Izquierda, derecha, los de arriba, los de abajo. La yenka o el arte de moverse sin avanzar
Si alguien habla de la izquierda en el
estado español, desde diferentes posiciones, surgen estos nombres entre
otros. Son las cabezas más visibles de que yo llamo el debate perpetuo.
En los últimos días, a pesar de la agosticidad, ya agonizante, al menos
tres de ellos se han significado. Anguita ha escrito un texto en
Rebelión con el significativo nombre de "Ahora. Sin pretextos" en el que
dice que la unidad, respetando la diversidad de cada cuál hay que
construirla ya. Sin embargo, matiza que ve aún improbable una inmediata
confluencia electoral que fragüe en el 2015. Cayo Lara por su parte ha
expresado que en base a un programa puede haber confluencia con Podemos.
No obstante, la gran estrella de los últimos días, quién ha movido el
avispero de la izquierda debatiente, ha sido Willy Toledo al expresar su
decepción acerca de Podemos, formación por la que en la primera hora
expresó sus simpatías. Detractores y defensores han saltado a la arena
virtual de las redes a repartir mandobles a siniestra y siniestra (la
derecha, PSOE incluido, contempla encantada desde la barrera). Unos y
otros "lanzan" su hemeroteca para defender sus respectivas posiciones y
dejar malherido al contrario en el charco sanguinolento de sus
incongruencias. Los puntos de fricción son constantes. Uno que está
ahora muy en boga es la vigencia o no del propio concepto
izquierda-derecha versus los de abajo-los de arriba. A este nivel soy
bastante anguitista. Quizás haya que ir menos a las etiquetas y más a
los programas. Precisamente el flanco por el que el PSOE, partido que ha
implementado objetivamente muchas políticas de derechas y alguna
canallada como la modificación del artículo 135 de la constitución para
priorizar el pago la deuda, ataca a Podemos es por su no utilización del
término izquierda. Además adscribe a la nueva formación al tenebroso
mundo, casi tabú, del populismo. Un ejemplo muy simple: Bono se
autoetiqueta de izquierdas, Otegui también. Donde se demuestra cuál es
de izquierdas y cuál no, es en el programa que cada uno defiende y su
praxis política, claro. Éste es el principal problema. Hay una única
circunstancia en la que no podemos establecer discusión o debate alguno.
Me refiero al mundo de los hechos.
Estoy mirando más allá del hipotético
programa de confluencia. Salvo las alcaldías que ha tenido Izquierda
Unida, la experiencia de la izquierda o los de abajo (escoja cada cuál
el concepto de su gusto) al timón de organismos de gobierno ha sido
nula. Esto me lleva a expresar mi desánimo cuando Anguita expresa que la
confluencia electoral la percibe improbable a corto plazo. En su texto
pone en valor la importancia que tuvieron la movilización de un millón
de personas el 22 de marzo y los resultados de la izquierda en las
europeas del 25 de mayo. Yo planteo que ambos hechos tienen que unirse,
que el viento de la movilización tiene que atizar el fuego electoral.
Salvo que ese millón se mantenga en la calle mucho tiempo, es
imprescindible, para dejar de ser hijos de la melancolía y de la
revolución pendiente, que esas acciones masivas tengan plasmación en
unas urnas que dan acceso, si no al poder, si al gobierno.
Otro debate es la utilización del
concepto pueblo versus clase obrera o trabajadora. Alguien dice: Botín o
Amancio Ortega son parte del pueblo. Necesita ese madero insumergible
que es el proletariado. Fraternalmente disiento. El oligarca, con
negocios por todo el planeta, que gana millones en un día, por esencia
no forma parte de pueblo alguno aunque de muchos saque beneficio. Cuando
hablamos del pueblo siempre lo hacemos del que trabaja con mayor o
menor cualificación y ganancia. Sí son clase obrera aquellos cientos de
miles o millones de sus miembros que votan al PP, partido que realiza
políticas que reducen los derechos de muchos de sus propios votantes.
Cuando una encuesta dice que un tanto por ciento importante de
ejecutivos se plantean votar a Podemos me entristezco, no por razones
puristas, sino porque sé que cuantitativamente no compensa el número de
obreros que votan a la derecha.
Casta. Este año he oído o leído esa
palabra más que en toda mi vida consciente anterior. Clase dominante u
oligarquía me parecen términos más precisos, pero no voy a hacer ascos a
una palabra que ha condensado la frustración de mucha gente, quizás con
escaso interés político y acostumbrada a alimentarse informativamente
con las ideas fuerza de la televisión, pero con enormes dosis de
cansancio ante lo que perciben como una injusticia, el expolio de unos
pocos (de manera poco certera en la diana suelen estar sólo banqueros y
políticos a granel) sobre la gran mayoría. Creo que el término casta
puede ser introductorio. Quizás algunos que se acerquen movidos por la
ira, por el odio, que, como le oí al antropólogo Manuel Delgado, es al
gran motor de los cambios (no el amor), se den cuenta de que no vivimos
en un momento excepcional, donde una legión de chorizos nos quieren
exprimir. Vivimos un momento álgido del capitalismo, donde una minoría
está acumulando riquezas en magnitudes nunca igualadas en la historia.
Algunos descubrirán que la casta, la vieja y fea oligarquía, inhumana,
existe y gobierna con ahínco nuestras vidas y pensamientos desde hace
milenios.
La controversia es necesaria y síntoma
de salud política, pero es necesario no traspasar líneas, no deslizarse
hacia la desconfianza e incluso la maledicencia, entre los que tienen un
mismo horizonte, con equiparaciones disparatadas desde el campo de la
izquierda transformadora (cuando el fuego graneado de la derecha se
basta y sobra para causar graves daños), de los que, con sus
diferencias, quieren cambiar el mundo de base. He visto comparar a
Podemos con Falange. Similitud que en la época de la famosa "pinza" ya
estableció Santiago Carrillo entre Anguita y José Antonio. Argumentación
simple, necia o falaz: Podemos no habla de izquierdas
y derechas como hacía el fascismo. La complejidad de una posición
política condensada en una línea que nos libera de pensar o de buscar
acuerdos. Es tranquilizador para el espíritu decirnos que queremos la
revolución socialista, e imaginarnos con un capote asaltando el Palacio
de Invierno o con barba en Sierra Maestra participando en una guerrilla
que deberíamos tener claro que era interclasista, del pueblo en sentido
amplio.
Sabemos que con mayores o menores
restricciones el sistema asume un margen de protestas, de
manifestaciones, usando los correctivos que crea pertinentes.
Generalmente volvemos a casa felices si hemos sido miles en las calles,
pero en muchos barrios populares de muchas ciudades, por ejemplo en el
de Jinámar, en Gran Canaria, con altísimas tasas de paro, en las urnas,
ellos, la derecha, o los que defienden los intereses de los de arriba,
son mayoría. Aún hay que convencer a tantísimas personas para tener la
posibilidad de enfilar cambios, que remolonear o zancadillear en la
búsqueda de todo lo importante que nos une, contra tan formidable
enemigo, me parece una irresponsabilidad manifiesta.
Sin afán mimético propongo mirar hacia
América Latina. La oligarquía mundial y sus voceros mediáticos denostan a
los gobiernos de Venezuela, Ecuador, Bolivia, Argentina, etc, porque
con sus grandes contradicciones y dificultades, con caminos plurales,
están intentando lo que nosotros no podemos ni avizorar: hacer.
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