Eva Forest nació en Barcelona en 1928.
Hija de un pintor de convicciones anarquistas, no pisó una escuela hasta
1939, pues su padre consideraba que la enseñanza convencional solo era
una forma de opresión concebida para socializar a los niños de acuerdo
con los valores de las clases dominantes.
Después de la guerra, Eva
estudió psiquiatría y sociología, mientras elaboraba una conciencia
política comprometida contra cualquier forma de explotación y opresión.
Casada con el dramaturgo Alfonso Sastre, sufriría su primera detención
en 1962. Acusada de participar en una manifestación de apoyo a las
huelgas mineras de Asturias, se negó a pagar la multa impuesta por el
juez. Su decisión le costaría un mes en prisión con su hija Eva, recién
nacida. Durante el Proceso de Burgos contra dieciséis militantes de ETA,
creó en Madrid el Comité de Solidaridad con Euskadi, que nació con el
propósito de mitigar la represión ejercida por el Estado español contra
los independentistas vascos. En 1974, escribió Operación Ogro
con el pseudónimo Julen Agirre, entrevistándose con el comando Txikia,
que había ejecutado el atentado contra el almirante Luis Carrero Blanco.
Ese mismo año, sería detenida y acusada de colaboración con ETA.
Pasaría casi tres años en prisión preventiva en la cárcel de mujeres de
Yeserías, pero antes soportaría el infierno de la tortura y la
incomunicación durante diez días. La traumática experiencia se
reflejaría en Una extraña aventura y en otros textos redactados
durante su encierro. Algunos se publicarían antes de su liberación en
1977, burlando las medidas de seguridad de la prisión. Una extraña aventura
apenas supera el centenar de páginas, pero en ellas se recrea,
desmenuza y analiza una vivencia límite que traza la frontera entre lo
humano y lo inhumano.
Una extraña aventura se
despliega como una obra teatral, con monólogos discontinuos. Al
principio, se presenta como un poema narrativo, con una mujer de negro
ejerciendo de coro. Los primeros versos manifiestan la impotencia del
lenguaje para reconstruir algo “extraordinario”, “extraño” y
“deslumbrante”. El adjetivo “deslumbrante” no parece el más indicado
para relatar el sufrimiento causado por la tortura, pero más adelante se
explicará que el dolor físico y psíquico produce reacciones
paradójicas: miedo, serenidad, angustia, despersonalización, pasmo,
incredulidad, desdoblamiento. Los informes de las organizaciones
humanitarias se limitan a referir las diferentes técnicas de tortura: la
bañera, el quirófano, el pato, el shock eléctrico, las vejaciones
sexuales, la privación de sueño. Son documentos de indudable valor, pero
Eva Forest no se conforma con abordar las técnicas empleadas para
obtener información, deshumanizar y humillar. Su formación como
psiquiatra y socióloga le exige profundizar, buscando la llave de un
recinto donde el yo se desintegra y la realidad se deforma
grotescamente. Ninguna investigación científica puede usurpar el
ejercicio de introspección de la víctima: “Lo más grave / lo que nos
afectó de tan profunda manera / no está recogido en ninguna parte”. La
tortura no es tan solo el martirio de la carne y el espíritu, sino una
huella psíquica que perdura, convirtiendo el mundo en un lugar áspero y
hostil. El cerebro nunca se libra de ese eco. Ser torturado significa
emprender un viaje que se prolonga indefinidamente, pues aunque
sobrevivas y regreses a tu entorno, todo ha cambiado y ya no puedes
contemplar las cosas con los mismos ojos. En una confesión de cinco
folios, no se pueden apreciar los estragos de un descenso a los abismos
de la condición humana. La tortura es el desencuentro radical con el
otro, pues el ideal de fraternidad se pulveriza de forma irremediable al
descubrir que un semejante puede ser tu verdugo. Pese a todo, Eva
Forest no desemboca en el pesimismo de un Jean Améry, brutalmente
torturado por los nazis. Por el contrario, siente que su humanidad se ha
ensanchado y que en cierta manera le han crecido alas para volar muy
lejos. Se trata de un vuelo interior, espiritual, hacia una solidaridad
ilimitada y quizás inexplicable, salvo por medio del arte, que
trasciende los límites del lenguaje y la razón.
La tortura es un fenómeno complejo. No
puede deslindarse lo psíquico de lo físico, lo trágico de lo grotesco,
lo real y objetivo de lo inverosímil. No se puede decir tan solo “me
llevaron a la bañera”, pues la angustia de la asfixia no es una simple
sensación física. La experiencia de la tortura es intransferible y casi
irrepresentable. Podemos esbozar un relato, pero siempre nos
encontraremos a “años luz de distancia”. En cualquier caso, hay que
liberar las pesadillas y tolerar que se expandan para que algún día
acontezca la cura. Colectivizar el sufrimiento, socializar el dolor, no
es una mala alternativa, pero incluso en ese caso conviene recordar que
cada sesión de tortura es diferente. Aparentemente, la escenificación no
cambia, pero la víctima vive y revive el dolor de forma distinta. Eva
recuerda que escuchaba una rumba flamenca cada vez que la sacaban del
agua “empapada, tiesa como una momia”, con “un frío glaciar en sus finas
médulas”. Forcejear era inútil. El cuerpo siempre acababa sumergido
hasta la cintura y los pulmones se rendían tras unos minutos,
permitiendo que un agua oscura y llena de inmundicias entrara por la
boca. Al regresar al exterior, un radiocasete reproducía una rumba,
mientras llovían los puñetazos, los insultos y los pisotones. La
conciencia –fragmentada, confusa- no reconocía una situación que se
repetía una y otra vez, sino que identificaba algo nuevo y profundamente
turbador. Cada vez era distinto, pues no se trataba de un rutina –al
menos para el torturado-, sino de un viaje hacia “el horror”, esa región
sombría que Joseph Conrad descubrió en el río Congo, pero que también
puede aparecer en los calabozos de una comisaría. El espanto puede
convertirse en ternura, cuando uno de los torturadores prodiga un gesto
de amabilidad. Es una reacción previsible en una situación de profundo
desamparo. La gratitud hacia el torturador que se muestra fugazmente
considerado solo añade una nota de perversidad a los agravios sufridos.
Eva Forest considera que la tortura es
el rostro desnudo del poder: “La tortura muestra lo que son / lo que se
oculta detrás de la fachada del sistema”. Por eso, la víctima de la
tortura se pregunta en algún momento por qué se ha desviado de la norma,
por qué ha malogrado su posibilidad de llevar una tranquila vida
familiar, involucrándose en una insurgencia con escasas posibilidades de
triunfar. Ese pensamiento es una de las consecuencias de la tortura,
que intenta reeducar y escarmentar. No al detenido, sino a la sociedad,
que debe ser disuadida de rebelarse contra el orden establecido. La
tortura intenta que sus víctimas retrocedan hasta sus terrores
infantiles, mostrando que lo horrible es posible y real. En 1984,
el protagonista sufre la amenaza de un martirio inconcebible: una rata
devorará su rostro, si no confiesa. El animal espera al otro lado de una
trampilla, desesperada por el hambre. Un simple gesto liberará su
furia. A veces, las ficciones literarias prefiguran la realidad. Eva
Forest escuchó sobrecogida que sería trasladada al cuartel de la Guardia
Civil de Ondarroa, donde un enorme perro había sido entrenado para
violar mujeres. Los forenses pueden reflejar los daños físicos, pero los
psíquicos no dejan marcas y pueden durar toda una vida. “La bañera no
es nada comparada con el terror a la bañera”, escribe Eva. El terror
psíquico tiñe de irrealidad lo vivido, provocando la sensación de formar
parte de un capricho de Goya. En ese mundo fantasmagórico, el yo pierde
su identidad: “Yo no era yo. […] Te rebajan de tal forma que dejas de
ser tú”. En esos momentos, descubres lo que diferencia a un represor de
un revolucionario: “Ningún revolucionario, nunca, en ningún caso, puede
ser un torturador. Nadie que esté de parte del ser humano y su
liberación puede practicarla. La tortura degrada al que la practica; el
que tortura se descompone, se hunde, se bestializa…”.
Alfonso Sastre finaliza el prólogo que escribió para Una extraña aventura,
con una exclamación de rabia y una advertencia: “¡Malditos seáis los
torturadores! Eva Forest os va a acusar eternamente”. No creo que el
dramaturgo incurriera en un exceso retórico, pues Una extraña aventura
es un alegato intemporal. No es un simple testimonio, sino un estudio
que airea las entrañas del poder. Aunque refleja diez días de
incomunicación en la España de 1976, su potencial explicativo trasciende
su marco histórico, revelando que la esencia del Estado es su capacidad
de infundir terror. El Estado no está hecho a la medida del ser humano.
El Estado pretende fijar la medida del ser humano mediante la tortura.
Antes o después, todos se derrumban. El porcentaje de los que resisten
sin hablar es irrelevante. Sin embargo, la tortura no ha logrado
erradicar la voluntad de resistir a la opresión y luchar por la
libertad. La humanidad nunca renunciará a romper sus cadenas. Incluso en
los peores escenarios, la perspectiva revolucionaria pervive como un
mañana posible. En mayo de 2001, Eva escribió: “Solo viviendo a fondo lo
que ocurrió en Vietnam, lo que luego ha ocurrido en Iraq y en otras
tantas partes del mundo, se puede llegar a conocer la entraña del
imperialismo y empezar a elaborar los planes para una destrucción
definitiva. Solo desde estas profundidades se puede llegar a vislumbrar
que un mundo mejor es posible y que no se trata de un utopía sino de una
real posibilidad que nos han ocultado siempre”. Eva Forest murió el 19
de mayo de 2007 en Hondarribia, sin renunciar a sus convicciones
revolucionarias. Desgraciadamente, la tortura no ha desaparecido en el
Estado español. En 2011, el Comité Europeo para la Prevención de la
Tortura (CPT) consideró “creíbles y consistentes” los testimonios de
diez presuntos militantes de ETA interrogados por la Guardia Civil.
Entre los detenidos, se hallaba Beatriz Etxebarria, que denunció haber
sido violada anal y vaginalmente con un palo untado en vaselina. La
tortura no es una excepción, sino un archipiélago que se extiende por
todo el mundo. Guantánamo es la cara más visible de esta ignominia, pero
sería un error concentrar todas las miradas en ese campo de detención.
Estados Unidos emplea o ampara tortura en Iraq, Afganistán, México,
Colombia o Israel. Los derechos humanos tampoco son respetados en China,
Rusia o la UE. El mundo invita al pesimismo, pero el ejemplo de unos
pocos nos ayuda a conservar la esperanza. Una extraña aventura
nos hace temblar de indignación, pero también nos revela que la
inteligencia puede derrotar a la crueldad. Eva Forest nos ha dejado sus
libros y su compromiso. Sus torturadores, en cambio, han desaparecido
por el desagüe de la historia y, probablemente, no soportarían
contemplar su imagen en un espejo.
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