lenguaje es una cuestión de importancia crucial, que algunos aún consideran poco más que una nimiedad incómoda o una excentricidad a la que se le han de hacer concesiones. En Red Roja hemos apoyado en varias ocasiones la afirmación “el lenguaje crea pensamiento”, pero ¿cuánto tiene esto de verdad y en base a qué?
Que una compañera afirme que no se siente incluida por el género “masculino neutro” bastaría y sobraría para trabajar hacia un cambio en ese lenguaje, pero no es sólo una cuestión de preferencia personal. La línea de investigación de la psicóloga Lera Boroditsky (2001) afirma que el lenguaje que empleamos es una poderosa herramienta a la hora de moldear el pensamiento, e influye en la concepción que tenemos de la realidad Es decir, nuestra forma de hablar influye en nuestra forma de pensar.
Según el estudio de Melanie M. Ayres (2009), el mismo hecho de que una mujer se considere feminista, es el factor predictivo más importante de que esa mujer se enfrentará a una agresión patriarcal (en lugar de evitarla o huir), por encima de otros factores, por ejemplo, tener experiencia previa con actitudes sexistas.
Feminsmo ¿de clase?
No es un secreto que la etiqueta “feminismo de clase” se utiliza como coartada para tratar de hacer ver que la lucha antipatriarcal está (o incluso que siempre ha estado) dentro de la línea anticapitalista “tradicional”; de igual modo, se utiliza como un escudo por parte de ciertas personas o colectivos que quieren evitar la tan necesaria (auto)revisión en clave feminista. Este mal uso del concepto (a veces consciente, a veces no) que pretende fagocitar la lucha antipatriarcal y subordinarla a la lucha de una clase trabajadora concebida desde un esquema rígido, escolástico, y ciego a todo lo que no sea directamente económico, lleva en la práctica a invisibilizar la opresión de género.
Muy al contrario, el feminismo de clase es la teoría y praxis que comprende que la lucha feminista debe enfrentarse a todas las contradicciones que la afectan. La liberación de las mujeres o de identidades no-heteronormativas, de igual modo (y al mismo tiempo tan diferente) que ocurre con la autodeterminación de los pueblos oprimidos, son contradicciones existentes en el seno de la clase trabajadora, pero no por ello impiden el avance hacia la emancipación de la clase: son contradicciones no antagónicas. No puede existir un futuro de libertad que no sea de clase: el asalto al poder por parte de la clase trabajadora y proceso de avance hacia una sociedad sin clases no es suficiente, pero sí necesario, para la liberación de las mujeres del yugo patriarcal. Tampoco se puede hablar de comunismo o, simplemente, de libertad, sin que las oprimidas por el heteropatriarcado tomen el cielo por asalto.
Ya que el patriarcado y el capitalismo van de la mano, y lo mismo deben hacer las luchas que se les oponen, no en vano los mayores avances en materia feminista (con sus limitaciones) coinciden con períodos de correlación de fuerzas favorables a la clase obrera (la revolución bolchevique, el gobierno del Frente Popular en el Estado español) y al contrario (el avance del fascismo en los años 30, el triunfo de los golpistas en la guerra antifascista del 36-39, la reacción capitalista neoliberal, etc.).
La clase trabajadora tiene sexo, raza y nación, pero esta diversidad no es un obstáculo, sino un motor hacia su desarrollo: la lucha contra el capital es la lucha contra las divisiones que el capital nos impone (Benítez, I., 2014).
La necesidad de espacios de lucha específicos o saber de que la opresión de género tiene un carácter transversal no está reñida en absoluto con concebir que la lucha contra el patriarcado implica necesariamente la lucha contra el capitalismo aunque no se reduzca a ella. Para conquistar su futuro, la lucha feminista debe tener un componente esencial de clasismo e internacionalismo.
Lo mismo puede aplicarse en el otro sentido: la lucha comunista que no reconozca o reduzca la lucha feminista estará abocada al fracaso de su mayor objetivo: la liberación de la humanidad.
La verdadera lucha anticapitalista será, siempre, antipatriarcal.
“El comunismo es también impensable sin la liberación de la mujer”
En numerosas ocasiones las feministas han arremetido colas organizaciones comunistas por situar la lucha por la liberación de las mujeres en un segundo plano o postergarla, algo que ha ocurrido y ocurre en ciertas ocasiones.
Además de la crisis del capitalismo, la militancia comunista afronta también la indudable crisis de su propio movimiento. Aunque existe la tentación de aferrarse a un pasado más luminoso (generalmente, anterior al revisionismo), el deber de las militantes y las organizaciones es saber que la crisis del movimiento comunista no se supera yendo hacia atrás, sino “tragándose vivo” ese pasado para impulsarse hacia delante y superar lo existente: la negación de la negación. El movimiento debe desarrollarse, revisarse, mejorarse, y una de las asignaturas pendientes es la línea antipatriarcal, que obliga a colectivos y militantes a enfrentarse a sus contradicciones.
La manera de superar estas diferencias y contradicciones es alzar la bandera de una teoría y práctica comunista de naturaleza dialéctica, ni esquemática ni dogmática, que sin traicionar sus principios admita la necesidad de su propio avance y desarrollo mediante la crítica y la autocrítica.
Desde su fundación, al igual que otros colectivos, Red Roja se define también como feminista, pero la simple etiqueta no se convierte en realidad de la noche a la mañana como accionando un interruptor. Aunque existe acuerdo en la necesidad de la lucha contra el patriarcado, la construcción de nuestra organización como antipatriarcal es un proceso atravesado por numerosas contradicciones que nos pueden hacer avanzar, como no podía ser de otra manera.
Estas contradicciones, latentes o explícitas, están presentes de diferentes maneras dentro de las organizaciones comunistas y el movimiento revolucionario en general. Considerarnos revolucionarias/revolucionarios no hace automáticamente desaparecer en nuestro interior la ideología patriarcal y sus actitudes, en las que llevamos socializándonos de diferentes maneras desde hace miles de años; al contrario, la militancia revolucionaria debe exigirse un ataque sin concesiones contra el patriarcado hacia fuera y hacia dentro, tanto a nivel personal como a nivel de colectivo. Estas resistencias patriarcales (muchas veces inconscientes y cargadas de automatismos) y los conflictos que generan se plasman de diversas formas, como la tan conocida dinámica de relegar lo feminista a un segundo plano de importancia, el olvido sistemático de la visión antipatriarcal, actuar como si un análisis puramente económico fuese suficiente o considerar que lo feminista “ya está incluido” sin necesidad de nombrarlo.
La lucha de clases y la lucha contra el patriarcado están profundamente interrelacionadas; la explotación específica de las mujeres es clave para el capitalismo, dado que las mujeres son productoras y reproductoras de una mercancía capitalista esencial: la fuerza de trabajo. El capitalismo se vale del patriarcado pre-existente, lo instrumentaliza, y explota doblemente la fuerza de trabajo de las mujeres. Además de producir fuerza de trabajo (biológica y socialmente), el trabajo doméstico de las mujeres se plasma en comida, afecto, ropa limpia, lo que reproduce la fuerza de trabajo, siendo una pieza clave para la organización y explotación capitalista. Además, la maquinaria ideológica se dirige a construir un prototipo “femenino” de mujer alienada, que se convierta en transmisora efectiva de la ideología dominante.
Por ello, la liberación de las mujeres no podrá ser completa hasta que hayamos destruido las relaciones de explotación del capitalismo. De igual modo, como ya se ha comprobado en las experiencias históricas revolucionarias, el avance hacia el socialismo no suponen automáticamente victorias en la lucha contra el patriarcado. Es justo decir: la revolución será feminista o no será, el feminismo será revolucionario o no será. Para llevar este concepto a la práctica es necesario abandonar el enfoque (erróneo y eurocéntrico) de progreso, según el cual el pasado siempre fue peor y el futuro siempre será más avanzado que el presente, y asumir en primera persona la responsabilidad de nuestra liberación.
Aunque previo al capitalismo, el patriarcado tiene mucho que ver con la propiedad privada y con el poder.
Carlos Tupac (2012) cita a Victoria Sau cuando indica que el establecimiento definitivo del patriarcado se produce en el Neolítico, siendo pilares de ello el desarrollo del arado y el conocimiento del papel del hombre en la reproducción: sin esto no se dan las condiciones materiales para el establecimiento de la opresión y explotación sistemática de las mujeres. Estas son las raíces de la dominación, opresión y explotación de la mujer por parte del hombre y las sociedades de clases: la mujer cumple el papel de instrumento de producción esencial del patriarcado al generar fuerza de trabajo, vida, placer y conocimiento.
La raíz de la contradicción, por tanto, estaría en la relación entre la violencia patriarcal y el proceso social de producción. De ahí podemos seguir los procesos históricos y reconocer que el fortalecimiento del patriarcado va ligado al avance de la propiedad privada sobre la colectiva. Buen ejemplo de ello fue la necesidad de la ofensiva patriarcal contra las “brujas” -con el objetivo destruir el control que las mujeres habían tenido sobre sus cuerpos y su papel relevante en las relaciones sociales basadas en la propiedad colectiva- para la acumulación originaria de capital que anuncia la llegada del capitalismo (Federici, 2010).
Ciencia de las oprimidas
Aquí reivindicamos el carácter científico (en sentido amplio) del marxismo y, en general, de cualquier conocimiento válido. Consideramos que “científico” engloba algo más que el uso del método experimental: nos referimos al hecho de contrastar toda teoría con la práctica y la realidad, afirmando que “la práctica es la única prueba de la verdad”. Con esto no queremos afirmar que los resultados científicos traigan la verdad absoluta, sino que es la única herramienta que nos permite tener cierto grado de certeza sobre lo que conocemos: la ciencia, al igual que el marxismo, tiene que ir revisándose continuamente en un proceso de crítica y autocrítica.
Al igual que ocurre con la violencia o la moral, es imposible hablar de ciencia en abstracto, especialmente cuando las investigaciones están tan controladas por la financiación empresarial y los intereses de la clase dominante. Existe una ciencia que sirve a las oprimidas y una ciencia que sirve a los opresores y, con este artículo, se pretende modestamente poner ciertas investigaciones científicas de parte de las oprimidas.
Susan Fiske y Peter Glick (1996) diseccionan el patriarcado desde la psicología, y sostienen que es diferente de otros sistemas de dominación como el de la opresión étnica al tener un carácter ambivalente: engloba dos grandes grupos de actitudes, lo que llaman “sexismo hostil” y “sexismo benevolente”, ambos igualmente patriarcales y dominadores. El polo hostil estaría compuesto por actitudes agresivas, que consideran a las mujeres incapaces y que vendrían a equipararse con las actitudes machistas explícitas. El polo benevolente se caracteriza por considerar a las mujeres seres maravillosos, pero frágiles, que deben ser protegidos; la benevolencia no es opuesta a la hostilidad, sino que es igualmente patriarcal y supone una cómoda racionalización a la hora de apartar a las mujeres de cualquier posición de poder y autonomía.
Estas actitudes benevolentes, muchas veces implícitas y condescendientes en esencia, no son ni inocentes ni inofensivas como se argumenta en ocasiones, y deben ser combatidas de igual modo que las actitudes patriarcales explícitas y hostiles. Esto no es sólo una teorización abstracta, sino que los experimentos realizados por la psicóloga Muriel Dumont y por su compañero Benoit Dardenne (2007) muestran cómo las actitudes patriarcales sutiles, condescendientes o paternalistas tienen un impacto negativo sobre el rendimiento cognitivo de las mujeres muy superior al de las actitudes machistas directas y hostiles, que generalmente producen en quienes las sufren reacciones defensivas y de auto-afirmación.
Considerar este tipo de actitudes inocuas nunca ha sido, y ahora menos, una simple cuestión de opinión, sino parte de la ideología patriarcal.
Fiske y Glick continúan su análisis psicológico del patriarcado distinguiendo entre tres componentes básicos del mismo, cada uno expresándose en la dimensión hostil y en la benevolente: paternalismo (dominador o protector), la diferenciación de género (competitiva o complementaria) y la heterosexualidad.
El paternalismo se define como la actitud “de un padre lidiando con sus hijas e hijos”, y puede ser dominador al considerar que las mujeres no son adultos completamente responsables y necesitan la supervisión de un hombre, o protector al creer que el hombre tiene la función de cuidar de la mujer y de su familia; el ejemplo más directo de esto es la familia patriarcal tradicional, que autores como C. Tupac consideran el núcleo de reproducción básico tanto de la ideología patriarcal como de la burguesa.
La diferenciación de género es otro de los pilares básicos de la psicología del patriarcado: el uso de las diferencias de sexo como base para la diferenciación social. Esto se manifiesta en la identidad de género, que es una de las identidades subjetivas grupales que suele desarrollarse antes y con más fuerza (al menos, entre las personas cuya identidad de género coincide con su género biológico). La diferenciación de género competitiva justifica el poder de los hombres argumentando que son éstos quienes poseen las cualidades necesarias para ejercer el poder y la autoridad en la sociedad, al contrario que las mujeres. La diferenciación de género complementaria se basa en afirmar que las mujeres poseen talentos naturales que los hombres tienen en menor medida, sobre todo relacionados con los cuidados, la ternura, y la sensibilidad; como hemos afirmado antes, se trata sólo de racionalizar el hecho de apartar a las mujeres de las posiciones de poder de una forma benevolente. La ideología dominante se ha basado en la ciencia para justificar esta diferenciación de género, al señalar como fuente de esta diferencia social ciertas diferencias biológicas entre sexos: el grosor del cuerpo calloso (la estructura que conecta ambos hemisferios cerebrales), las diferencias en el hipotálamo, en la lateralidad de funciones, las diferencias en simetría en el campo temporal izquierdo, etc. Esto implica una visión mecánica, que establece una relación directa de causa-efecto entre las diferencias neurales y las diferencias conductuales. Este punto de vista es limitado, y las últimas investigaciones (Pascual-Leone, 2005) en neuroplasticidad han demostrado que el cerebro es un órgano esencialmente dinámico, y que la la relación entre anatomía cerebral y conducta es dialéctica: los cambios neurales producen cambios de conducta, y los cambios de conducta producen cambios neurales. Esto permite apuntar que son las diferencias sociales impuestas a los cuerpos las que provocan las diferencias cerebrales entre esos cuerpos, según sean leídos hombre o mujer. Esta conclusión está avalada por lo estudios Baby X realizados por las investigadoras Carol A. Seavey, Sue Rosenberg Zalk y Phyllis A. Katz (1975). Estos estudios, replicados en varias ocasiones, muestran cómo la forma de tratar a bebés de pocos meses cambia radicalmente si quien interactúa con ellos/ellas cree que son de sexo masculino o femenino, estando las interacciones hacia quien se cree que es varón marcadas por la estimulación física, y las interacciones hacia las bebés leídas mujer caracterizadas por la suavidad y la riqueza en la expresión verbal.
El componente heterosexual (y heteronormativo) del patriarcado es considerado por Susan Fiske y P. Glick como la fuente más clara de la ambivalencia, ya que las mujeres son “madres, amantes y objetos románticos” además de simple fuente de fuerza de trabajo explotada. La “atracción heterosexual” es inseparable del deseo genuino de cercanía (intimidad heterosexual) pero este deseo no puede escindirse fácilmente de la “dominación heterosexual”. Esto se ve con claridad cuando se observa que, aunque las relaciones heterosexuales de pareja son la fuente de importantes sentimientos de intimidad y euforia para muchas personas, también suponen la mayor amenaza de sufrir violencia física para las mujeres; por supuesto, aquí se incluyen las cadenas del amor romántico y la trampa de la doble explotación. La heteronormatividad, necesaria para el mantenimiento de la opresión y explotación de las mujeres, es impuesta por el patriarcado (correctamente definido, por tanto, como heteropatriarcado).
En esta línea se enmarca la investigación de Soledad de Lemus (2010), que concluye que las primeras experiencias amorosas (heterosexuales) en adolescentes predicen un aumento de las actitudes patriarcales tanto en hombres como en mujeres.
Entre las organizaciones y los movimientos se ha extendido de un tiempo a esta parte la importancia de emplear un lenguaje inclusivo que no invisibilice a las mujeres, no sin cierto esfuerzo. Aunque se critica que algunas personas limitan su feminismo a las habilidad para hablar con la “A”, no debe olvidarse que el tema del lenguaje es una cuestión de importancia crucial, que algunos aún consideran poco más que una nimiedad incómoda o una excentricidad a la que se le han de hacer concesiones. En Red Roja hemos apoyado en varias ocasiones la afirmación “el lenguaje crea pensamiento”, pero ¿cuánto tiene esto de verdad y en base a qué?
Que una compañera afirme que no se siente incluida por el género “masculino neutro” bastaría y sobraría para trabajar hacia un cambio en ese lenguaje, pero no es sólo una cuestión de preferencia personal. La línea de investigación de la psicóloga Lera Boroditsky (2001) afirma que el lenguaje que empleamos es una poderosa herramienta a la hora de moldear el pensamiento, e influye en la concepción que tenemos de la realidad Es decir, nuestra forma de hablar influye en nuestra forma de pensar.
Según el estudio de Melanie M. Ayres (2009), el mismo hecho de que una mujer se considere feminista, es el factor predictivo más importante de que esa mujer se enfrentará a una agresión patriarcal (en lugar de evitarla o huir), por encima de otros factores, por ejemplo, tener experiencia previa con actitudes sexistas.
Feminsmo ¿de clase?
No es un secreto que la etiqueta “feminismo de clase” se utiliza como coartada para tratar de hacer ver que la lucha antipatriarcal está (o incluso que siempre ha estado) dentro de la línea anticapitalista “tradicional”; de igual modo, se utiliza como un escudo por parte de ciertas personas o colectivos que quieren evitar la tan necesaria (auto)revisión en clave feminista. Este mal uso del concepto (a veces consciente, a veces no) que pretende fagocitar la lucha antipatriarcal y subordinarla a la lucha de una clase trabajadora concebida desde un esquema rígido, escolástico, y ciego a todo lo que no sea directamente económico, lleva en la práctica a invisibilizar la opresión de género.
Muy al contrario, el feminismo de clase es la teoría y praxis que comprende que la lucha feminista debe enfrentarse a todas las contradicciones que la afectan. La liberación de las mujeres o de identidades no-heteronormativas, de igual modo (y al mismo tiempo tan diferente) que ocurre con la autodeterminación de los pueblos oprimidos, son contradicciones existentes en el seno de la clase trabajadora, pero no por ello impiden el avance hacia la emancipación de la clase: son contradicciones no antagónicas. No puede existir un futuro de libertad que no sea de clase: el asalto al poder por parte de la clase trabajadora y proceso de avance hacia una sociedad sin clases no es suficiente, pero sí necesario, para la liberación de las mujeres del yugo patriarcal. Tampoco se puede hablar de comunismo o, simplemente, de libertad, sin que las oprimidas por el heteropatriarcado tomen el cielo por asalto.
Ya que el patriarcado y el capitalismo van de la mano, y lo mismo deben hacer las luchas que se les oponen, no en vano los mayores avances en materia feminista (con sus limitaciones) coinciden con períodos de correlación de fuerzas favorables a la clase obrera (la revolución bolchevique, el gobierno del Frente Popular en el Estado español) y al contrario (el avance del fascismo en los años 30, el triunfo de los golpistas en la guerra antifascista del 36-39, la reacción capitalista neoliberal, etc.).
La clase trabajadora tiene sexo, raza y nación, pero esta diversidad no es un obstáculo, sino un motor hacia su desarrollo: la lucha contra el capital es la lucha contra las divisiones que el capital nos impone (Benítez, I., 2014).
La necesidad de espacios de lucha específicos o saber de que la opresión de género tiene un carácter transversal no está reñida en absoluto con concebir que la lucha contra el patriarcado implica necesariamente la lucha contra el capitalismo aunque no se reduzca a ella. Para conquistar su futuro, la lucha feminista debe tener un componente esencial de clasismo e internacionalismo.
Lo mismo puede aplicarse en el otro sentido: la lucha comunista que no reconozca o reduzca la lucha feminista estará abocada al fracaso de su mayor objetivo: la liberación de la humanidad.
La verdadera lucha anticapitalista será, siempre, antipatriarcal.
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