Juan Manuel Olarieta
Una opinión muy extendida considera que los jueces son independientes. No se sabe muy bien de qué o de quién, pero cuando se habla de jueces, siempre aparece la palabra independencia. Sin embargo, los jueces no sólo no son ni pueden ser nunca independientes del Estado burgués sino que son parte integrante de ese mismo Estado burgués.
Cualquiera que sea la naturaleza de ese Estado, son siempre leales servidores suyos.
Por más que se oculte y disimule, el aparato judicial tiene una importancia política máxima y su servilismo burocrático se cuida con la mayor atención. De esa manera se logra que sea independiente pero de la clase obrera, e incluso extraño y ajeno a ella, mientras se concentra en la defensa de los intereses económicos y políticos de los monopolistas y de la reacción. En España después de la Iglesia católica y algunos otros aparatos, como los medios de comunicación, el sistema judicial ha sido y es un baluarte ideológico de la reacción (pero no sólo ideológico), uno de los más importantes y uno de los menos conocidos.
Una manera de comprobarlo es analizar el servilismo de los jueces hacia el franquismo. Los estudios históricos relativos a las instituciones del franquismo adolecen de una preocupación primordial por el gobierno y la organización administrativa en general, lo que si bien no deja de tener su lógica, puede dar la equivocada impresión de que las demás instituciones permanecieron al margen, “limpias” de las connotaciones criminales del régimen.
Especialmente se observa esto en lo que a los jueces y tribunales franquistas hace referencia: los problemas para los órganos judiciales -parece desprenderse- derivaron de fuera de ellos mismos, de la falta de independencia.
Sin embargo, no se puede hacer del sistema judicial algo de naturaleza distinta -y por tanto separada- del Estado franquista. La jurisdicción ordinaria no se sustrajo a la creación del “nuevo Estado” nacido del 18 de julio y de la guerra.
Las cortinas de humo
Pese a ello algunos autores afirman que la falta de unidad jurisdiccional, la proliferación de tribunales especializados, habría permitido una continuidad de los jueces ordinarios; quizá cabría hablar de una justicia politizada en los tribunales especiales, pero nunca en los ordinarios; los primeros serían dependientes, pero los demás eran independientes. Entonces, de manera falsa, el problema queda fijado así: lo característico del franquismo fue la falta de unidad jurisdiccional; se crearon numerosos tribunales especializados en represión política en los que concentraron a los jueces adictos y domesticados políticamente; los jueces oridinarios estaban fuera de ese esquema político: eran neutrales e independientes.
Esta errónea teoría fue expuesta inicialmente por la asociación judicial progresista “Justicia Democrática” en su informe de 1973: “La política judicial del régimen se ha basado en la separación de la judicatura del conocimiento de los delitos políticos. Por un lado la ampliación de la jurisdicción militar para reprimir la oposición violenta y la crítica de las instituciones armadas, por otro, la selección de un grupo reducidísimo de magistrados para conocer de las demás conductas de oposición. De este modo se ha conseguido que jueces, magistrados y fiscales queden en su mayoría sin contacto con los ciudadanos detenidos e interrogados por las brigadas especializadas en la represión política” (1).
Luego expresó idéntico criterio el sociólogo Toharia: “Lo propio de un régimen autoritario en cuanto a estructura jurisdiccional -escribe- parece ser el mantenimiento de una jurisdicción ordinaria severamente fragmentada. El control así, sobre los jueces ordinarios, se ejerce no directamente sobre las acciones y decisiones de los mismos, sino indirectamente por medio de la reducción del área posible de su competencia” (2).
De esta misma concepción se hizo eco también el magistrado Fernández Entralgo: “La desconfianza de un Ejecutivo omnipotente hacia unos Jueces y Magistrados que, aún tildados de conservadores, rehusaban abrazar posiciones abiertamente partidistas, condujo, a raíz de la Guerra Civil, a la proliferación de Tribunales especiales y aún excepcionales, en todas aquellas materias cuyo enjuiciamiento interesaba se hiciese con un talante represivo más intenso, o con mayor permeabilidad… A la vez, se pudo dar a los Jueces ordinarios una sensación de falsa independencia, en cuanto conservaban una competencia residual, circunscrita a parcelas escasamente conflictivas que no precisaban, por lo mismo, la inmisión directa del Ejecutivo” (3).
Finalmente José Ruiz sostuvo idénticas conclusiones: “El régimen -puntualiza- había estado especialmente preocupado en separar a la mayoría de la carrera judicial de toda implicación en los juicios políticos. De hecho, se había mantenido en gran parte la legislación civil y penal del siglo pasado, con un origen claramente liberal. El juez ‘profesional’ podía aplicar la legislación en asuntos privados o delitos comunes sin grandes presiones del poder. El régimen no lo necesitaba” (4).
Pues bien, estos puntos de vista disimulan la realidad histórica. Nunca existió tal separación: no existió un “poder ejecutivo” franquista y dictatorial, un “poder judicial” a su vez escindido entre los jueces colaboracionistas, que en los tribunales “especiales” se dedicaban a la represión política, y otros meramente conservadores, dedicados a las tareas asépticas y tradicionales de la función jurisdiccional.
En este caso, la verdad se puede reconstruir muy fácilmente porque está escrita en el Boletín Oficial del Estado, en leyes, decreto y circulares, y no da lugar a equívocos. Recordemos algunas de estas normas, que son elocuentes por sí mismas, aunque se quieran dejar en el anonimato.
El juramento de lealtad a Franco
En plena guerra, el Decreto de 12 de marzo de 1937 reservaba la mitad de las plazas de funcionarios -y entre ellas, las de jueces y magistrados- a los ex-combatientes del bando franquista. A todos los integrantes de la nueva administración -también a los jueces y magistrados- se les exigió juramento de fidelidad al Caudillo y al Movimiento Nacional (5), requisito exigido por el artículo 4 del Reglamento de oposiciones de la carrera judicial de 5 de mayo de 1941 y reiterado por el artículo 36 de la Ley de Funcionarios de 1964. El Presidente de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, Eduardo Divar, arengando a la promoción judicial de 1944 decía que “el juramento que se presta al ingresar en ella [en la carrera judicial, N. del A.] no es meramente ritual, sino un juramento de adhesión incondicional al Caudillo y de ser fieles custodios del depósito sagrado de la Justicia” (6).
Esto quebraba de raíz cualquier asomo, por mínimo que fuese, de independencia de los jueces: “Se ha dicho -afirmaba Eduardo Aunós, ministro del ramo- que la Justicia no es política, y ello es verdad, en cuanto repudia toda sumisión al banal partidismo de los grupos que en el Estado liberal se disputaban permanentemente el Poder. Pero tiene deberes políticos indudables si entendemos por tal la unánime expresión de soberanía, fuera de la cual se asfixiaría. Cuando el ambiente nacional está impregnado de sentido unitario, como ocurre en el actual Estado español, no podría la Justicia desarrollarse con plenitud de eficacia si se situase fuera de una órbita política que es tan esencial para la nación como para los astros la de su curso sideral [...] Tengo fe en el porvenir de la Judicatura española porque la tengo también en el Caudillo que nos dirige y en su Estado fundamentalmente jurídico y esencialmente legítimo. Y si en la antigua Roma el pretor ostentaba la máxima dignidad entre las jerarquías del Estado, también en la España de Franco será el Juez guardador de la Ley e intérprete de sus designios reparadores, el que ocupará el pináculo de las jerarquías sociales y públicas. En la España que renace el futuro pertenecerá a los hombres de Derecho. Por eso a vosotros, aparte de convertiros en sus principales soportes, debeis prometer fidelidad efectiva a España y al Caudillo y total adhesión a los postulados de unidad, grandeza y libertad, que son los ideales cupulares de nuestra Patria” (7).
Entre los jueces, el juramento de adhesión a la dictadura fue de la máxima trascendencia, resultando reiterativas hasta la saciedad las exigencias de fidelidad ideológica (8), e imprescindibles para ascender en la carrera y para ocupar determinados destinos, dentro o fuera de ella. Como ha expuesto Cano Bueso: “La premisa mayor previa al nombramiento era la absoluta lealtad al Caudillo y a cuanto representase el Régimen del 18 de julio” (9).
Una depuración completa de los jueces republicanos
Vayamos ahora a corregir otro entuerto histórico: en contra de lo manifestado por Toharia, según el cual sólo 60 jueces republicanos fueron depurados por el nuevo régimen (10), lo cierto es que del escalafón franquista de 1947 se deduce que más de la mitad de los jueces republicanos habían sido depurados y sustituídos por otros adictos de la dictadura.
En menos de diez años toda -e insisto en lo de toda- la cúpula judicial de la República había sido sustituída por personas que, en algunos casos incluso, ni siquiera eran jueces con anterioridad al 18 de julio (11).
Jueces y burócratas del régimen
Una faceta de la cuestión no suficientemente valorada a la hora de examinar la naturaleza fascista del aparato judicial es el continuo trasiego de jueces hacia la burocracia fascista, y su regreso de nuevo a la carrera judicial. Era bastante frecuente que miembros de la carrera judicial pertenecieran, al mismo tiempo, a otro cuerpo de funcionarios del Estado (14). Especialmente importante fue la presencia de la carrera judicial entre los altos cargos del Ministerio de Justicia, que fue creciendo paulatinamente con los años, por lo que carece de sentido criticar el “intervencionismo” del poder ejecutivo franquista en el poder judicial “independiente” a través de este departamento: en el último gobierno de Franco, la mitad de las Direcciones Generales del Ministerio de Justicia estaban ocupadas por jueces y fiscales.
Pero eso no sólo ocurría en el Ministerio de Justicia sino que llegaba incluso a la Administración local, en donde también se detecta la presencia de los jueces entre alcaldes, concejales y otros cargos políticos elegidos a dedo (13). Por lo tanto, no se puede decir en absoluto que los jueces fascistas fueran algo separado del resto del aparato burocrático del régimen. No sólo no era algo separado sino que tampoco eran algo distinto a él.
Entre los burócratas fascistas de más alto rango, es decir, los más comprometidos con la dictadura, los jueces llegaron a tener una representación cercana al 10 por ciento, sólo superada por los abogados del Estado y los catedráticos de Universidad (12).
Esto quiere decie que, buena parte de los políticos fascistas eran jueces, es decir, funcionarios sin ningún sentido de lo que es la justicia. Esto llena de significado la naturaleza misma del franquismo como régimen político por dos motivos. Por un lado, el nombramiento de jueces para desempeñar cargos políticos era una manera de trepar en la carrera. Por el otro, demostraba el servilismo hacia el régimen de unos lacayos bien amaestrados. Los jueces eran “independientes” con la toga y obedientes sin ella; imparciales como jueces y franquistas como funcionarios.
El papel de los jueces en la represión de la posguerra
Otro aspecto a tener en cuenta: la terrible represión desencadenada inmediatamente después de la guerra no fue un acto de venganza espontánea y desorganizada, sino una labor cuidadosamente planificada y ejecutada en la que los jueces desempeñaron un papel decisivo. Y no solo un personal judicial reducido fue el que llevó a cabo la tarea de represión política: todos los órganos judiciales se vieron implicados y asumieron las más delicadas misiones políticas en defensa del régimen franquista.
Así, por ejemplo, los artículos 37 y 38 de la Ley de Orden Público de 1959 otorgaban competencia a la “autoridad judicial ordinaria” para declarar el estado de guerra. Es imposible pensar que esta atribución de funciones pudiera encomendarse a los jueces sin el aseguramiento previo de la lealtad ideológica y política hacia el régimen.
Otro ejemplo fue el de las Audiencias Provinciales que durante los estados de excepción se transformaban en “tribunales de urgencia” asumiendo por dicha vía la tarea de perseguir, torturar y encarcelar a los antifascistas que luchaban contra el régimen. Tampoco puede descuidarse el transvase de competencias del Tribunal de Responsabilidades Políticas en favor de los tribunales ordinarios, una vez desaparecido aquel, etc.
De modo que no sólo los magistrados de los tribunales especiales estaban sometidos a una estricta disciplina política: “No parece sostenible, tras lo dicho -afirma Cano Bueso- que la voluntad del franquismo consistiera en trasladar a Tribunales especiales ‘políticos’ la represión política, para mantener inmaculada la posición ‘apolítica’ y técnico-jurídica de los jueces ‘de carrera’. El franquismo, que se sublevó levantando la bandera de ‘la ley’ y ‘el orden’ ni siquiera fue respetuoso con el orden judicial, institución de continuidad por antonomasia y administradora de valores de legalidad, que hubiera dotado de cierta juridicidad al Régimen” (15).
El caso más claro fue el del Tribunal Supremo, celoso defensor de los más rancios valores y principios franquistas. En España consultar la jurisprudencia del más alto tribunal da verdadera vergüenza ajena, no sólo en lo juridico sino desde cualquier aspecto que se quiera analizar. Las decisiones del Tribunal Supremo son un insulto tanto al más elemental sentido de la justicia como a la propia inteligencia de los seres humanos, como expuso hace unos años un estudio universitario (16). Aquí y ahora la jurispridencia no es más que el franquismo más rancio consagrado en letras de molde, en forma de sentencias judiciales.
La enorme ideologización de los jueces bajo el franquismo no es ajena al hecho de que al frente del Ministerio del ramo se colocara sistemáticamente a una de las dos ramas del Movimiento Nacional, es decir, tanto, a los falangistas (Fernández-Cuesta y Ruiz-Baquero) como, sobre todo, a los carlistas (Rodezno, Iturmendi, Oriol, e incluso Aunós puede considerarse ligado a este sector). La explicación radica, por una parte, en la competencia de este Ministerio en asuntos eclesiásticos (17) y, por la otra, en la disciplina ideológica de los jueces. En dicha cartera no se conocieron fases “tecnocráticas” más o menos asépticas como las conocidas en otros departamentos ministeriales. En el Ministerio de Asuntos Exteriores se puede ser neutral; en el de Justicia hay que ser militante. Ese Ministerio fue siempre el más fascista de todos los ministerios.
Lo peor de todo es que a pesar del tiempo transcurrido seguimos igual. El artículo 2 de la Ley de Responsabilidades Políticas de 1939 disolvió las organizaciones del Frente Popular y aún no se ha derogado. Está vigente (y si no que se lo preguntan a las organizaciones antifascistas que siempore han estado prohibidas).
Notas:
(1) Los jueces contra el franquismo. Justicia y política en el franquismo, Túcar, Madrid, 1978, pg.246.
(2) El juez español. Un análisis sociológico, Tecnos, Madrid, 1975, pg.205.
(3) “Defensa del ciudadano contra los actos del poder judicial”, Primeras Jornadas de Derecho Judicial, Tribunal Supremo, Madrid, 1983, pg.443.
(4) La justicia en España, Ediciones Libertarias, Madrid, 1985, pg.259.
(5) Perfecto Andrés Ibáñez: Justicia/conflicto, Tecnos, Madrid, 1988, pg.61.
(6) Iustitia. Boletín Oficial del Ministerio de Justicia, núm. 7, junio-julio de 1944, pg.50.
(7) Idem. Ver también Andrés Ibáñez, ob.cit., pgs.64-65.
(8) Andrés Ibáñez, cit., pg.61.
(9) La política judicial del régimen de Franco, Ministerio de Justicia, Madrid, 1985, pg. 129.
(10) El juez español, cit., pg.197.
(11) Este fue el de José Casado, ascendido al cargo de Presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo en 1945 sustituyendo a Diego Crehuet.
(12) J.Alvarez Alvarez: Burocracia y poder político en el régimen franquista, Instituto Nacional de Administración Pública, Madrid, 1984, pgs.31-32.
(13) R. Bañón Martínez: Poder de la burocracia y Cortes franquistas (1943-1971), Instituto Nacional de Administración Pública, Madrid, 1978, pg.223.
(14) Bañón Martínez, Poder de la burocracia, cit., pgs.223-224.
(15) La política judicial, cit., pg.85.
(16) Francisco J. Bastida: Jueces y franquismo. El pensamiento político del Tribunal Supremo en la dictadura, Ariel, Barcelona, 1986.
(17) También después de la muerte de Franco el Ministerio siguió en manos de los católicos: Garrigues, Lavilla, Ledesma y Tomás de la Quadra ya en la etapa de gobierno socialista.