Son los propios franquistas quienes diseñan el cambio y se
reparten los papeles en la obra que ellos mismos dirigen. 38 años
después parece claro
ALFREDO GRIMALDOS
El
franquismo no es una dictadura que finaliza con el dictador, sino una
estructura de poder específica que integra a la nueva monarquía”,
escribe José Acosta Sánchez en su libro “Crisis del franquismo y crisis
del imperialismo” (1). Y efectivamente, durante la Transición nunca se
llega a producir una auténtica ruptura democrática, un corte histórico
significativo con el Régimen del Caudillo. En ningún momento se aborda
la depuración del aparato de Estado. Políticos que desarrollaron una
carrera muy notoria durante la dictadura son los encargados de dirigir
el cambio. Y en ese proceso de adaptación de las estructuras franquistas
a los nuevos tiempos, policías, jueces y militares continúan siendo los
mismos.
Los mandos del Ejército que ejercieron de oficiales con Franco
incorporan nuevas estrellas a sus bocamangas al amparo de la Monarquía,
los implacables jueces del Tribunal de Orden Público prosiguen su
ascenso en los nuevos tribunales de excepción que surgen, y los
torturadores de la antigua Brigada Político-Social mantienen sus
siniestras trincheras en los sótanos de la Dirección General de
Seguridad. El habitual “aprobado por aclamación” de las Cortes
franquistas se sustituye por el sacrosanto “consenso” y el silencio
oficial continúa apoderándose de muchos asuntos esenciales de la vida
política.
Series hagiográficas de televisión, numerosos libros e infinidad de
suplementos impresos se encargan de mitificar la mentira y tergiversar
los hechos históricos, otorgando un protagonismo estelar, el de
incuestionables padres de la democracia, a turbios personajes cuyas
elocuentes biografías también quedan convenientemente maquilladas. Pero
los verdaderos protagonistas de la Transición no son los políticos
profesionales, sino los detenidos y torturados, los miles de
encarcelados y, sobre todo, los luchadores muertos.
Ya en 1977, el dibujante Carlos Giménez encabeza una de sus rotundas
historias gráficas, publicada en la revista El Papus, con un título que
hoy conserva absoluta vigencia: “Recuerda”. La doble página comienza
con una viñeta en la que los carteles electorales se enseñorean de la
calle, mostrando a políticos sonrientes bajo el lema: “los hombres que
hacen posible la democracia”. En los dibujos posteriores se pueden ver
un fusilamiento, el interrogatorio de un detenido destrozado por la
tortura, una galería de presos políticos, el asesinato de un joven, que
es acribillado por la policía mientras realiza una pintada, y a
manifestantes reclamando “amnistía y libertad”. En la última viñeta,
“los hombres que hacen posible la democracia” ya han cambiado: no
aparecen las caras sonrientes de los políticos, sino las víctimas de la
represión.
La crónica de los primeros años de la Transición publicada en El Papus
constituye una de los más certeros análisis de ese momento histórico que
han quedado impresos. Para intentar acabar con la lucidez de sus
cronistas, un grupo de extrema derecha hace explotar una bomba en la
redacción de la revista, en 1978, asesinando a Juan Peñalver, conserje
del edificio. Varios jueces del antiguo Tribunal de Orden Público
franquista, instalados en los nuevos órganos judiciales de la Monarquía,
se encargan de amparar a los criminales.
La imagen oficial de la Transición se ha construido sobre el silencio,
la ocultación, el olvido y la falsificación del pasado. Una y otra vez
se vuelven a dibujar las claves políticas de aquellos años como un juego
de mesa, como una especie de partida entre destacados franquistas que,
de repente, se transforman en demócratas y tienen que enfrentarse con el
“búnker” fascista. En esa opereta, los miembros de la oposición
controlada actúan como artistas invitados. Tras contemplar semejante
cuadro, parece que la lucha en la calle nunca ha existido. Una y otra
vez se renuncia a reivindicar una parte fundamental de la historia
reciente: más de cien militantes de izquierda fueron asesinados, entre
los años 1976 y 1980, en manifestaciones o atentados. Por la policía, la
Guardia Civil y la extrema derecha instrumentalizada desde el poder.
Son los propios franquistas quienes diseñan el cambio y se reparten
los papeles en la obra que ellos mismos dirigen. La Transición se
convierte en la metáfora de un interrogatorio policial. Eso que los
funcionarios de la Brigada Político-Social sabían hacer a la perfección.
Para apuntalar sus planes, los reformistas que ejercen de “policías
buenos” piden constantemente sumisa colaboración a los opositores
“sensatos”. Con un claro aviso añadido: en caso contrario, pueden
intervenir los incontrolados “policías malos”. Y será peor para todos.
Ese sistema de presión resulta muy conocido para todos los detenidos
que han pasado por la Dirección General de Seguridad y lo han sufrido.
En su estrategia, los cerebros del cambio se sirven de la extrema
derecha que asesina en la calle, del búnker político franquista y del
miedo al ruido de sables. Y en caso de que algo se les vaya de las
manos, utilizan el recurso habitual: la policía y la Guardia Civil. “El
peligro de involución” les viene bien para exigir a la oposición que se
doblegue una y otra vez, antes de haber llegado a alcanzar sus
reivindicaciones mínimas.
Los franquistas con voluntad de perpetuarse en el poder saben que, por
necesidad histórica, tienen que cambiar algunos elementos de la
estructura política del Régimen, pero sólo están dispuestos a hacerlo
después de haber desactivado previamente al enemigo. La dictadura aún
puede seguir conteniendo, hasta cierto punto, el empuje del movimiento
de masas, pero cada vez con mayor dificultad y a cambio del aislamiento
exterior de la clase dominante. Así que muchos de los que han apoyado
abiertamente, hasta ese momento, el totalitarismo franquista –desde
Fraga o Pío Cabanillas, hasta Suárez y Martín Villa- se van despegando
de él para reconvertirse en partidarios de la evolución controlada del
propio Régimen.
Poco a poco, acreditados detractores de la democracia y el pluralismo se
empiezan a manifestar a favor de iniciar el camino hacia un sistema
parlamentario de corte europeo occidental, con partidos y sindicatos
legalizados. Pero para llegar a ese punto, primero hay que debilitar a
las fuerzas más organizadas de la oposición y al movimiento sindical.
Cada paso en el proceso de apertura tiene que conllevar, necesariamente,
una cesión por parte de los opositores que aspiren a participar en el
nuevo juego. Y las reglas las imponen ellos, los franquistas. La
consigna está clara: reformar el Régimen, pero impedir a toda costa que
se produzca una ruptura. Eso podría acabar con los propios intereses de
futuro de quienes apadrinan el cambio.
En 1973, el “opositor” monárquico Joaquín Satrústegui, que cuatro años
más tarde se convertirá en senador por designación real en las primeras
Cortes elegidas en las urnas, declara en Roma: “Esta táctica (sic) no
tendría razón de ser si no existiera una oposición reformista, con la
ayuda de la cual debemos tratar de controlar y evitar la movilización
mayoritaria y la situación que se podría dar después como consecuencia
de ella”. Y añade, con claras dotes proféticas: “Hay que domeñar, a
costa de lo que sea, a los comunistas, sobre todo, y, más importante
aún, hay que integrar a sus dirigentes en nuestro proyecto, para que
sean ellos mismos los que controlen y eviten la violencia de las
huelgas y las revueltas estudiantiles, sobre las que tienen una gran
autoridad e influencia. Hay que evitar a toda costa que se proclame la
República de nuevo”.
Carrillo entiende perfectamente este mensaje y pronto acaba aceptando la
Monarquía y haciendo de policía desmovilizador en su importante área de
influencia. Por orden de su secretario general y por primera vez en la
historia, las bases del PCE se ven obligadas a enarbolar la bandera de
la monarquía borbónica, la misma que presidía los consejos de guerra
franquistas, y también a enfrentarse con quienes se empeñan en seguir
esgrimiendo la enseña tricolor. En más de una ocasión se puede ver a
curtidos militantes comunistas cumplir esa insólita y amarga misión con
los ojos empañados: “Por favor, compañero, vamos a intentar que no haya
problemas... Tengo que hacer esto por disciplina de partido,
entiéndelo”.
La Revolución de los Claveles portuguesa del 25 de abril de 1974
constituye una llamada de atención fundamental para los franquistas con
mayor visión de futuro. Un hombre del búnker, Utrera Molina, ministro
Secretario General del Movimiento en esa fecha y hoy suegro del alcalde
de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón, confiesa a Victoria Prego en un
capítulo de la serie sobre la Transición que la periodista elaboró para
TVE: “Yo juzgué que había que tomar nota y anticiparse. O una de dos, o
vigorizábamos nuestras instituciones y las modernizábamos, poniéndolas
al día, o perderían definitivamente su espacio de futuro”.
En su libro “De Franco a Juan Carlos I” (2), José Luis
Mendizábal señala que una de las condiciones básicas de la reforma es la
de “recuperar para esta singular derecha democratizadora el mayor
número de servidores del aparato del Estado franquista. Y lo cierto es
que, durante la Transición, las nuevas instituciones que van surgiendo
coexisten con organismos engendrados por el franquismo. Y los personajes
que han hecho carrera en éstos se trasvasan con toda naturalidad a los
primeros. La alta burocracia, los jueces, la policía y los mandos
militares permanecen en sus puestos. Y con ellos, una gran cantidad de
hábitos antidemocráticos y de mecanismos represivos. Se mantienen los
servicios secretos del fascismo, dirigidos por funcionarios que han
hecho toda su carrera dentro de ellos, cambiándolos sólo el nombre. Y
continúan espiando, sin ningún tipo de control, las conversaciones
telefónicas y la correspondencia”.
Otro de los rasgos significativos del proceso de fabricación política
de una derecha parlamentaria, a partir del franquismo de camisa azul, es
la promoción simultánea de una extrema derecha violenta y golpista,
sobre cuyas espaldas van a reposar todas las culpas del fascismo durante
la Transición. Pero incluso en este caso, sin que tampoco se deriven
responsabilidades penales para los ultras por sus actos criminales,
salvo en muy pocos casos. Policías y jueces les echan una mano. De ese
modo, los “policías malos” de este gran montaje son, “exclusivamente”,
un puñado de locos marginales, encuadrados en grupos de fanáticos
franquistas. Eso sí, dirigidos por los funcionarios policiales del
antiguo régimen, que se perpetúan en la Transición, y por los servicios
de información surgidos del propio aparato franquista. Los ultras asumen
a la perfección su papel criminal y llevan a cabo decenas de asesinatos
desde 1976 hasta 1980. La mayor parte de ellos quedan impunes.
Durante ese periodo, el movimiento popular afronta constantes y
peligrosos pulsos en la calle, enfrentándose contra las fuerzas
policiales para conseguir la ruptura democrática. Pero los franquistas
renovados tienen claro que para que triunfe la reforma controlada hay
que acabar con la resistencia organizada y buscan establecer un
“consenso” con las direcciones de los grupos que tiene mayor influencia
en la izquierda. No obstante, no les resulta fácil la tarea de desmontar
las estructuras populares que se han ido creando durante los últimos
años del franquismo, políticas, vecinales y sindicales, ni siquiera con
el apoyo de tan acreditados colaboradores. La lucha por la amnistía y la
ruptura sigue movilizando a un sector importante de la oposición.
La liquidación de los movimientos populares está en el origen de la
partitocracia corrupta que se acaba imponiendo y que ahora está llegando
a su máximo nivel de podredumbre. El sistema electoral diseñado y el
propio funcionamiento del Congreso de los Diputados contribuyen
decisivamente a provocar un corte entre los políticos profesionales y
sus votantes. Eduardo Haro Tecglen, en su columna de El País, el 12 de
mayo de 2004, escribe: “La ley D’Hont favorece los grandes partidos y
disminuye los pequeños; es contraria al pluralismo y se adoptó para
continuar el franquismo a base de dos partidos únicos”.
Las exigencias básicas de la Junta Democrática, organismo unitario
presentado en París en 1974, con el auspicio del PCE, van perdiendo brío
sólo dos años después de su creación, a medida que la Transición
avanza. Se renuncia a la “formación de un gobierno provisional”; la
“amnistía total” se consigue gracias a manifestaciones populares
convocadas sin el apoyo de los partidos mayoritarios de la oposición, en
las que las calles se tiñen con la sangre de muchos jóvenes
estudiantes y obreros; la “independencia judicial” se olvida para
siempre y, por supuesto, no se vuelve a plantear uno de los puntos clave
de la plataforma reivindicativa de la Junta: la “celebración una
consulta para elegir la forma de Estado: monarquía o república”. Queda
sellado un pacto en el que se acuerda no remontarse a la guerra civil y a
los años de represión posteriores, se pretende enterrar la memoria
histórica del periodo republicano y la ilegitimidad originaria de la
monarquía juancarlista.
Los atentados de la extrema derecha y las amenazas de golpe son una
constante durante la Transición. El fantasma de la involución convierte
en “salvadores” del proceso de cambio a los franquistas reformistas y al
Rey. García Trevijano, uno de los fundadores de la Junta Democrática,
en su libro “El discurso de la república”, escribe: “Cuando se propaga
el temor social a un peligro inexistente es porque la clase o el partido
gobernante están en peligro real de perder el poder. Y echando sobre el
pueblo el miedo propio consiguen una nueva legitimación para seguir
dominándolo. Esto sucedió al final de la dictadura, con la cínica
propaganda de un peligro irreal de guerra civil, para justificar el
consenso moral de la transición contra la ruptura democrática”.
Efectivamente, las propias direcciones de los grandes partidos, que ya
buscan su propio espacio político concreto, propagan de forma
interesada el mensaje de que es necesario el pacto de las fuerzas
predemocráticas con el régimen franquista para abortar el supuesto
peligro de un nuevo enfrentamiento entre españoles o la instauración de
una dictadura militar, cuando aún no se ha terminado la vieja. La
Transición democrática se convierte en el silencio de los corderos.
Continúa García Trevijano: “Basta constatar que la clase trabajadora
se encuentra hoy más alejada del poder político y del poder social que
cuando murió el dictador, y que el estatus de sus dirigentes ha subido,
para saber que el Partido Socialista, el Partido Comunista y los
sindicatos sacrificaron esos intereses sociales a la ambición personal
de sus aparatos de entrar en el reparto patrimonial de los cargos y
presupuestos del Estado, de los que han hecho su modo de vivir. Y todas
las ambiciones se basaron, además, en la miserable mentira de la
reconciliación nacional entre franquistas y demócratas para evitar una
guerra civil imaginaria”.
A partir del referéndum que aprueba la Ley de la Reforma Política,
millones de españoles se entregan con entusiasmo a la tarea de mantener
en el poder, en nombre de las nuevas libertades, a las mismas personas
que las han reprimido durante muchos años, desde el Movimiento, la
policía política, la judicatura, la televisión y la prensa de la
dictadura. “Se fundieron en un solo cuerpo, como en el monstruo de las
dos espaldas, el rostro atroz de la tiranía y la cara dura de la
ambición clandestina. A ese monstruo se le llamó consenso”, concluye
García Trevijano.
Los vaivenes que experimentan las trayectorias políticas
protagonizadas por los principales diseñadores de la Transición son
casi idénticos. De origen falangista, flirtean con el Opus en el momento
oportuno y no les afecta la debacle de MATESA, por su estratégica
situación en puestos importantes pero todavía secundarios del sistema.
Visten de nuevo la camisa azul y se la quitan justamente cuando la
maquinaria franquista chirría por todas partes y se presagia su
destrucción. Con juegos de manos tan admirables, esta generación de
políticos consigue salvar para el futuro muchas piezas de la estructura
del Régimen. Personajes que provienen del franquismo más azul, como
Martín Villa y Fraga, han seguido detentando cargos relevantes en la
vida pública hasta hace muy poco.
El primer gran acto de consenso “oficial”, después de las elecciones
generales de 1977, lo constituye la firma de los Pactos de La Moncloa,
que incluyen unos acuerdos de contenido político y otros de contenido
económico. Se suscriben el 25 de octubre de 1977. Dentro de la lógica
habitual del suarismo, la ceremonia de rúbrica, encabezada por el
presidente de Gobierno, es solemnemente retransmitido en directo a
través de RTVE. El peso de los acuerdos –en la práctica un plan de
estabilización- recae sobre los trabajadores y hay numerosos brotes de
contestación (3).
Los Pactos suponen la cesión de numerosas conquistas obreras
conseguidas a lo largo de años de lucha. Se fijan topes salariales muy
por debajo del aumento del índice del coste de la vida, y además se
aplican con carácter retroactivo. También se facilita el despido. Desde
entonces, la debilidad del movimiento obrero es cada vez mayor. Aquí se
marca el punto de inflexión entre el sindicalismo reivindicativo y la
burocratización subsidiada por el propio Estado. Carrillo vende la
necesidad de apoyar los Pactos, como siempre, por “el peligro que se
cierne sobre la democracia”, y uno de los suyos, Carles Navales,
destacado sindicalista del CCOO en el Baix Llobregat, añade años más
tarde: “A la clase obrera española hay que reconocerle que priorizara la
necesidad de consolidar la democracia, aunque ello fuera a costa de
perder muchos puestos de trabajo”. Las cifras son reveladoras: el número
de ocupados españoles, 12,5 millones en 1977, desciende continuamente
durante los doce años siguientes. José Luis Leal, ministro de Economía
de Suárez, también agradece a los dirigentes de la izquierda su labor de
neutralización del movimiento obrero, en un artículo publicado en El
País, el 25 de octubre de 2002, con motivo del 25 aniversario de los
Pactos: “El compromiso de los líderes políticos del momento hizo posible
la neutralización política de los previsibles efectos sociales del
ajuste económico”.
Se producen paros y manifestaciones en rechazo de los acuerdos y, como
es habitual durante la Transición, las intervenciones de la policía
provocan numerosos heridos. El día 12 de diciembre muere en Tenerife
Jesús Fernández Trujillo, por disparos de la Guardia Civil, durante una
jornada de huelga general.
Cada nueva muerte provocada por la ultraderecha o por la represión
policial lanza a la gente a la calle y, paralelamente, arroja cada vez
más en brazos de los franquistas reciclados a Carrillo y otros
representantes de la oposición. La táctica de los reformistas, empeñados
en desactivar al enemigo, funciona a la perfección. Al final, no hay
ruptura, ni corte histórico, ni depuración de los aparatos represivos.
Franco, a través de sus más directos herederos –el Rey, Suárez, Martín
Villa...- comanda la Transición. Con la aquiescencia de los políticos
opositores, se echa un telón sobre las innumerables víctimas del
ilegítimo Régimen surgido del golpe militar del 18 de julio de 1936.
Las claves de la Transición 1973-86 (para adultos). Editorial Península
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