¿Han cambiado realmente las cosas desde principios del siglo XX, cuando uno de los mejores escritores de España nos describía en su obra "sobre el proletariado madrileño" (así lo proclamaban las portadas), que titularía La horda?En realidad, los protagonistas de la novela de Blasco Ibáñez eran, más bien, parte del lumpenproletariado, aquellos que ni siquiera tienen su fuerza de trabajo para vender, es decir, no participan del proceso productivo y, por supuesto, tampoco tienen conciencia de clase. Es decir, la retahila de obreros ocasionales, traperos, prostitutas, delincuentes y gentes sin oficio ni beneficio, que vivían de los despojos, de lo que podían robar o de lo que encontraban en su diaria mendicidad, lo que en la época se denominaba "La busca", y que suponen un enorme ejército de reserva que, como describía Marx, dependía de la burguesía, de cuyos deshechos, limosnas y ventura sobrevivían, que no duda en utilizarlos para frenar las racionales y humanas aspiraciones de la clase trabajadora.
Sin embargo, el lumpenproletariado, surgido de la creciente miseria generada por el desarrollo del capitalismo, es también, como la propia clase obrera, producto de la barbarie económica que representa el sistema, que mientras multiplica la riqueza para unos cuantos hace lo propio con la pobreza de la mayoría. Por ello, en realidad el límite entre ambos, lumpen y obreros, es sutil y frágil, y el paso de uno de los lados al otro es continuo.
De este modo, también en La horda está presente la miseria de los trabajadores madrileños, que luchan cada día por sobrevivir bajo la violencia de la clase capitalista emergente, sin apenas derechos, con salarios miserables y jugándose la vida para llenar los bolsillos de los parásitos a los que les importan poco sus accidentes laborales, sus penurias o incluso su muerte, mientras su sangre siga llenando sus barrigas criminales.
"—¡Ladrones! ¡ladrones!... Matan a los trabajadores para hacerse ricos... Sólo les importa el negocio, y los pobres que mueran como perros".
Las cosas no han cambiado mucho, especialmente ahora, en estas últimas dos décadas, en las que tras la desaparición de la Unión Soviética la clase capitalista no ve ya necesidad de seguir atrayéndose a los trabajadores con mejores salarios o derechos sociales. Por ello, manifestaciones como las que describe Blasco Ibáñez en el Madrid de 1905, cuando la clase obrera empezaba a hacer esfuerzos incipientes de organización, son cada vez más habituales en el Madrid del siglo XXI, con los mismos ingredientes: la violencia de la clase dirigente dispuesta y predispuesta a parar a los obreros organizados como sea, los policías, felices de ser los perros del amo, ansiosos por aplicarla y "los secretas" infiltrados en la manifestación para provocar la estampida y justificar la acción policial. En realidad, la gran diferencia es que en la actualidad la organización de la clase trabajadora, la que debería tener después de tantos años una conciencia de clase muy desarrollada, es apenas rudimentaria.
Por último, otra gran diferencia, esencial, que define claramente el nivel de conciencia de clase que tenían en su fase inicial los trabajadores madrileños y el que apenas existe entre los del siglo XXI, es el reconocimiento de que la violencia de los opresores de la clase capitalista, solo puede combatirse con la violencia: la necesidad de las armas.
"—¡Fusiles!—rugían mirándose unos a otros, como si pudieran proporcionárselos—. ¡Ay, si tuviéramos fusiles!..."
Un trapero madrileño |
Mientras tanto, el protagonista de la historia, Isidro Maltrana, nacido en el lumpen pero con una madre que entra a formar parte de la clase trabajadora, y que vivió la ilusión de convertirse en burgués tras haber sido prácticamente adoptado por una anciana aristócrata que le educa y le ayuda a convertirse en un "intelectual", se siente, en medio de la pelea entre fuerzas del orden y trabajadores, esa "protesta contra la rapiña de los poderosos", más lumpen que obrero, y que se tragó el anzuelo de la ilusión del ascenso social, soñando un día con llegar a ser burgués, hundido de nuevo en sus orígenes, empobrecido, sin saber vender una fuerza de trabajo que ni siquiera cree tener, vive "nutrido de griego y de latín pero muerto de hambre". Se puede decir, para finalizar, que esa aspiración de ser burgués es un anzuelo tendido a los desclasados miembros de la clase trabajadora para conseguir organizarla y que, como en los tiempos de Maltrana, salvo en las excepciones permitidas para confirmar la regla, no ha dejado de ser nunca más que una estafa.
En La horda, escrita por Blasco en 1905 durante su estancia en Madrid como diputado republicano, con un realismo crudo y lacerante, se describe la escena de una manifestación de trabajadores tras la muerte en accidente de trabajo de un albañil, a la sazón padrastro del protagonista. La indignación de los obreros, y el desprecio de los explotadores hacia ellos, que necesita de la enzima policial para diluir su encarnación en una peligrosa revuelta violenta contra los que les condenan a la miseria, a las penurias cotidianas y a la muerte, acaba siendo un quiero y no puedo que, sin embargo, tomará forma pocos años después en la Revolución Soviética, que extenderá por todo el mundo la perniciosa idea para los que viven del trabajo ajeno, los depredadores de carne humana, sanguijuelas del capital, y todos sus granujas rapiñeros, de que es posible acabar con la pobreza y la explotación y, de paso, con los criminales que la provocan.
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Una noche, al pasar por la Puerta del Sol, fijáronse los dos en los gritos de los vendedores de periódicos. Pregonaban «la horrible catástrofe» ocurrida aquella mañana, con incalculable número de muertos y heridos.
Isidro había permanecido en casa todo el día, ocupado en escribir unas cuartillas, a diez céntimos, para aquel semanario social que reclamaba su colaboración con la misma intermitencia con que publicaba sus números. Feli sintiose atraída por el suceso, con esa curiosidad que despierta lo terrorífico en la imaginación femenil.
Típico barrio del extrarradio madrileño en la época de La Horda |
Maltrana experimentó una dolorosa sorpresa. Recordó a su madre; pensó en el agradecimiento que sentía la Isidra por las bondades de su compañero. ¡Pobre señor José! Tal vez esperaba la muerte como una liberación, aquella muerte cuya proximidad adivinaba al trabajar en el escandaloso edificio objeto de sus cóleras. Morir era una solución para aquel hombre sencillo, que se indignaba contra un mundo apartado de los sanos principios y contra la mala suerte que convertía en aprendices del crimen a los hijos de los servidores de la ley.
Al día siguiente era el entierro. Todos los albañiles de Madrid proponíanse aprovechar las horas del descanso de mediodía para asistir a él, dándole la significación de una protesta contra las rapiñas de los poderosos.
Isidro quiso también acompañar el cadáver hasta el cementerio. Era todo lo que podía hacer por su padrastro.
A la mañana siguiente, salió por la Puerta de Toledo poco antes de mediodía. Al llegar al puente, torció a la izquierda, dirigiéndose al depósito de cadáveres, en la orilla del río. Los ardores del sol caldeaban las charcas del Manzanares, llenas de la inmundicia de las alcantarillas que desaguan en él. Un hedor de letrina en ebullición envenenaba la densa atmósfera de verano.
Los alrededores del depósito estaban ocupados por grupos de hombres con blusas blancas, de mujeres con los brazos arremangados, que acababan de salir de los lavaderos.
Todos comentaban la catástrofe con gritos de cólera y maldiciones. Las mujeres eran las más audaces y ruidosas. Miraban hacia Madrid levantando los brazos con expresión amenazadora.
—¡Ladrones! ¡ladrones!... Matan a los trabajadores para hacerse ricos... Sólo les importa el negocio, y los pobres que mueran como perros.
Manifestación obrera en Madrid. La foto es de 1916 |
Y los albañiles contestaban con un gesto de desaliento. ¿Qué iban a hacer? No tenían armas; estaban cansados de que les pegasen a la menor protesta en la calle.
-¡Armas! ¡armas!...—exclamaban irónicamente algunos compañeros de ojos exaltados—. ¿Y para qué las queréis? Eso no sirve de nada. ¡Dinamita, me caso con Dios! ¡Bombas de dinamita!
Maltrana entró en el depósito abriéndose paso en la masa de blusas, y vio el cadáver del señor José sobre una mesa de mármol, dentro de un modesto ataúd que habían costeado los del oficio.
Según dijeron al joven, tenía rota la espina dorsal, quebrado su esqueleto por varias partes. La cara mostrábase intacta, contraída por un gesto de inmenso dolor. Isidro sólo pudo ver uno de sus ojos, desmesuradamente abierto, que parecía fijar en él la vidriosa pupila. Creyó leer en este globo mate, de fúnebre vaguedad, el último pensamiento de la víctima, la maldición que pasó como un relámpago por su cerebro al dejar de existir. Indudablemente, había muerto abominando de las veneraciones de toda su vida. Leíase en la contracción de su rostro: había quedado impreso en aquella mueca que parecía una protesta. De poder reanimarse el cadáver, de seguro que gritaría algo subversivo contra la sociedad injusta, contra los hombres crueles, pidiendo destrucción y venganza, para tenderse de nuevo en el féretro tras esta póstuma confesión del engaño de su vida.
Cerca del ataúd hablaban algunos de sus compañeros de trabajo. Ya no le llamarían «borrego». Amaba más a los explotadores que a sus camaradas de miseria. La desgracia, siempre ciega, había visto claro esta vez al castigarle por medio de la codicia de aquellos a quienes él defendía. ¡Pobrecillo! De todos modos, era uno de los suyos: una víctima más, por la que había que protestar.
Maltrana dejó de ver al señor José. Los compañeros clavaron la caja, cubriéndola con la bandera roja de la asociación.
El féretro comenzó a romper el oleaje del gentío, llevado en hombros por un grupo de albañiles. Cuando Isidro salió del depósito, siguiendo la roja tela, vio la orilla del río, el puente y la glorieta de Toledo cubiertos de blusas blancas, de sombreros y gorras que se elevaban, dejando las cabezas al descubierto al paso del ataúd.
En la glorieta del puente de Toledo, entre las dos pirámides de piedra que descansan en su pedestal sobre los boliches dorados, como dos gigantescas mesillas de noche, vio una masa obscura con puntos brillantes: una fila compacta de hombres negros. Era la policía cerrando el paso.
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—¡Ladrones! ¡ladrones! ¡A Madrid! ¡A arrastrar a los asesinos!...
Otras señalaban el féretro con trágicos ademanes de plañidera. No conocían al señor José, pero gritaban roncas de emoción:
—Ahí va la honra del mundo; un trabajador bueno; un hombre de blusa. ¡Pobrecillo! ¡Y los que le han matado, guardándose los duros, comiéndose las buenas tajás!...
La cabeza del cortejo chocó con el obstáculo de la policía. Un capitán habló a los manifestantes. Podían seguir por el paseo de las Acacias, dar la vuelta a Madrid por las rondas, sin molestar a nadie. Estas eran las órdenes que había recibido. Nada de entrar en la población, de atravesar el centro, buscando la calle de Alcalá. El estaba allí, en el paseo de los Ocho Hilos, para cerrarles el paso y que no ganasen la puerta de Toledo. Todo lo que quisieran, gritos, lloros, aclamaciones, todo, menos desfilar por las calles de Madrid y que la gente del centro presenciase el entierro, con su séquito de jornaleros que pedían venganza.
Sobre la masa de cabezas se alzó, como contestación, un largo palo, y en su punta un guiñapo negro que parecía una mortaja. Era la bandera de cólera y dolor, improvisada por un grupo de muchachos.
Las mujeres protestaban vociferando de las órdenes de la policía.
—Eso es: debemos marchar por las rondas, como los ganados que van de paso... Los pobres a la cuadra. Por las calles de Madrid no puen pasar otros entierros que los de los señores que mueren de hartazgo o malos vicios. Son para los otomóviles y los carruajes con tronco. Nosotros, por la ronda... porque olemos mal... ¡Mueran los ladrones! ¡Que los arrastren! ¡A Madrid! ¡a Madrid!
Y las mujeres eran las primeras en avanzar, en agarrarse a las puntas del féretro, empujando a los portadores para que rompiesen las filas de la fuerza pública.
Retrocedían los polizontes sin dejar de hacer frente al formidable empellón, al mismo tiempo que, por la fuerza de la costumbre, llevaban la mano al sable y comenzaban a extraerlo de la vaina antes de que lo mandase el jefe. Muchos de ellos parecían quejarse con los ojos de la pérdida de tiempo que suponían los diálogos del capitán con los manifestantes. ¿Qué hacían que no pegaban? Ellos habían venido para eso.
Isidro no supo cómo se inició el choque. Vio de pronto arremolinarse la gente delante del féretro; sonaron gritos, golpes secos semejantes a los de la ropa sacudida. Sobre las cabezas del gentío brillaron al sol, como cintas blancas, los pesados asadores esgrimidos de filo.
Se abrió la muchedumbre, escapando en distintas direcciones. En un instante se formó ese vacío trágico que se extiende entre los que huyen y los que pegan, viéndose en el suelo gorras abandonadas y el negro bulto de un hombre caído intentando incorporarse sobre las manos, con la frente roja.
Las mujeres eran las que menos corrían. Algunas deteníanse con los brazos en jarras, soltando por la boca todas las injurias de su exaltada imaginación.
—¡Cobardes! ¡Cabritos!...
Como si conociesen la historia y la familia de cada uno de los guardias, les echaban en cara su envilecimiento. Ellos allí, pegando a los pobres trabajadores, y mientras tanto sus mujeres acudiendo a las citas... Y tras este desahogo, corrían otra vez al ver que se acercaban con el sable levantado.
Más aún que los sablazos, irritaron a la manifestación los palos de ciertos hombres sin uniforme que iban en el entierro escuchando lo que se hablaba en los grupos, y que, al sonar los primeros golpes, habían enarbolado el vergajo, apaleando en derredor suyo. La muchedumbre bramaba contra los canallas de «la secreta».
Un grupo de mozuelos apostados en los solares inmediatos hacía frente a los acometedores, con la arrogancia de la juventud. Eran los valientes que surgen en toda revuelta, los héroes de la calle, que son cantados por la más alta poesía cuando triunfa una revolución, o van a la cárcel con los rateros cuando intervienen en un motín.
—¡Fusiles!—rugían mirándose unos a otros, como si pudieran proporcionárselos—. ¡Ay, si tuviéramos fusiles!...
Y había en su gesto una expresión heroica, la resolución de morir matando, de perseguir a los enemigos hasta el centro de Madrid. A falta de armas, recogían del suelo las piedras, los cascotes, los pedazos de lata, los zapatos viejos, arrojando una lluvia de proyectiles sobre la policía. Esta, habituada al impune apaleo de la muchedumbre sin armas, permanecía indecisa, titubeando con cierta inquietud ante un enemigo resuelto, que, no contento con atacar, avanzaba audazmente.
Sonó algo semejante a un chasquido de tralla. El capitán acababa de hacer fuego con su revólver.
—¡Fuego, me caso con la hostia! ¡Fuego!
Los polizontes disparaban sus revólveres avanzando con paso de héroes, eligiendo sus blancos en aquellas espaldas que huían por todos lados.
Maltrana pensó en el señor José. Su entierro era digno de las creencias de su vida. Nada faltaba en él: palo a la canalla, fuego a discreción, con gran voluptuosidad de los defensores de la ley, que podían escoger sus víctimas impunemente.
El joven no quiso huir: se quedó junto al féretro, presintiendo que allí sería mayor su seguridad. Además, era el único pariente del muerto que iba en el cortejo, y no debía abandonarle.
Casa obrera del centro de Madrid. Típica "corrala" |
Isidro se sentó sobre la fúnebre caja, temiendo una nueva profanación, y se replegó aturdido y temeroso por el estrépito de los tiros. Un hombre de blusa vino también a sentarse en el féretro, como si éste fuese un lugar de asilo.
Oyó Maltrana un lamento y vio la blusa blanca, manchada de sangre, balancearse y caer al suelo. Después brilló sobre su cabeza el relámpago de un sable, y el joven se encogió aún más para evitar el golpe. Pero nadie le tocó. Pasaron algunos segundos que le parecieron de interminable duración, sin que su cuerpo sufriese ningún choque. Creyó oír una voz, la de algunos de aquellos fantasmas negros que, sable en mano o disparando tiros, pasaban ante sus ojos espantados que todo lo veían envuelto en densa niebla.
—Déjale: ¿no ves que es un señorito?...
Por primera vez en su vida se dio cuenta de las ventajas y privilegios de aquel traje que era para él un uniforme de miseria.
Sufría privaciones; el hambre rondaba en torno de él señalándolo como uno de sus siervos; pero pertenecía, por su aspecto y sus costumbres, a la raza de los felices. Era un señorito. Estaba por encima de aquellas gentes que conquistaban el pan con más frecuencia que él, pero sentían la caricia del palo apenas intentaban pedir, como añadidura al mendrugo, un poco de justicia y de piedad para su vida.
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