Optimismo
tecnológico y derrotismo político: esa es la fórmula para el
aplazamiento de las decisiones difíciles sobre la muerte del planeta
“Es como si nos hubiéramos olvidado de quiénes somos”, se queja el héroe de Interstellar.
“Exploradores, pioneros, no vigilantes...No estamos predestinados a
salvar el mundo. Estamos predestinados a abandonarlo”. Este podría ser
el epígrafe de nuestra época.
No me malentiendan. Interstellar es una película magnífica, fiel a las más ricas tradiciones de la ciencia ficción, visual y auditivamente asombrosa. Si miramos más allá de la inevitable tontería, encontraremos una conmovedora exploración de la paternidad, la separación y el envejecimiento. Es también una clásica exposición de dos de los grandes temas de nuestra época: el optimismo tecnológico y el derrotismo político.
La Tierra y sus habitantes se enfrentan a una catástrofe planetaria, causada por “6.000 millones de personas, todas y cada una de las cuales trata de tenerlo todo” [primera generalidad: es quizás un 30% o menos de la humanidad la que aspira a tenerlo todo, los demás aspiramos a sobrevivir], lo que se traduce extrañamente en una sucesión de plagas que arrasan las cosechas del mundo y succionan el oxígeno de la atmósfera (cuando los recibos principales hay que pagarlos en EEUU, no te puedes permitir ganarte el odio de los medios de difusión mencionando el cambio climático. Las plagas, un substituto evidente, probablemente han evitado la pérdida de millones de dólares de recaudación).
El colapso civilizatorio al inicio de la película se entrevera con entrevistas que presentan a veteranos de las grandes sequías y tormentas de polvo de los años 30 [en el sur de EEUU]. Sus raídos rostros prefiguran los temas del envejecimiento y la pérdida. Pero también nos recuerdan un mundo de voluntad política. Se cometieron grandes locuras, pero se hicieron cosas grandes y valerosas para remediarlas: pensemos en el New Deal y el Cuerpo Civil de Conservación [Civilian Conservation Corps, programa de ayuda estatal para jóvenes de la administración Roosevelt]. Ese mundo es casi tan diferente del nuestro como los planetas visitados por los astronautas de Interstellar.
Dejan la tierra para encontrar un lugar al que puedan escapar, o, si eso falla, un mundo en el que pueda depositarse un cargamento de embriones congelados. Hace falta un esfuerzo, cuando sales del cine, para recordar que esas fantasías se las toman en serio millones de adultos, que las consideran una alternativa realista a encarar los problemas a los que nos enfrentamos en la Tierra.
La Nasa tiene una página en internet dedicada a esta idea. Afirma que naves espaciales gigantescas “podrían ser lugares maravillosos en los que vivir; del tamaño más o menos de una ciudad playera californiana, y dotadas de entretenimientos ingrávidos, fantásticas vistas, libertad, espacio para moverse a montones, y gran opulencia”. Por supuesto, nadie podría salir de allí, salvo para irse a otra nave, y el más mínimo fallo técnico provocaría una aniquilación instantánea [además no se menciona, curiosamente, cuál sería la organización social en esas 'ciudades']. Pero los “asentamientos en la órbita terrestre tendrán una de las visiones más asombrosas de nuestro sistema solar: la Tierra viva, siempre cambiante”. Podremos mirar atrás y recordar lo hermosa que era.
Y está además el dinero que se puede hacer. “La colonización del espacio es, en lo esencial, negocio inmobiliario”, prosigue la página de la Nasa. “Quienes colonicen el espacio controlarán vastas tierras, enormes cantidades de energía eléctrica y recursos materiales casi ilimitados.
[Así] se creará una riqueza que rebasará la más viva imaginación y nos brindará poder, con suerte para el bien antes que para el mal”. Dicho de otro modo, no sólo dejaríamos atrás la Tierra sino también a nosotros mismos.
Se trata de una característica común de esas fantasías: su falta de imaginación. Sus audaces vuelos de fantasía tecnológica se ven acompañados de una imperturbable incapacidad de imaginar la vida interior de quienes pudieran habitar esos sistemas. Gente que consideraría intolerable la idea de vivir en el desierto del Gobi – donde, como podría apuntar un agente inmobiliario, hay oxígeno, filtración de la radiación, presión atmosférica y 1 gramo de gravedad – se entusiasman con la idea de vivir en Marte. La gente que imagina que la vida humana sobre la Tierra terminará a causa del poder, la avaricia y la opresión imagina que podremos escapar de estas fuerzas en naves presurizadas controladas por técnicos, en las que estaríamos atrapados como renacuajos en un tarro de mermelada.
Si la colonización especial resulta imposible hoy – cuando Richard Branson, con todos sus millones, no puede propulsar siquiera a la gente fuera de la atmósfera de un modo seguro – ¿qué aspecto tendrá en un mundo que se haya hundido tanto en el desastre que dejarlo por una sofocante masa rocosa sin vida se entienda como una buena opción? En esas circunstancias, suerte tendríamos sólo con poseer los recursos para poder hacer ladrillos.
Sólo comprendiendo esto como impulso religioso podemos evitar la conclusión de que los que esperan jubilosamente este futuro son unos dementes.
Igual que resulta más fácil rogar por la vida después de la muerte que enfrentarse a la opresión, esta fantasía nos permite escapar de las complejidades de la vida en la Tierra a un mundo maravilloso iluminado por las estrellas más allá de la política. En Interstellar, al igual que en muchas otras versiones de la historia – pensemos en Battlestar Galactica y Red Planet – el espacio es celestial, está supervisado por una benigna Tecnología y poblado por ángeles repartidores con tanques de oxígeno.
La colonización del espacio es una versión extrema de una creencia común: que resulta más difícil adaptarse a nuestros problemas que resolverlos.
Este mismo año, el economista Andrew Lilico sostuvo en el [diario conservador británico] The Daily Telegraph que no podemos permitirnos prevenir el recrudecimiento del cambio climático, así que en lugar de eso tenemos que aprender a convivir con él. Se le desafió en Twitter a que explicara cómo podría adaptarse la gente de los trópicos en un mundo en el que hubiera cuatro grados centígrados más de calentamiento global. Respondió: “Me imagino la adaptación de los trópicos a un mundo 4 grados más caliente como su conversión en baldíos con una escasa población que los habitara. ¿Por qué eso no es una opción?”
Releyendo el artículo de Lilico a la luz de ese comentario, me di cuenta de que giraba sobre la palabra “nosotros”. Cuando el titular mantenía que “Hemos fracasado a la hora de prevenir el cambio climático, de modo que debemos adaptarnos a él”, ese “nosotros” se refería en estas instancias a gente distinta. Quienes vivimos en el mundo rico no podemos tolerar impuestos que alienten la energía verde, o regulaciones que disuadan del consumo de combustibles fósiles. No podemos adaptarnos siquiera a un penique más de impuestos. Pero el otro “nosotros”, que acaba significando “ellos” – la gente de los trópicos – puede y debe adaptarse a la pérdida de sus hogares, su tierra y sus vidas, a medida que regiones enteras se convierten en baldíos. ¿Por qué eso no es una opción?
Las vidas de los pobres les resultan imposible de imaginar a gente de su posición, como las vidas de quienes pudieran mudarse a otro planeta o a una estación espacial. De manera que reducir la cantidad de energía que consumimos y reemplazar los combustibles fósiles por otras fuentes – por sencillas y baratas que sean, comparadas con otras opciones – resulta inconcebible e indignante, mientras que el abandono masivo de buena parte de la superficie habitada del mundo es una petición realista y razonable. “No resulta contrario a la razón preferir la destrucción del mundo entero a rascarme el dedo”, hizo notar el filósofo del siglo XVIII David Hume y aquí vemos su contemplación cosificada.
Pero, por lo menos, Lilico podía explicar lo que él quería decir, por contraposición a la mayoría de quienes hablan a la ligera de adaptarnos a la descomposición del clima. ¿Reubicar las ciudades en terreno más elevado? ¿Desplazar carreteras y líneas férreas, desviar ríos, despoblar naciones, abandonar el planeta? No importan los detalles. La tecnología, nuestro dios interestelar, lo solventará, algún día, de algún modo.
Optimismo tecnológico y derrotismo político: es esta una fórmula para el aplazamiento de las decisiones difíciles y su reemplazo por un no lugar de vida que se aleja cada vez más, tras la muerte del planeta. No es extraño que sea popular.
The Guardian. Traducción para sinpermiso.info: Lucas Antón. Revisado por La Haine
No me malentiendan. Interstellar es una película magnífica, fiel a las más ricas tradiciones de la ciencia ficción, visual y auditivamente asombrosa. Si miramos más allá de la inevitable tontería, encontraremos una conmovedora exploración de la paternidad, la separación y el envejecimiento. Es también una clásica exposición de dos de los grandes temas de nuestra época: el optimismo tecnológico y el derrotismo político.
La Tierra y sus habitantes se enfrentan a una catástrofe planetaria, causada por “6.000 millones de personas, todas y cada una de las cuales trata de tenerlo todo” [primera generalidad: es quizás un 30% o menos de la humanidad la que aspira a tenerlo todo, los demás aspiramos a sobrevivir], lo que se traduce extrañamente en una sucesión de plagas que arrasan las cosechas del mundo y succionan el oxígeno de la atmósfera (cuando los recibos principales hay que pagarlos en EEUU, no te puedes permitir ganarte el odio de los medios de difusión mencionando el cambio climático. Las plagas, un substituto evidente, probablemente han evitado la pérdida de millones de dólares de recaudación).
El colapso civilizatorio al inicio de la película se entrevera con entrevistas que presentan a veteranos de las grandes sequías y tormentas de polvo de los años 30 [en el sur de EEUU]. Sus raídos rostros prefiguran los temas del envejecimiento y la pérdida. Pero también nos recuerdan un mundo de voluntad política. Se cometieron grandes locuras, pero se hicieron cosas grandes y valerosas para remediarlas: pensemos en el New Deal y el Cuerpo Civil de Conservación [Civilian Conservation Corps, programa de ayuda estatal para jóvenes de la administración Roosevelt]. Ese mundo es casi tan diferente del nuestro como los planetas visitados por los astronautas de Interstellar.
Dejan la tierra para encontrar un lugar al que puedan escapar, o, si eso falla, un mundo en el que pueda depositarse un cargamento de embriones congelados. Hace falta un esfuerzo, cuando sales del cine, para recordar que esas fantasías se las toman en serio millones de adultos, que las consideran una alternativa realista a encarar los problemas a los que nos enfrentamos en la Tierra.
La Nasa tiene una página en internet dedicada a esta idea. Afirma que naves espaciales gigantescas “podrían ser lugares maravillosos en los que vivir; del tamaño más o menos de una ciudad playera californiana, y dotadas de entretenimientos ingrávidos, fantásticas vistas, libertad, espacio para moverse a montones, y gran opulencia”. Por supuesto, nadie podría salir de allí, salvo para irse a otra nave, y el más mínimo fallo técnico provocaría una aniquilación instantánea [además no se menciona, curiosamente, cuál sería la organización social en esas 'ciudades']. Pero los “asentamientos en la órbita terrestre tendrán una de las visiones más asombrosas de nuestro sistema solar: la Tierra viva, siempre cambiante”. Podremos mirar atrás y recordar lo hermosa que era.
Y está además el dinero que se puede hacer. “La colonización del espacio es, en lo esencial, negocio inmobiliario”, prosigue la página de la Nasa. “Quienes colonicen el espacio controlarán vastas tierras, enormes cantidades de energía eléctrica y recursos materiales casi ilimitados.
[Así] se creará una riqueza que rebasará la más viva imaginación y nos brindará poder, con suerte para el bien antes que para el mal”. Dicho de otro modo, no sólo dejaríamos atrás la Tierra sino también a nosotros mismos.
Se trata de una característica común de esas fantasías: su falta de imaginación. Sus audaces vuelos de fantasía tecnológica se ven acompañados de una imperturbable incapacidad de imaginar la vida interior de quienes pudieran habitar esos sistemas. Gente que consideraría intolerable la idea de vivir en el desierto del Gobi – donde, como podría apuntar un agente inmobiliario, hay oxígeno, filtración de la radiación, presión atmosférica y 1 gramo de gravedad – se entusiasman con la idea de vivir en Marte. La gente que imagina que la vida humana sobre la Tierra terminará a causa del poder, la avaricia y la opresión imagina que podremos escapar de estas fuerzas en naves presurizadas controladas por técnicos, en las que estaríamos atrapados como renacuajos en un tarro de mermelada.
Si la colonización especial resulta imposible hoy – cuando Richard Branson, con todos sus millones, no puede propulsar siquiera a la gente fuera de la atmósfera de un modo seguro – ¿qué aspecto tendrá en un mundo que se haya hundido tanto en el desastre que dejarlo por una sofocante masa rocosa sin vida se entienda como una buena opción? En esas circunstancias, suerte tendríamos sólo con poseer los recursos para poder hacer ladrillos.
Sólo comprendiendo esto como impulso religioso podemos evitar la conclusión de que los que esperan jubilosamente este futuro son unos dementes.
Igual que resulta más fácil rogar por la vida después de la muerte que enfrentarse a la opresión, esta fantasía nos permite escapar de las complejidades de la vida en la Tierra a un mundo maravilloso iluminado por las estrellas más allá de la política. En Interstellar, al igual que en muchas otras versiones de la historia – pensemos en Battlestar Galactica y Red Planet – el espacio es celestial, está supervisado por una benigna Tecnología y poblado por ángeles repartidores con tanques de oxígeno.
La colonización del espacio es una versión extrema de una creencia común: que resulta más difícil adaptarse a nuestros problemas que resolverlos.
Este mismo año, el economista Andrew Lilico sostuvo en el [diario conservador británico] The Daily Telegraph que no podemos permitirnos prevenir el recrudecimiento del cambio climático, así que en lugar de eso tenemos que aprender a convivir con él. Se le desafió en Twitter a que explicara cómo podría adaptarse la gente de los trópicos en un mundo en el que hubiera cuatro grados centígrados más de calentamiento global. Respondió: “Me imagino la adaptación de los trópicos a un mundo 4 grados más caliente como su conversión en baldíos con una escasa población que los habitara. ¿Por qué eso no es una opción?”
Releyendo el artículo de Lilico a la luz de ese comentario, me di cuenta de que giraba sobre la palabra “nosotros”. Cuando el titular mantenía que “Hemos fracasado a la hora de prevenir el cambio climático, de modo que debemos adaptarnos a él”, ese “nosotros” se refería en estas instancias a gente distinta. Quienes vivimos en el mundo rico no podemos tolerar impuestos que alienten la energía verde, o regulaciones que disuadan del consumo de combustibles fósiles. No podemos adaptarnos siquiera a un penique más de impuestos. Pero el otro “nosotros”, que acaba significando “ellos” – la gente de los trópicos – puede y debe adaptarse a la pérdida de sus hogares, su tierra y sus vidas, a medida que regiones enteras se convierten en baldíos. ¿Por qué eso no es una opción?
Las vidas de los pobres les resultan imposible de imaginar a gente de su posición, como las vidas de quienes pudieran mudarse a otro planeta o a una estación espacial. De manera que reducir la cantidad de energía que consumimos y reemplazar los combustibles fósiles por otras fuentes – por sencillas y baratas que sean, comparadas con otras opciones – resulta inconcebible e indignante, mientras que el abandono masivo de buena parte de la superficie habitada del mundo es una petición realista y razonable. “No resulta contrario a la razón preferir la destrucción del mundo entero a rascarme el dedo”, hizo notar el filósofo del siglo XVIII David Hume y aquí vemos su contemplación cosificada.
Pero, por lo menos, Lilico podía explicar lo que él quería decir, por contraposición a la mayoría de quienes hablan a la ligera de adaptarnos a la descomposición del clima. ¿Reubicar las ciudades en terreno más elevado? ¿Desplazar carreteras y líneas férreas, desviar ríos, despoblar naciones, abandonar el planeta? No importan los detalles. La tecnología, nuestro dios interestelar, lo solventará, algún día, de algún modo.
Optimismo tecnológico y derrotismo político: es esta una fórmula para el aplazamiento de las decisiones difíciles y su reemplazo por un no lugar de vida que se aleja cada vez más, tras la muerte del planeta. No es extraño que sea popular.
The Guardian. Traducción para sinpermiso.info: Lucas Antón. Revisado por La Haine
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