martes, 27 de mayo de 2014

¿Merece morir la monarquía? Pues, sí.

corona
Poca gente conoce a tantos criminales como el rey Juan Carlos. Varios socios suyos de negocios, Mario Conde, Javier de la Rosa o Ruiz Mateos, han embellecido los cárceles del estado, sin hablar de monarquistas empedernidos y grandes amigos como Milans del Bosch o Alfonso Armada.



 La pregunta es retórica. Este artículo de Mike Eaude repasa la trayectoria del rey Juan Carlos y debate el papel de la monarquía en el Estado español moderno.

Hace unos diez años, Juan Carlos y su familia gozaban de una popularidad extraordinaria – él era el rey alabado por la prensa, el PP, el PSOE y el PCE por su defensa férrea de la democracia contra los golpistas de Tejero en 1981. La crisis, combinándose con las meteduras de pata de la familia real, ha cambiado esta percepción popular. Además, la naturaleza de la transición está más cuestionada hoy, lo que hace que más gente dude del papel de Juan Carlos – aunque no deberíamos engañarnos, Juan Carlos y su pandilla todavía gozan de un amplio apoyo popular.
Hay que matizar ‘meteduras de pata’ – la monarquía se ha comportado siempre de la misma manera, con safaris (lo que ahora son elefantes en Botswana con su novia, antes eran osos drogados en la Rusia de Yeltsin), opiniones de Sofía ultra-derechistas sobre el aborto, negocios dudosos, etc. La diferencia es que ahora, con la crisis del paro, la clase trabajadora está más sensibilizada respecto los privilegios de la monarquía. Por tanto, la prensa tiene que reflejar esto, mientras que antes solo leías de los negocios y amoríos del monarca en la prensa extranjera.

Feudalismo y capitalismo

En 1649 y 1793, los revolucionarios ingleses y franceses ejecutaron a sus reyes. Esas eran las revoluciones burguesas, en nombre de la democracia parlamentaria y el libre comercio. Un capitalismo ascendente necesitaba que el estado feudal cambiara para representar sus intereses: la sociedad feudal y el tiempo de los reyes absolutos se acabaron. Sin embargo, en Inglaterra (y en otros países como Holanda) el nuevo estado capitalista podía sacar provecho de tener a un/a monarca, no como rey/reina absoluta sino como una figura que mantendría la unión del estado y mistificaría a sus sujetos. Mientras en Francia, se instauró una república; en Inglaterra, se re-instauró la monarquía en 1660, pero con un poder controlado.
En el Estado español se ha expulsado a la monarquía dos veces, en 1868 y en 1931, introduciéndose las primera y segunda repúblicas. Sin embargo, en ambas ocasiones han logrado volver. ¿Cómo es que el rey Juan Carlos, a pesar de no haber sido elegido, ha sido aclamado como progresista y garante de una constitución democrática? ¿Cómo llegó a esta posición el heredero de Franco, contra toda lógica o probabilidad histórica?

El rey de Franco

Juan Carlos, nacido en 1938, es el nieto de Alfonso XIII, expulsado del estado español en abril de 1931. Creció entre los aristócratas desterrados y playboys de capa caída de Estoril, cerca de Lisboa. En un acto de crueldad, su padre le mandó con diez años a Madrid para que Franco le educara. Formaba parte de su “sacrificio” para poder coronarse rey en el futuro.
Nombrado en 1969 sucesor por el propio Franco, Juan Carlos era una figura melancólica y gris, que aparecía en ceremonias públicas casi siempre ataviado con uniforme militar. Al morir Franco en 1975 y al convertirse Juan Carlos en Jefe de Estado, Santiago Carrillo, líder del Partido Comunista, comentó: “Juan Carlos no es más que el representante del franquismo más allá de la tumba abierta del dictador”.
Juan Carlos, como es consabido, entre la reforma y el ‘búnker’ (los franquistas intransigentes) optó por aquella. Entendió que la banca y el capital español veían su futuro dentro de la Comunidad Europea. Además, como era hombre militar, entendió que el único futuro para un ejército anticuado pasaba por modernizarse, y que esto implicaba entrar en la OTAN. Sin embargo, para ello, el Estado español tendría que ser, al menos formalmente, una democracia.
También contaba con un ejemplo muy cercano que le hizo oponerse al búnker: su cuñado, el rey Constantino de Grecia, apoyó el golpe militar “de los coroneles” en 1967. Cuando cayó la dictadura griega en 1974, los trabajadores y trabajadoras expulsaron a Constantino junto con los militares.
Justo después de que su familia hubiera recuperado el poder y el privilegio perdidos desde 1931, Juan Carlos se mostró muy precavido ante el riesgo de terminar como Constantino. Por ende, se rodeó de otros seguidores de Franco que cambiaron de chaqueta en aquellos años. El propio rey lo expresó muy bien: “Esto no puede seguir así so pena de perderse”.
Su colaborador más cercano era Adolfo Suárez, una elección excelente para llevar a cabo el tipo de transición, desde la ley franquista a la ley democrática, negociada entre bastidores, que necesitaba Juan Carlos. El rey no podía arriesgarse ante ningún tipo de proceso constituyente abierto, ya que tenía buenas razones para temer que se pudiera escoger una república.

El gran demócrata

Carrillo cambió totalmente de opinión y llegó a proclamar en 1977 que el rey era “el motor del cambio”, lo que no sólo era un análisis totalmente antimarxista, sino también una opinión que le otorgó al rey un gran crédito democrático. El británico Paul Preston, el más prestigioso de los historiadores de la España contemporánea, es el biógrafo del rey y otro admirador: “El papel de Juan Carlos, tanto en la devolución de la democracia a España en 1977 como en la posterior defensa de las posiciones democráticas, ha dado una relevancia práctica a la monarquía”.
La fama de Juan Carlos como demócrata se consolidó con el golpe de estado del 23 de febrero de 1981. Aún antes del libro reciente de Pilar Urbano o el programa (no tan fantasioso) de Jordi Évole, la negativa final del rey de apoyar el golpe dejó muchas incógnitas, ya que no se sabe por qué el rey tardó tanto —siete horas desde la entrada de Tejero en el Congreso, a las 18:20— en salir en la televisión para desautorizar a los golpistas. Años después, la reina Sofía dijo que el rey realizó con los militares aquel día un “juego voluntariamente ambiguo” y que les había hecho creer que estaba con ellos.
El rey salió del 23-F triunfante, alabado por los líderes y prensa internacionales como un héroe de la democracia . En el estado español, la gente no lo tenía tan claro: durante la mayor parte de los ’80 se seguía valorando más el papel del movimiento obrero en la transición que del rey. Con el reflujo de luchas en los años ’90, el rey se hizo más popular. Solo en Euskadi perduraba una mayoría hostil, que rechazaba el papel del rey en la Constitución de garantizar la unidad del estado como jefe de las Fuerzas Armadas. Hoy día, ante los deseos independentistas de la mayoría del pueblo catalán, el rey vuelve a insistir en la unidad de España.

Unidad del estado

La monarquía sirve, como siempre ha servido, como símbolo de la unidad del estado español, respaldada, está claro en la constitución española, por el ejército. Tanto el PP como el PSOE, aunque con matices diferentes, la utilizan para reforzar sus conceptos de una España centralizada y por tanto marginar los derechos nacionales de Euskal Herria, els Països Catalans o Galiza.
Hay una buena razón básica: el Estado español, tardío en el desarrollo capitalista y todavía con flecos feudales (la falta de una reforma agraria real), no ha sabido nunca aunar una nación auténtica. Ha vivido en conflicto con sus dos territorios de más desarrollo capitalista, Euskadi y Catalunya.
Débil, el estado tiene que aparentar que es fuerte. Así que rehúsa negociar nada con Euskadi o Catalunya. Sigue en la cárcel Arnaldo Otegi, el principal interlocutor de la izquierda abertzale, en parte por “injurias al Rey”. Estas injurias consistieron en decir que el rey era “el jefe máximo del ejército español, es decir el responsable de los torturadores”, un comentario poco polémico en Euskadi o Catalunya.
Paul Preston añadió a su comentario, antes citado, estas palabras: “Visto desde la perspectiva actual [2005], cuando todavía brotan resquemores de la Guerra Civil y crispaciones políticas, tiene un gran valor una jefatura del Estado, en este caso la monarquía, neutral y por encima de los partidos”.
El monarca no es neutral, ya que es el máximo representante del estado capitalista. Ni está por encima de los partidos: le debe su posición y popularidad al apoyo de los dos partidos principales. Una minoría creciente espera con ilusión otro día como aquel 14 de abril de 1931 del advenimiento de la Segunda República, porque significaría una ruptura en toda regla con el montaje de la transición pactada.
Tampoco cabe pensar que una república en sí solucionaría nuestros problemas: como se ve en Alemania o Francia, tener una república no es ninguna garantía de un estado más progresista. Sin embargo, en el contexto actual, no es probable que la monarquía española sea expulsada por votos en ninguna cámara. Se necesitará un gran movimiento desde abajo de rechazo generalizado al sistema capitalista: como símbolo máximo de la clase dominante, la monarquía moriría con ella.

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