Felipe González ha pasado a la historia
como rey de las cloacas, señor de las alcantarillas, plenipotenciario de
los desagües, emperador de los albañales.
Sus frases escatológicas
(“Aznar y Anguita son la misma mierda”, “El Estado de derecho también se
defiende en las alcantarillas”, “El Estatuto de Cataluña es una cagada
porque Zapatero es una mierda”) revelan una inequívoca vocación por lo
pútrido, lo hediondo y lo infecto. El adalid del cambio no era tan sólo
un político hábil y marrullero, sino un prodigioso alquimista que
transformó la inmundicia franquista en inmundicia democrática. Para
conseguir este milagro, empleó una fórmula magistral: unas gotas de
socialdemocracia, grandes dosis de pasión neoliberal, la persuasiva
retórica de un comerciante acostumbrado a vencer las formas más
insólitas de resistencia y el ingenio de un tahúr que esconde un Colt
debajo de la mesa, mientras despluma a sus rivales con una bajara de
naipes marcados.
Desde niño, Felipe González soñó con
bajar a las alcantarillas e inspeccionar sus aguas, embriagándose con su
olor a letrina. Algo le decía en su interior que en ese mundo de
hedores, turbulencias y penumbras, se hallaba el verdadero poder, ese
cetro invisible que determina el rumbo de la historia. Se imaginaba a sí
mismo con botas de pocero, un casco y una lámpara, adentrándose en un
territorio, donde estorba moral y los principios sólo son argucias para
sobrevivir. Ser el príncipe de las tinieblas le parecía mucho más
seductor que ser un bobo idealista. Sabía que le esperaba un largo
camino y que no llegaría muy lejos sin dotes de comediante, capaz de
fingir, aturdir, enredar y seducir. En los sesenta, se apuntó a la pana,
el pelo moderadamente largo, los vaqueros de campana y la
canción-protesta. Aprendió a cerrar el puño, lanzar arengas y argumentar
como un leguleyo curtido en mil batallas judiciales. Se tomó ciertas
molestias que consideró ineludibles: participar en manifestaciones
ilegales, conocer las dependencias policiales en calidad de detenido,
escuchar resignadamente a Mercedes Sosa, hojear ostentosamente El Capital y leer con aparente arrobo a Julio Cortázar. Nunca le gustó Rayuela,
pero entendió que un estudiante de derecho antifranquista debía
pasearse con una novela experimental debajo del brazo y no ser
descubierto con su lectura predilecta: Los complots del gran visir Iznogud.
Ambicioso, ladino y traicionero, Iznogud era su personaje de ficción
favorito y su inequívoco modelo. Aunque González no hablaba inglés, le
agradaba saber que el nombre de Iznogud había surgido de un juego de
palabras: “He’s no good”. Aún no había descubierto a Nicolás Maquiavelo,
el diplomático florentino que iluminaría sus largas noches como
Presidente del Gobierno, y los Hermanos Malasombra le parecían demasiado
ingenuos, pese a su indudable iniquidad. En cambio, Iznogud se le
antojaba insuperable, con sus alfombras voladoras, sus genios
embotellados y sus brebajes mágicos. “Ser califa en lugar del califa”
era un bonito sueño, pero se conformaba con ser un pocero, un mago que
hace desaparecer la porquería con cal viva y perfuma el ambiente con su
sonrisa de mercader deshonesto.
Sus ilusiones comenzaron a materializarse cuando se convirtió en Isidoro
y escaló hasta el Comité Ejecutivo del PSOE. Era un paso importante,
pero insuficiente. El famoso congreso de Suresnes en 1974 sería su 18 de
Brumario. Escoltado por el general José Faura, agente del SECED, el
servicio de inteligencia creado por el almirante Carrero Blanco, logró
desbancar a la vieja guardia, acusándola de conspirar contra la
civilización occidental, con su estalinismo trasnochado. Su pretensión
era reinventar el PSOE, extirpando cualquier tendencia utópica y
revolucionaria, pero sin despilfarrar las palabras mágicas “socialista” y
“obrero”, excelentes cebos para los incautos. Felipe González entendía
que aceptar el apoyo del SECED no constituía una traición ni un signo de
oportunismo, sino un gesto de madurez y pragmatismo, que serviría de
inspiración en el futuro. En 1994, Faura sería recompensado con el cargo
de Jefe del Estado Mayor del Ejército. Por supuesto, no hay ninguna
relación entre su nombramiento y el golpe de mano de Suresnes.
Simplemente, las distintas etapas de la historia se comunican como los
canales de una red de alcantarillado. Algunos se obstinaban en no
comprenderlo, pero Felipe González ya lo tenía muy claro en 1979, cuando
dejó una frase para la posteridad: “Marxismo o yo”. El tiempo
demostraría que “marxismo o yo” significaba sí a la OTAN, sí al
terrorismo de Estado, sí al encarcelamiento de insumisos, sí a la
precariedad laboral, sí a los contratos basura, sí a la reconversión
industrial, sí a la guerra contra Irak, sí a la inmolación del pueblo
saharaui, sí a la corrupción, sí a la tortura y sí a la dispersión
penitenciaria. “Marxismo o yo” significaba renunciar a las veleidades
republicanas y rendir vasallaje al Borbón rijoso, beodo y botarate. Por
descontado, Felipe González era más inteligente que Iznogud. Por eso,
dejó al califa ser califa y no fantaseó con coronarse emperador. Se
contentó con pequeños gestos simbólicos, como realizar una excursión de
pesca con el Azor, el yate preferido de Francisco Franco. Sólo
fue una pequeña debilidad, que no puede empañar su profunda comprensión
de los asuntos de Estado. De hecho, su gran capacidad política se puso
de manifiesto en su premura por halagar y mimar al califa con
automóviles de lujo, motocicletas de gran cilindrada, aviones,
helicópteros, barcos y un auténtico harén, con actrices, cupletistas,
vedettes y strippers. Por supuesto, todo a cargo de los Presupuestos
Generales del Estado.
Es mejor ser pocero que ser califa, pues
el pocero es un verdadero demiurgo, que esculpe su época desde el
subsuelo. Los años ochenta y la primera mitad de los noventa siempre
tendrán la marca de Felipe González. Es un período de rufianes,
arribistas, bellacos, bribones, alcahuetes, granujas y timadores.
González reclutó para su guardia pretoriana a los canallas más
conspicuos y desalmados: Barrionuevo, un carlista con la piel estragada
por la viruela y aficionado a resolver los problemas, enterrándolos dos
metros bajo tierra; Solchaga, un tahúr que impulsó la cultura del
pelotazo (“España es el país donde es más fácil enriquecerse en menos
tiempo”) y confraternizó con los criminales de cuello blanco; Miguel
Boyer, amante de las villas ostentosas, lector empedernido del Hola
e implacable cruzado contra la clase obrera; José Bono, nostálgico del
yugo y las flechas, propietario de un rico patrimonio de origen turbio,
españolista histérico y gran admirador del inmundo Manuel Fraga; Enrique
Múgica, enredado en la trama del 23-F e inverosímil Defensor del
Pueblo; Rubalcaba, embaucador incansable, conspirador discreto,
parlanchín con tendencia al sermón moralizante, superviviente nato. La
lista de villanos sería inacabable y tediosa, pero no quiero dejar de
mencionar ciertos nombres, particularmente los de los facinerosos que se
encargaron del trabajo sucio: José Amedo, Rodríguez Galindo, Luis
Roldán, Vera, Sancristobal, Corcuera, Damborenea, Elgorriaga. Ninguno de
estos malhechores se caracterizaba por su inteligencia o finura. Luis
Roldán era un vulgar ladrón, torpe y sin imaginación. Amedo, antiguo
inspector de la Brigada Político-Social, pasaba la mayor parte del
tiempo en locales del alterne, presumiendo de sus hazañas, con una mano
en la bragueta y la otra ocupada en sostener un vaso de whisky barato.
Corcuera era un lunático, que resolvía los dilemas morales y legales con
una patada en la puerta, y Damborenea un visionario, que acusaba a
Amnistía Internacional de boicotear los interrogatorios de la Guardia
Civil, cuestionando su derecho a propinar bofetadas, patadas y, de vez
en cuando, una inofensiva descarga eléctrica. Todos eran rematadamente
estúpidos y perversos, pero sus perfidias disfrutaban del tupido
paraguas de Felipe González, un artista del engaño, el fraude y la
superchería. Cuando Iñaki Gabilondo le preguntó en una famosa entrevista
televisiva si sabía algo sobre los GAL, González respondió con
indignación: “Nada, salvo lo que he leído en la prensa”. Desmintió que
fuera Mr. X y repudió las acusaciones, asegurando que todo eran
calumnias. “Falso, radicalmente falso. Mienten. Falsean la realidad”.
Gabilondo arqueó las cejas con incredulidad y Felipe le fulminó con una
mirada digna de Fu Manchú. Los creadores de mitos dicen que se limitó a
seguir el lema de su adorado Maquiavelo: “Yo no digo nunca lo que creo,
ni creo nunca lo que digo, y si se me escapa alguna verdad de vez en
cuando, la escondo entre tantas mentiras, que es difícil reconocerla”.
Felipe González perdió su puesto de
Pocero Mayor del Reino en 1996, reemplazado por José María Aznar, un
verdadero prócer, que ejerció un hiperliderazgo de tintes
sobrenaturales. “Yo soy el milagro”, exclamó el pequeño cesar,
encaramado sobre sus zapatos con alzas invisibles. España siempre ha
tenido suerte con sus gobernantes, grandes hombres que han dejado una
huella imborrable. Después del aznarismo, vino el zapaterismo y ahora el
marianismo, que lucha con denuedo contra rojo-separatistas,
perroflautas, antisistema y altermundistas. Pero ¿qué ha sucedido en
estos años con Felipe González? ¿Echa de menos las alcantarillas? ¿En
qué se ha convertido? Increíblemente, en un “jarrón chino”. Con la
ternura de un verdugo jubilado, ha explicado su insólita transformación:
“Soy como un jarrón chino en un apartamento chiquito. Como se supone
que es valioso, nadie se atreve a romperlo, pero estorba en todas
partes”. Pobre jarrón chino, que acumula ganancias millonarias como
asesor de magnates, políticos y empresarios. Su abultada fortuna
personal convive con su sueldo vitalicio de ex presidente, una prebenda
que estableció antes de abandonar La Moncloa para asegurar su vejez. Se
codea con los grandes: Henrique Capriles, cruzado antichavista y valedor
de las oligarquías; Carlos Slim, prestidigitador de los negocios sucios
y uno de los hombres más ricos del mundo, y Álvaro Uribe, ex presidente
de Colombia, narcotraficante y asesino de masas. Emprendedor
infatigable, Felipe González cobra unos 125.000 euros al año como asesor
de Gas Natural. A pesar de su éxito como hombre de negocios, su
vocación política no ha desaparecido. Cuando hace poco unos felones
realizaron escraches contra políticos del PP, reaccionó con ese afán
justiciero que siempre le ha acompañado: “¿Por qué un niño va a tener
que aguantar una presión en la puerta de su casa?”. Es evidente que los
escraches son terrorismo. Se trata de una acción mucho más violenta y
despiadada que desahuciar a un menor, un aciano o un discapacitado. ¿Por
qué los talibanes de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH)
no toman ejemplo de los votantes del PP, que pasan hambre antes que
cometer la villanía de no pagar una letra? Felipe González, que se
define como “un cristiano con minusvalías”, considera que la solución de
todos los males consistiría en imitar a los Estados Unidos, donde
puedes morir apuñalado en el metro, pero disfrutando hasta el último
estertor de una reconfortante libertad. Al igual que a Millán Astray, le
preocupa que los anhelos independentistas de Catalunya y Euskal Herria
mutilen la indisoluble unidad de la Nación española. En cuanto al paro,
coincide con la patronal. La verdadera tragedia de nuestra sociedad es
que nadie quiere trabajar. Por eso, se deben vincular los salarios a la
productividad o nos convertiremos en “un rincón de Eurasia”, con
ridículas pretensiones de igualdad y solidaridad. Es evidente que tanta
sabiduría no debe caer en saco roto. La Fundación Felipe González,
creada y presidida por Felipe González, se dedicará a estudiar su
trayectoria personal, profesional, política e institucional. Es una gran
noticia que enseña al mundo la trascendencia de los poceros,
infravalorados fontaneros del Estado.
Felipe González sigue fumando puros
superlativos y cuidando bonsáis. Al mirar hacia atrás, piensa con
melancolía en la graciosa ondulación de las aguas fecales. Sigue amando
el subsuelo, pero agradece su jubilación, pues ya no tendrá que sufrir
los baños de multitudes (nunca aguantó el contacto personal con la
chusma) ni soportar que le llamen “Felipe”, un gesto de confianza que
jamás le agradó. Hace unos días, un periodista se atrevió a escarbar en
su intimidad y le preguntó si desearía ser recordado como un nuevo
Adriano, el emperador humanista y helenófilo que inspiró una excelente
novela a Margarite Yourcenar: “Miré usted –contestó con su inconfundible
acento sevillano-. Cité la obra de Yourcenar para quedar bien. El que a
mí me gusta de verdad es Iznogud. Me río mucho con sus álbumes. Yo
nunca quise ser califa en lugar del califa, pero entiendo su ambición y
sus artimañas”. “No le comprendo”, comentó el periodista. “¿Desea ser
recordado como una especie de Iznogud?” “Eso es. A mí no me gusta el
poder, lo que me gusta es mandar y eso sólo lo consigue un visir. Mandar
con las botas y no con los votos. No me interprete mal. Se lo digo sin
acritud”. El periodista, estupefacto, le hizo una última pregunta:
“¿Añadiría alguna frase? ¿Algo que resuma su visión del mundo?”. “Sólo
dos palabras”, respondió González. “Por consiguiente…” Después se alejó,
pensando que sus restos merecían un Mausoleo más grande que El Valle de
los Caídos. ¿Cuál será el lugar que reservará la Historia a Felipe
González? Indudablemente, una letrina. A veces, los sueños se hacen
realidad.
RAFAEL NARBONA
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