Poca
gente conoce a tantos criminales como el rey Juan Carlos. Varios socios
suyos de negocios, Mario Conde, Javier de la Rosa o Ruiz Mateos, han
embellecido los cárceles del estado, sin hablar de monarquistas
empedernidos y grandes amigos como Milans del Bosch o Alfonso Armada.
La pregunta es retórica. Este artículo de Mike Eaude repasa la trayectoria del rey Juan Carlos y debate el papel de la monarquía en el Estado español moderno.
Hace unos diez años, Juan Carlos y su
familia gozaban de una popularidad extraordinaria – él era el rey
alabado por la prensa, el PP, el PSOE y el PCE por su defensa férrea de la
democracia contra los golpistas de Tejero en 1981. La crisis,
combinándose con las meteduras de pata de la familia real, ha cambiado
esta percepción popular. Además, la naturaleza de la transición está más
cuestionada hoy, lo que hace que más gente dude del papel de Juan
Carlos – aunque no deberíamos engañarnos, Juan Carlos y su pandilla
todavía gozan de un amplio apoyo popular.
Hay que matizar ‘meteduras de pata’ – la
monarquía se ha comportado siempre de la misma manera, con safaris (lo
que ahora son elefantes en Botswana con su novia, antes eran osos
drogados en la Rusia de Yeltsin), opiniones de Sofía ultra-derechistas
sobre el aborto, negocios dudosos, etc. La diferencia es que ahora, con
la crisis del paro, la clase trabajadora está más sensibilizada respecto
los privilegios de la monarquía. Por tanto, la prensa tiene que
reflejar esto, mientras que antes solo leías de los negocios y amoríos
del monarca en la prensa extranjera.
Feudalismo y capitalismo
En 1649 y 1793, los revolucionarios
ingleses y franceses ejecutaron a sus reyes. Esas eran las revoluciones
burguesas, en nombre de la democracia parlamentaria y el libre comercio.
Un capitalismo ascendente necesitaba que el estado feudal cambiara para
representar sus intereses: la sociedad feudal y el tiempo de los reyes
absolutos se acabaron. Sin embargo, en Inglaterra (y en otros países
como Holanda) el nuevo estado capitalista podía sacar provecho de tener a
un/a monarca, no como rey/reina absoluta sino como una figura que
mantendría la unión del estado y mistificaría a sus sujetos. Mientras en
Francia, se instauró una república; en Inglaterra, se re-instauró la
monarquía en 1660, pero con un poder controlado.
En el Estado español se ha expulsado a
la monarquía dos veces, en 1868 y en 1931, introduciéndose las primera y
segunda repúblicas. Sin embargo, en ambas ocasiones han logrado volver.
¿Cómo es que el rey Juan Carlos, a pesar de no haber sido elegido, ha
sido aclamado como progresista y garante de una constitución
democrática? ¿Cómo llegó a esta posición el heredero de Franco, contra
toda lógica o probabilidad histórica?
El rey de Franco
Juan Carlos, nacido en 1938, es el nieto
de Alfonso XIII, expulsado del estado español en abril de 1931. Creció
entre los aristócratas desterrados y playboys de capa caída de Estoril,
cerca de Lisboa. En un acto de crueldad, su padre le mandó con diez años
a Madrid para que Franco le educara. Formaba parte de su “sacrificio”
para poder coronarse rey en el futuro.
Nombrado en 1969 sucesor por el propio
Franco, Juan Carlos era una figura melancólica y gris, que aparecía en
ceremonias públicas casi siempre ataviado con uniforme militar. Al morir
Franco en 1975 y al convertirse Juan Carlos en Jefe de Estado, Santiago
Carrillo, líder del Partido Comunista, comentó: “Juan Carlos no es más
que el representante del franquismo más allá de la tumba abierta del
dictador”.
Juan Carlos, como es consabido, entre la
reforma y el ‘búnker’ (los franquistas intransigentes) optó por
aquella. Entendió que la banca y el capital español veían su futuro
dentro de la Comunidad Europea. Además, como era hombre militar,
entendió que el único futuro para un ejército anticuado pasaba por
modernizarse, y que esto implicaba entrar en la OTAN. Sin embargo, para
ello, el Estado español tendría que ser, al menos formalmente, una
democracia.
También contaba con un ejemplo muy
cercano que le hizo oponerse al búnker: su cuñado, el rey Constantino de
Grecia, apoyó el golpe militar “de los coroneles” en 1967. Cuando cayó
la dictadura griega en 1974, los trabajadores y trabajadoras expulsaron a
Constantino junto con los militares.
Justo después de que su familia hubiera
recuperado el poder y el privilegio perdidos desde 1931, Juan Carlos se
mostró muy precavido ante el riesgo de terminar como Constantino. Por
ende, se rodeó de otros seguidores de Franco que cambiaron de chaqueta
en aquellos años. El propio rey lo expresó muy bien: “Esto no puede
seguir así so pena de perderse”.
Su colaborador más cercano era Adolfo
Suárez, una elección excelente para llevar a cabo el tipo de transición,
desde la ley franquista a la ley democrática, negociada entre
bastidores, que necesitaba Juan Carlos. El rey no podía arriesgarse ante
ningún tipo de proceso constituyente abierto, ya que tenía buenas
razones para temer que se pudiera escoger una república.
El gran demócrata
Carrillo cambió totalmente de opinión y
llegó a proclamar en 1977 que el rey era “el motor del cambio”, lo que
no sólo era un análisis totalmente antimarxista, sino también una
opinión que le otorgó al rey un gran crédito democrático. El británico
Paul Preston, el más prestigioso de los historiadores de la España
contemporánea, es el biógrafo del rey y otro admirador: “El papel de
Juan Carlos, tanto en la devolución de la democracia a España en 1977
como en la posterior defensa de las posiciones democráticas, ha dado una
relevancia práctica a la monarquía”.
La fama de Juan Carlos como demócrata se
consolidó con el golpe de estado del 23 de febrero de 1981. Aún antes
del libro reciente de Pilar Urbano o el programa (no tan fantasioso) de
Jordi Évole, la negativa final del rey de apoyar el golpe dejó muchas
incógnitas, ya que no se sabe por qué el rey tardó tanto —siete horas
desde la entrada de Tejero en el Congreso, a las 18:20— en salir en la
televisión para desautorizar a los golpistas. Años después, la reina
Sofía dijo que el rey realizó con los militares aquel día un “juego
voluntariamente ambiguo” y que les había hecho creer que estaba con
ellos.
El rey salió del 23-F triunfante,
alabado por los líderes y prensa internacionales como un héroe de la
democracia . En el estado español, la gente no lo tenía tan claro:
durante la mayor parte de los ’80 se seguía valorando más el papel del
movimiento obrero en la transición que del rey. Con el reflujo de luchas
en los años ’90, el rey se hizo más popular. Solo en Euskadi perduraba
una mayoría hostil, que rechazaba el papel del rey en la Constitución de
garantizar la unidad del estado como jefe de las Fuerzas Armadas. Hoy
día, ante los deseos independentistas de la mayoría del pueblo catalán,
el rey vuelve a insistir en la unidad de España.
Unidad del estado
La monarquía sirve, como siempre ha
servido, como símbolo de la unidad del estado español, respaldada, está
claro en la constitución española, por el ejército. Tanto el PP como el
PSOE, aunque con matices diferentes, la utilizan para reforzar sus
conceptos de una España centralizada y por tanto marginar los derechos
nacionales de Euskal Herria, els Països Catalans o Galiza.
Hay una buena razón básica: el Estado
español, tardío en el desarrollo capitalista y todavía con flecos
feudales (la falta de una reforma agraria real), no ha sabido nunca
aunar una nación auténtica. Ha vivido en conflicto con sus dos
territorios de más desarrollo capitalista, Euskadi y Catalunya.
Débil, el estado tiene que aparentar que
es fuerte. Así que rehúsa negociar nada con Euskadi o Catalunya. Sigue
en la cárcel Arnaldo Otegi, el principal interlocutor de la izquierda
abertzale, en parte por “injurias al Rey”. Estas injurias consistieron
en decir que el rey era “el jefe máximo del ejército español, es decir
el responsable de los torturadores”, un comentario poco polémico en
Euskadi o Catalunya.
Paul Preston añadió a su comentario,
antes citado, estas palabras: “Visto desde la perspectiva actual [2005],
cuando todavía brotan resquemores de la Guerra Civil y crispaciones
políticas, tiene un gran valor una jefatura del Estado, en este caso la
monarquía, neutral y por encima de los partidos”.
El monarca no es neutral, ya que es el
máximo representante del estado capitalista. Ni está por encima de los
partidos: le debe su posición y popularidad al apoyo de los dos partidos
principales. Una minoría creciente espera con ilusión otro día como
aquel 14 de abril de 1931 del advenimiento de la Segunda República,
porque significaría una ruptura en toda regla con el montaje de la
transición pactada.
Tampoco cabe pensar que una república en
sí solucionaría nuestros problemas: como se ve en Alemania o Francia,
tener una república no es ninguna garantía de un estado más progresista.
Sin embargo, en el contexto actual, no es probable que la monarquía
española sea expulsada por votos en ninguna cámara. Se necesitará un
gran movimiento desde abajo de rechazo generalizado al sistema
capitalista: como símbolo máximo de la clase dominante, la monarquía
moriría con ella.
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