Antes de la independencia –supongo que eso es lo que pasa por la cabeza del pueblo vasco– conviene resolver la situación de los gudaris encarcelados y acordar con el Estado español el finiquito del “conflicto”. Ahora los que gobiernan en Ajuria Enea conducen el país con una marcha corta, pero la rama del abertzalismo que sale de la violencia purificadora parece que siente un poco más de inquietud y nostalgia de los buenos tiempos. Aunque –el peso de la experiencia obliga- la vuelta a la carga de los partidarios del viejo derecho a la autodeterminación (un derecho caído en desuso) no quieren cometer el pecado de sus predecesores. Menos unilateralismo, más “sinergias” y mayor ángulo de apertura de la tenaza, ésta es la nueva letra de una música imperecedera. Como los más jóvenes son los primeros en abrir fuego, la emergente (y poderosa) Bildu se ha apuntado al “derecho a decidir” y lleva unos meses animando al PNV de Urkullu a que se sume al proyecto. Bildu esquía arrastrada por la lancha de CiU y sus amigos. Euskadi se catalaniza.
¿Pero es realmente tan nueva esta conjunción de fuerzas contra el enemigo común? ¿No es por el contrario una manifestación más de la famosa longue durée acuñada por los historiadores estructuralistas de la Escuela de los Annales? Démosle una oportunidad a semejante intuición. Subamos -¿por qué no?- a la nave del tiempo, volvamos momentáneamente al pasado y regresemos a un instante preciso no muy lejano y exhaustivamente documentado.
El 24 de junio de 1938 (en plena guerra civil española y en medio de una creciente sensación de derrota final de la República) tuvo lugar en Londres una curiosa entrevista. De un lado comparecieron los promotores de la reunión: Josep Maria Batista i Roca, que poco antes había llegado a la ciudad comisionado por el presidente Companys para desarrollar “una misión diplomática no oficial” (según las propias palabras del citado mandatario de la Generalitat); y también estaba en el mismo bando José F. de Lizaso, representante permanente en la capital británica del gobierno vasco. Sus interlocutores eran lord Halifax, secretario del Foreign Office, y sir Alexander Cadogan, subsecretario del departamento. A espaldas del Gobierno de la República presidido por el doctor Negrín, los dos emisarios privados de los nacionalismos vasco y catalán entregaron a las autoridades británicas sendos memoranda sustancialmente idénticos.
El propósito coordinado de Batista y Lizaso era conseguir una mediación del Gobierno de Su Majestad entre los republicanos españoles y el Ejército de Franco capaz de lograr un armisticio y posteriormente una solución negociada a los diversos litigios que habían conducido a la guerra civil. No se trataba de un proceso convencional a tres bandas, sino a cinco, porque Cataluña y el País Vasco tendrían voz propia en las pretendidas negociaciones de paz. Los objetivos últimos de catalanes y vascos, según consta en los memoranda y fue reconocido explícitamente por Batista i Roca, consistían en ampliar inmediatamente su autonomía regional y después (“Cataluña está fundamentalmente interesada, como siempre, en su propio desarrollo nacional y se siente distanciada del resto de España”) la celebración de un plebiscito en ambos territorios para que Cataluña y el País Vasco pudieran decidir “su futura forma de gobierno”. ¿Les suena a ustedes, estimados lectores, la canción?
No hará falta añadir que los políticos y diplomáticos del Reino Unido se desentendieron inmediatamente del asunto, aunque el gusto británico por la excentricidad quizás quedó completamente satisfecho al conocer el Foreign Office, directamente del testimonio de Batista y Roca, los motivos que asistían a Cataluña para desengancharse en plena marcha del tren en el que iba la Segunda República. Según el emisario catalán, detrás del enfrentamiento armado en España estaba la mano negra de Castilla: “La victoria militar de los rebeldes sólo sería una repetición de la anterior conquista de Castilla, con ayuda extranjera, sobre las otras naciones de la Península; una conquista a la que puede parcialmente atribuirse la presente guerra”. Ni lucha de clases, combate de mentalidades enfrentadas a muerte o conflicto religioso: la guerra civil española, para esta visión maniquea, era una contienda dominada casi sin fisuras por la dialéctica nacionalista.
Al delirio nunca se le agota el combustible. Así que unos meses después –el 7 de diciembre de 1938, a punto de ocupar el ejército expedicionario de Franco la totalidad del territorio catalán y provocar el consiguiente colapso definitivo de la República-, varios miembros del Partido Conservador británico enmudecían al recibir de labios del mismísimo Batista i Roca la sorprendente noticia de que Negrín contaba con la complicidad nazi para instaurar en España una dictadura republicana (militar, por supuesto). Esta pequeña historia demuestra que las alianzas de los nacionalistas (con la izquierda, con la derecha o con los que tienen tres manos) son alianzas de ocasión y sólo son leales a los dictados de su amor propio.
Los episodios anteriores están perfectamente documentados en La guerra de España, 1936-1939 (RBA, 2012, págs. 141-169), del poco sospechoso historiador Enrique Moradiellos.
Es indudable que, durante el Antiguo Régimen, el esencialismo castellano arruinó a la propia Castilla y humilló a los demás territorios de España. Pero Castilla –en el sentido fuerte que le otorgan los nacionalistas contemporáneos- es desde hace mucho tiempo una entelequia. España –la vieja madrastra que tanto hizo sufrir a sus hijos libres o pobres, empezando por los madrileños- es hoy un país democrático que lucha por salir del pozo en el que le han metido unos ineptos que proceden del centro y de sus cuatro esquinas. Los demócratas españoles queremos más Estado y menos nación. Preferimos las causas universales justas, la racionalidad de los hechos administrativos y la lectura de Richard Sennett, el gran sociólogo norteamericano, uno de cuyos últimos libros se titula precisamente Juntos. Y nos resulta pesado que nos sigan dando caña con la Marca Hispánica, el Compromiso de Caspe o los decretos de Nueva Planta. Tampoco nos gustan las cadenas humanas que quieren asfixiarnos y asimismo nos dan pavor los pelotaris de todos los fueros.
Una religión que no cree en
el Diablo carece de porvenir. Eso se entiende perfectamente, como se
entiende que los únicos que sentían el poder de las brujas fueran los
frailes del Santo Oficio. El nacionalismo no puede dejar hablar a los hechos laicos de
cada día: el deseo de vivir en paz con los vecinos, soportar la dulce
mediocridad de uno mismo sin achacarla a las conspiraciones de un
enemigo ficticio y comprender las limitaciones personales sin necesidad
de sublimarlas con la idea de un Absoluto colectivo que nos redima de
nuestras pequeñas miserias. La religión del nacionalismo no puede dejar
de tocar la campana de la iglesia parroquial porque su horror al tedio y
al aburrimiento le impide notar que desgraciadamente para él no hay
ningún fuego a la vista. El pluralismo nos obliga a convivir con los
resortes psíquicos que impulsan a todos los nacionalistas. Pero la
resignación no significa legitimar la enfermedad de todos los
nacionalismos. No estaría bien engañarse. Los nacionalismos catalán y
vasco son residuos del viejo nacionalismo hispánico. Son un fenómeno
reaccionario. Su lema es el mismo que el de un gran españolazo (y catalán ilustre): “Todo lo que no es tradición es plagio”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario