Todo cuanto nace es fluido, dúctil, al principio pero
luego se torna en rígido. Como ejemplo más gráfico, el cuerpo humano que
se va anquilosando con los años. Hay que tener muy regado por el uso el
cerebro para que no le ocurra también. No todas las personas lo
consiguen.
José Luis Sampedro lo logró, sin duda. Y no es el único,
evidentemente. Por lo general, la vejez pierde elasticidad además de en
el físico, en su mente, en el encaje de las situaciones, en el esbozo y
resolución de proyectos. A ello, ha apelado el Rey Juan Carlos para
abdicar en su hijo Felipe al justificarlo así: “Hoy merece pasar a la
primera línea una generación más joven, con nuevas energías, decidida a
emprender con determinación las transformaciones y reformas que la
coyuntura actual está demandando y a afrontar con renovada intensidad y
dedicación los desafíos del mañana”.
La vejez. La más convencional, se impresiona, se aferra a
lo que le presta seguridad, se repite a veces hasta la extenuación del
contrario. Apenas han transcurrido unas horas desde el adiós del Rey a
su cargo y ya estamos anestesiados de tanta historia repetida, tanta loa
oficial sin fisuras, tanto debate en buena parte estéril porque se huye
del que tiene trascendencia. Ganan por abultado tanteo a la información
sobre asuntos cruciales que, sin duda, se precisa conocer ante un hecho
histórico de estas características. Y luego vendrá el turno de su
sucesor, con los mismos pasos. Es como la vida diaria de un anciano sin
horizontes que se levanta, desayuna; si no le duele mucho alguna parte
del cuerpo, sale a dar un paseo, y se compra la comida. Y charla con
quien sea. Y repite, repite y repite, clavando mil batallitas. Para
luego acostarse soñando que se despertará vivo y podrá ejercer las
mismas rutinas. A ese esquema reduce sus proyectos. Una vejez que –con
matices- se produce casi a cualquier edad porque hay ancianos de 40, 30 y
hasta 20 años.
El problema no es en este caso la edad provecta de las
personas porque nadie es insustituible, la cosa se complica cuando el
anciano decrépito es un país, una sociedad. No pueden abdicar en busca
de soluciones. Nos encontramos en un periodo ampliamente descrito en la
decadencia de las civilizaciones. Y es de manual. En las sociedades
estratificadas, anquilosadas, hieráticas, no se mueve nada, no surgen
proyectos ilusionantes. Quienes desempeñan algún tipo de poder dedican
su esfuerzo a que todo siga igual. A levantarse, comer como esté
establecido, dar un paseo por los canales encauzados, o distraer la
espera con lo que no comprometa, con lo que aburra -al punto de
desconectar- a la tercera repetición. Huyendo de estímulos para huir de
riesgos.
…O para mercarse leyes constitucionales de gran
trascendencia sin consenso y por simple mayoría. O lo que es lo mismo,
para dejar todo atado y que ese pueblo, al que consideran inmaduro y
necesitado de instrucciones para decidir lo que quiere querer, no se
desmande, no se aleje de sus planes.
A estas alturas del periodo “abdicacional” ya no
recordamos con precisión que la familia real está inmersa en un proceso
por corrupción contra Iñaki Urdangarín y la Infanta Cristina. Y que
ello ha pesado notablemente en la decisión de Juan Carlos. No se trata
tanto de vejez, ni de cambio generacional, sino de salvar los muebles
que se pueda. Y de hacer la mudanza cuando la mayoría parlamentaria
ofrece un servicio al gusto del consumidor, no vaya a ser que luego algo
se estropee. Y las recientes noticias electorales no pintaban demasiado
bien.
La sociedad española en cambio sí se encuentra
constreñida por tantas estructuras podridas que le atenazan. Acaba de
dar muestras -precisamente, qué coincidencia- de una pujante vitalidad
en algunos huecos del sistema pero se aprestan a enfundarle un traje. De
nueva hechura, naturalmente. Hay que cuidar cómo lo emplea no vaya a
ser que le apriete y termine por perder facultades ante la carencia de
oxígeno.
El Rey Juan Carlos se va pero se queda una forma de
hacer política de antiguo régimen, agudizada por la involución impuesta
por el actual gobierno. Algunos partidos, judicatura, iglesia,
sindicatos, empresarios, periodismo, son sectores que presentan serias
averías. Y ya el colmo es poner la televisión o la radio y ver aparecer a
apolillados pontificadores que intentan formatear a la sociedad con sus
criterios trasnochados. Todos ellos sí que precisan un cambio
generacional, o con más propiedad, neuronal, de actitud ante la vida, no
privativa de la juventud del calendario. Poco arreglaremos si no
“abdican” también.
Y así estamos. O nos libramos de los corsés, respiramos y
hacemos acopio de savia nueva o vamos al asilo de países a esperar el
final. En este Centro de Mayores de Madrid, los hombres juegan
interminablemente a las cartas. Tras una puerta, las mujeres sentadas en
idénticas mesas conversan o distribuyen monólogos. Ésa es su esperanza
de vida. La nuestra se debate entre ese tipo de futuro o rejuvenecer. Un
jefe de Estado por ser hijo de otro muy innovador no parece.
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