Si se colocase un detector de metales en la puerta de embarque y al mismo tiempo se permitiese la entrada de gente armada por otra puerta, de nada serviría decir que se adoptaron medidas para evitar el secuestro a punta de pistola del avión. Algo similar ocurre con los cohechos, el enriquecimiento ilícito, la prevaricación y otros supuestos de corrupción hasta llegar al indulto.
En apenas una hora, los profesores de Derecho Penal Javier Gómez-Lanz, de la Universidad de Comillas-Icade, de los jesuitas, y Jacobo Dopico Gómez-Aller, de la Carlos III de Madrid, desarmaron la reforma anticorrupción impulsada por el Gobierno y señalaron en la Comisión Constitucional del Congreso los postigos por los que los virus de la corrupción entran y se mueven en el edificio democrático como Pedro por su casa.
Los dos profesores quisieron dejar claro que el Código Penal posee un valor preventivo, pues el 80% de la corrupción, “a tanto alzado”, en expresión de Dopico, depende del derecho administrativo. Con todo, los preceptos penales que el Gobierno y la oposición intentan pactar para evitar la sensación de que la corrupción está amparada por la ley –léase lentitud de la instrucción, falta de medios judiciales, rápida prescripción de los delitos de cuello blanco, discreción del indulto en manos del Ejecutivo–, siguen siendo un coladero.
En la malversación de caudales públicos, Gómez-Lanz llama la atención sobre la definición del “patrimonio público” contenida en el artículo 3 de la Ley de Administraciones Públicas porque, curiosamente, “excluye el dinero y los efectos de tesorería”. “Sería oportuno aclararlo”. El penalista tampoco comprende por qué la malversación atenuada, entendida como administración desleal y apropiación indebida, se fija en 1.000 euros cuando es dinero privado y en 4.000 euros cuando es dinero público. ¿Será que los euros tienen distinto valor? Extraño le resulta que esa malversación atenuada tenga una pena inferior al hurto. ¿Será porque, según la propuesta gubernamental un sujeto sometido a deberes especiales en la administración de lo público tiene menos responsabilidad que un vulgar chorizo?
En contraste, tanto Gómez Lanz como Dopico Gómez-Aller consideran tosca y chusca, por no decir, lamentable y arbitraria la agravación de la pena cuando el delito es fraude a las prestaciones de la Seguridad Social. ¿Será que como los trabajadores en paro propenden al fraude, según consagró el PP en la reforma penal de diciembre de 2012, hay que castigar a los empleados públicos del sistema de prestaciones sociales como autores de malversación? Desde el punto de vista material u ontológico, no son autores sino, en todo caso, colaboradores. Sin embargo, la prostitución de la primera reforma penal promovida por el ministro Alberto Ruiz-Gallardón Jiménez y jaleada, meses después con datos falsos por la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, incrimina a los funcionarios como delincuentes y agrava las penas como funcionarios.
Por analogía, los responsables políticos que manejan subvenciones, sean ministros, consejeros, concejales, merecerían el mismo trato penal, opina el profesor Gómez-Lanz. Pero eso no se produce, eso equivaldría a pedir peras al olmo. Y aunque existiera un frutero llamado Olmo que diera peras, el penalista Gómez-Lanz pone el ejemplo del fraude en las subvenciones para pedir que se suprima el precepto penal de 2012. “En el fraude de subvenciones, a los que auxilian, facilitando la obtención u ocultando los hechos, no se les considera autores, sino que van por la vía general de la complicidad, y además no se les agrava la pena”, explica. ¿Será porque las subvenciones públicas, por regla general, no se otorgan a los trabajadores sino a las empresas y organizaciones, preferentemente amigas?
El cohecho –regalos, trajes, viajes de placer, fiestas, ponis, coches y hasta un Jaguar de la gama Gurtel– no se toca en la reforma anticorrupción. Según Gómez-Lanz, está regulado de una forma muy complicada: cohecho activo, pasivo, cohechos propios, impropios, a futuro, subsiguientes. “Se podría simplificar castigando sin más la aceptación, la receptación o la solicitud de una dádiva o soborno, sin necesidad de vincularlo con el acto pretendido por el cohechador”, afirma el profesor. Y argumenta que “si de verdad pensamos que el cohecho daña la imparcialidad, la neutralidad o la incolumidad de la Administración, me da la sensación de que con la mera aceptación, solicitud o recepción de la dádiva o del soborno ya se produce un ataque grave, lo suficientemente real al bien jurídico como para que esa conducta pueda ser castigada”.
Sería posible sustituir el galimatías vigente por un tipo simplificado de cohecho que concediese a los jueces un marco suficiente de interpretación de las conductas. Por ejemplo, si los gobernantes del PP –caso de Francisco Camps con los famosos trajes– recibieron regalos de los cabecillas de la trama Gurtel y no los devolvieron en dos meses y diez días –plazo que la ley tributaria concede a los defraudadores para regular su situación cuando el fraude supera 120.000 euros y es delito–, significaría que incurrieron en delito de cohecho sin más apellidos. Sería posible graduar las penas en función del mayor o menor daño a los intereses públicos y al deterioro de los principios de incolumidad, neutralidad y transparencia de la Administración. Pero nada de esto se contempla en la reforma anticorrupción. ¿Por qué?
La propuesta gubernamental tampoco introduce el delito de enriquecimiento ilícito, que podría afectar de lleno al extesorero del PP Luis Bárcenas Gutiérrez y a otros correligionarios con dinero a buen recaudo en Suiza. Varios penalistas que han pasado por la Comisión de Justicia del Congreso para hablar del proyecto de Código Penal de Gallardón se han mostrado proclives a la introducción de esa figura penal, por lo demás incluida en la Convención de la ONU contra la Corrupción. Su definición es sencilla. Consiste en el incremento desproporcionado del patrimonio de un funcionario o un cargo público durante el ejercicio de sus funciones y sin una justificación razonable y concordante con sus ingresos y rentas legítimos.
Sin entrar en la consideración de que los corruptos no son tontos y poseen sus testaferros, aquí nos encontramos con dos peligos, señala el profesor Gómez-Lanz: el primero es abstracto porque la consumación del delito no exige necesariamente la lesión de la imparcialidad o la neutralidad de la Administración, y el segundo, con una inversión de la carga de la prueba que resulta contraria a la presunción de inocencia consagrada en la Constitución. Un alto funcionario se ha podido forrar como preparador de opositores, un alcalde ha podido ganar una fortuna a las cartas o a la ruleta cuando no tenía que declarar los premios o, sencillamente, a la lotería. Ejemplos como el del expresidente de la Diputación de Castellón y progenitor de la diputada del PP Andrea Fabra, no faltan en la Cámara legislativa. Ese hombre tenía tanta suerte en la lotería como Ángel Matanzo, un concejal ultraderechista que hubo en Madrid al que siempre le tocaba el gordo.
Sobre el indulto, último coladero, el profesor Dopico considera “improrrogable” la reforma de la ley para, al menos, “reintroducir la obligación de motivar todos indultos”. Esta obligación fue eliminada en 1988. El catedrático de la Carlos III advierte que esta institución “tensa la división de poderes y sabemos que esa tensión se convertiría en ruptura si un consejo de ministros pudiese indultar a sus propios ministros”. La pregunta es si el artículo 102.3 de la Constitución prohíbe los indultos a miembros del Gobierno, ¿por qué el poder Ejecutivo se permite proteger a otros miembros del poder Ejecutivo en Autonomías y Ayuntamientos y a sus agentes y altos cargos? La respuesta no figura ni está prevista en las propuestas del PP contra la corrupción.
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