Felipe González, Angela Merkel, Sarkozy y
otros políticos de relumbrón celebraron el asesinato extrajudicial de
Osama Bin Laden. Ningún juez se planteó que sus obscenas manifestaciones
de alegría por una ejecución ilegal constituían apología del
terrorismo. En Estados Unidos, la gente se echó a la calle, festejando
la noticia. Al igual que la periodista iraní Nazanín Armanian, siempre
he sospechado que la muerte de Osama Bin Laden solo fue una
escenificación teatral y no un hecho real. Se mató a un Fantasma que
simbolizaba el mayor desafío contra Estados Unidos.
Se justificó de paso
un agresivo militarismo que ha destruido Oriente Medio y que mantiene
un peligroso pulso con Rusia por el control de Eurasia, después de
provocar la desestabilización de Ucrania. Al margen de las teorías
conspiratorias, son muchos los argumentos que incitan a dudar sobre la
verdadera autoría del 11-S. Aunque haya caído en el olvido, la masacre
que se produjo el 27 de mayo de 1992 en el mercado de Sarajevo se
atribuyó a los serbios y sirvió para obtener el visto bueno de la ONU
para que la OTAN bombardeara la antigua Yugoslavia, destruyendo
hospitales, escuelas, fábricas vías fluviales y puentes. Con el pretexto
de una intervención humanitaria, Estados Unidos desmanteló un país
socialista no alineado, convirtiendo Kosovo en un protectorado. Detrás
de una mentira, siempre hay un interés oculto.
La demonización de los serbios despojó a
Rusia de uno de sus aliados históricos. Sin embargo, hoy sabemos que la
masacre del mercado de Sarajevo no fue obra de un obús serbio, sino de
“una explosión controlada por un detonador, probablemente dentro de una
caja”, según declaró un representante de Naciones Unidas. El 22 de
agosto de 1992, The Independent afirmó en un artículo: “Los
responsables de las Naciones Unidas y los altos oficiales occidentales
creen que algunas de las peores matanzas de Sarajevo, especialmente la
de las 16 personas que hacían cola en la panadería, eran obra de los
Musulmanes, principales defensores de la ciudad, y no de los sitiadores
serbios. Se trataba de una maniobra con el fin de ganar la simpatía del
mundo y forzar una intervención militar” (El juego de la mentira,
Michel Collon, Hondarribia, Hiru,1999, p. 64). Serbia pidió una
comisión internacional de investigación, pero el líder musulmán Alija
Izetbegovic rechazó la idea. Al finalizar la guerra, Milosevic, Karadzic
y Mladic acabaron sentados en el banquillo del Tribunal Penal
Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY), pero Izetbegovic se
libró de ese destino, pese a que existían pruebas abrumadoras de su
responsabilidad en la matanza de civiles serbios. Estados Unidos
participó en la creación del TPIY y deseaba que prevaleciera su visión
del conflicto, estableciendo las bases jurídicas y diplomáticas para
nuevas intervenciones. De hecho, Javier Solana, secretario general de la
OTAN, afirmó: “La experiencia adquirida en Bosnia podría servir de
modelo para nuestras operaciones futuras de la OTAN”. Solo el escritor
austriaco Peter Handke denunció que se criminalizaba al pueblo serbio,
equiparando los bombardeos de la OTAN sobre Belgrado con los bombardeos
de los nazis. Handke nunca justificó los crímenes de las milicias
serbias ultranacionalistas, pero señaló que croatas y musulmanes habían
actuado con la misma brutalidad y habían quedado impunes. Handke fue
sufrió una campaña internacional de desprestigio, pero no se dejó
intimidar y mantuvo su punto de vista.
La falsificación de los hechos se ha
convertido en el arma más eficaz del nuevo orden mundial. El control de
los grandes medios de comunicación es una pieza esencial de la lucha
entre las potencias que se disputan el dominio del planeta. En España,
la situación es especialmente dramática, pues gobiernan los herederos
ideológicos del franquismo. No hay ningún impedimento legal para elogiar
al general Franco y sus conmilitones, pese a que cometieron un
genocidio. El poder ejecutivo, legislativo y judicial mantienen una
estrecha alianza para criminalizar las protestas sociales, lo cual
explica que hasta el Diccionario Biográfico Español de la Real Academia
de la Historia elogie la dictadura franquista, con la misma desvergüenza
que Jaime Mayor Oreja, ex Ministro del Interior y actual eurodiputado,
se niega a condenar el franquismo, describiendo la dictadura como un
“período de extraordinaria placidez”. En este contexto de cinismo y
complicidad con un régimen que exterminó al menos a 200.000 personas por
sus ideas políticas, no es extraño que la Audiencia Nacional considere
“enaltecimiento del terrorismo” celebrar la muerte de Luis Carrero
Blanco y no mueva una ceja si alguien festeja el presunto asesinato de
Osama Bin Laden. ¿Por qué esa diferencia de criterio? La muerte violenta
de un ser humano siempre constituye un fracaso de la moral y la
convivencia, pero es evidente que la valoración histórica -e incluso
penal- exige distinciones que clarifiquen las circunstancias de un
magnicidio. La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), la Declaración de Independencia de Estados Unidos (1771) y el preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948)
reconocen el “supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la
opresión”. ¿Acaso no fue una tiranía el régimen de Franco? Después de
examinar rigurosamente varias fuentes, el prestigioso historiador
Gabriel Jackson desglosa el número total de víctimas provocada por la
sublevación militar de 1936: “100.000 muertos en los campos de batalla;
10.000 por las incursiones aéreas; 50.000 por enfermedades y
desnutrición (durante la guerra civil); 20.000 por represalias políticas
en la zona republicana; 200.000 por represalias nacionalistas durante
la guerra; 200.000 prisioneros rojos muertos por ejecución o
enfermedades de 1939 a 1943” (La República Española y la Guerra Civil).
Mientras Azaña pedía “Paz, piedad y
perdón” en su famoso discurso en el Ayuntamiento de Barcelona el 18 de
julio de 1938, Franco declaraba al periodista norteamericano Jay Allen:
“No puede haber ningún acuerdo, ninguna tregua. Salvaré a España del
marxismo a cualquier precio”. “¿Significa eso que tendrá que fusilar a
media España?”, preguntó el corresponsal. “He dicho a cualquier precio”,
contestó el general, con frialdad. Nacido en 1904, Carrero Blanco
participó en la guerra civil como capitán de corbeta del destructorHuesca y como Jefe de Estado Mayor de la división de cruceros a bordo del Canarias,
que bombardeó el puerto de Barcelona. Después de la guerra de clases de
1936 –mal llamada guerra civil-, se convirtió en Jefe de Operaciones
del Estado Mayor de la Armada. Más tarde, sería Subsecretario (1941),
Ministro de Presidencia (1951), Vicepresidente (1967) y Presidente del
Gobierno (1973). Aunque personalmente no matara a nadie, fue uno de los
baluartes de un régimen que en el Madrid de 1939, según cifras del conde
Ciano, embajador de Mussolini, fusilaba a 6.000 personas por mes
(“Mujeres de España: de la República al Franquismo”, Daniel Bussy
Genevois, en Historia de las mujeres, bajo la dirección de
Georges Duby y Michelle Perrot, Barcelona, Círculo de Lectores, 1993, p.
218). Entre esas víctimas, hay que incluir a las Trece Rosas, algunas
menores de edad, como Julia Conesa, que solo tenía 19 años en una época
que fijaba la mayoría en los 21. En 1973, las cosas no habían cambiado
demasiado. Los fusilamientos eran más selectivos y seguían prohibidos
los sindicatos, los partidos políticos, la libertad de prensa y los
derechos de reunión, asociación, huelga o manifestación. La tortura era
el método habitual de interrogatorio y tanto la Guardia Civil como la
Policía Armada disparaban con cualquier pretexto, sin que nadie les
pidiera explicaciones. Carrero Blanco era uno de los principales
responsables de esta cadena de abusos e infamias. Antisemita furibundo,
su final puede ser comparado con el de Reinhard Heydrich, Director de la
Oficina Central de Seguridad del Reich. El checo Jan Kubis y el
eslovaco Jozef Gabcik, ambos soldados, se ofrecieron voluntarios para
perpetrar el atentado, con el nombre en clave Operación Antropoide. La
posteridad les considera unos héroes y hace poco Laurent Binot ganó el
Premio Goncourt, con la novela HHhH, que recrea el trágico
episodio. Kubis y Gabcik consiguieron su objetivo, pero a costa de la
inmolación de sus propias vidas. Se refugiaron en la iglesia de San
Cirilo y San Metodio (Praga), donde mantuvieron un valiente
enfrentamiento con una compañía de las SS, que les localizó gracias a
una delación. Gabcik se suicidó cuando se agotó la munición y Kubis
murió desangrado, después de que una granada le hiriera gravemente.
Nunca faltan flores en la ventana de la iglesia que conserva los
impactos de bala de los SS y, en 2007, se colocó una placa de homenaje
en el lugar del atentado.
Cerca de los juzgados de Plaza de
Castilla de Madrid, hay una librería con un escaparate lleno de obras
que exaltan el franquismo y las hazañas de la División Azul, que
combatió con la Wehrmacht durante la Operación Barbarroja. La invasión
de la URSS costó 20 millones de vidas e incluyó el exterminio de judíos,
gitanos y otras minorías. Según Jorge M. Reverte, los voluntarios
españoles presenciaron las masacres y participaron en el fusilamiento y
ahorcamiento de partisanos (La División Azul. Rusia 1941-1944).
No se puede alegar que no tenían otra opción, pues los voluntarios
italianos se negaron a involucrarse en los mismos crímenes. Al igual que
Carrero Blanco, los españoles de la División Azul asociaban judaísmo y
bolchevismo, pero los italianos –según las quejas de algunos oficiales
alemanes- se caracterizaban por su “escaso antisemitismo” y rehuían las
tareas de “limpieza y exterminio”. ¿No es apología del terrorismo llenar
un escaparate de libros que exaltan a los combatientes de la División
Azul? ¿No se puede considerar “enaltecimiento del terrorismo” que
infinidad de calles, plazas y avenidas del Estado español aún conserven
los nombres de generales franquistas (Yagüe, Mola, Varela) responsables
de delitos de lesa humanidad? Para los nazis, los partisanos eran
“terroristas”. Para los jueces españoles, los que se atreven a exigir un
juicio histórico serio y responsable sobre los actos de resistencia
cometidos durante la dictadura, incurren en un delito de “enaltecimiento
del terrorismo”. Esta actitud, lejos de contribuir a la paz y la
reconciliación, solo fomenta el espíritu de crispación y revancha,
impidiendo la normalización democrática de nuestro país. Creo que
algunos jueces firman sus sentencias con la misma indiferencia que
Franco, cuando confirmaba las penas de muerte sin que le temblara el
pulso. No les preocupa desahuciar a familias o encarcelar a jóvenes y
amas de casa que expresan su frustración con frases incendiarias. Saben
que no son terroristas, pero quieren complacer al poder político y a los
nostálgicos del franquismo. Es evidente que lo legal y lo justo no son
lo mismo, pero jueces como Eloy Velasco, director general de Justicia de
la Comunidad Valenciana con los gobiernos de Eduardo Zaplana y
Francisco Camps (implicado en la red Gürtel), siguen el ejemplo de
Baltasar Garzón y otros “jueces estrella”, que han convertido la
administración de justicia en “el trampolín de su arribismo”, de acuerdo
con la célebre frase de Azaña sobre Ortega y Gasset.
¿Qué diferencia a Carrero Blanco de
Osama Bin Laden? Pues simplemente que Osama Bin Laden –o su Fantasma-,
pertenecen al bando de los perdedores y, por tanto, puede ser pisoteado y
escarnecido. Nadie afirmará que celebrar su muerte es un delito. Por el
contrario, Carrero Blanco pertenece al bando de los vencedores. Sus
hijos y nietos ideológicos gobiernan España desde su desaparición. De
hecho, el almirante trabajó con denuedo para lograr que Juan Carlos I
sucediera al general Franco en la Jefatura del Estado, disfrutando de la
misma antidemocrática inviolabilidad. La “Operación Araña” –grotesca,
mezquina, vengativa, desproporcionada- ha dejado flotando en el aire la
sensación de que la Guardia Civil puede llamar a tu puerta en cualquier
momento, colocándote unas esposas por escribir un exabrupto en las redes
sociales. Ese temor es la esencia de un estado totalitario. Espero que
algún día la historia juzgue con la severidad que merece al indigno
gobierno de Mariano Rajoy y acredite de forma irrefutable que la
Transición fue un gigantesca estafa. Vivir en España es vivir en una
cárcel que estrecha cada vez más sus muros. Al igual que en 1939, muchos
nos preguntamos si el exilio es la única opción para conservar la
libertad y la dignidad.
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