lunes, 19 de mayo de 2014

Radiografía de la Represión Fascista

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Juan Manuel Olarieta
La fábrica del miedo
El poder -cualquier clase de poder- no es un objeto que, como la vara de los alcaldes, se sujeta con la mano sino una relación social entre dos grupos de personas, uno de los cuales ordena y el otro obedece.
Los motivos por los cuales uno de los grupos, millones de personas, obedece al otro, una reducida minoría, son muchos; uno de los más importantes es el miedo, hasta el punto de que el poder político, por ejemplo, no se sostiene tanto por el ejercicio de la represión como por el miedo a padecerla.
Paradójicamente, el miedo evita tener que recurrir a la represión, lo que le proporciona a la clase dominante grandes ventajas. El dominio de una clase sobre la sociedad no se puede sostener mucho tiempo sólo con el ejercicio continuado de la represión, ni tampoco con la represión generalizada, por lo que aparece históricamente como un movimiento pendular en el que una fase de ejercicio brutal de la violencia deja paso a otra de relajamiento. Es la política del “palo y la zanahoria”, uno de los métodos de domesticación más viejos que han conocido las sociedades de clase. No obstante, la mayor parte de las veces se identifica el poder con el “palo” y muy pocas con la “zanahoria”.
La norma y su excepción
En el siglo XIX tras los levantamientos populares el Estado burgués intervenía brutalmente, ejecutando sumariamente a quienes se encontraban en el lugar de los hechos y encarcelando a cientos e incluso a miles de personas, que eran desterrados o condenados a largas penas de prisión. No obstante, los manuales represivos de la época coinciden en destacar la benevolencia de la represión política porque a esos ataques de furia por parte del Estado seguían inmediatamente las amnistías, de manera que luego las aguas volvían a su cauce. Así, tras la salvaje represión desatada por la República en Asturias en 1934, con 1.500 muertos y 30.000 detenidos, siguió la amnistía sólo 16 meses después.
Lo mismo sucedió tras la última guerra carlista, en 1877, cuando los presos políticos tampoco permanecieron mucho tiempo encerrados. A pesar del tremendo alcance del levantamiento por todo el país, con feroces batallas, lucha guerrillera y voladura de trenes con explosivos, tras la derrota no se desató una persistente persecución política contra el carlismo, cuyo movimiento no sólo no fue proscrito sino que pudo concurrir a las elecciones, obteniendo una nutrida representación institucional en las Cortes, diputaciones y ayuntamientos.
Del mismo modo, la prohibición de la I Internacional en 1868 y la del anarquismo en 1894, no conllevaron su proscripción política permanente en España, que sólo se inicia en 1939 con la Ley de Responsabilidades Políticas y no ha cesado desde entonces, destinando tiempo, medios, recursos y una parte de los dispositivos del Estado a perseguir a determinadas organizaciones y movimientos políticos, previamente seleccionados a tal fin. En 1939 el cambio consistió en la transformación de la excepción en norma, es decir, que hoy el Estado burgués recurre cotidianamente a medios de los que antes sólo hacía un uso excepcional. Ahora es normal lo que antes era excepcional.
La presencia simbólica de la represión
Ahora bien, el Estado burgués busca la “zanahoria”, esas fases de relajamiento, para las cuales basta la presencia simbólica de la represión, es decir, que necesita buscar un “cabeza de turco” o un “chivo expiatorio”. En las leyes militares del siglo XIX a esa víctima propiciatoria la llamaban “diezmo” porque asesinaban a uno de cada diez. Es como los ahorcamientos en las plazas del pueblo: basta con que a uno le pongan la soga en el cuello siempre que haya otros mil observando la escena. La represión no es sólo el castigo por la infracción que alguien haya cometido sino también el escarmiento dirigido contra todos los demás, contra los espectadores.
Con el atentado de Boston hemos vuelto a comprobar recientemente la continua ostentación de un espectáculo dantesco. Casi toda la cultura estadounidense que llega a nosotros, especialmente el cine, trata sobre crímenes, criminales, policías, torturas, cárceles y brutalidad, en definitiva. También en España los “sucesos” y las crónicas policiales acaparan un espacio prevalente no sólo en los medios de comunicación, sino en la “cultura” en general. Convertida en espectáculo, la represión selectiva aparece como si fuera democrática y, por consiguiente, plenamente justificada. De esa manera es como se alimenta a sí misma y, naturalmente, alimenta también el miedo.
Es difícil encontrar algo más contrario a la libertad que el miedo. Ambos se excluyen mutuamente. Además de paralizante, el miedo es condicionante: induce determinados comportamientos que son los que la clase dominante persigue. Para entender los resortes del miedo no hay nada mejor que recurrir a los ejércitos y las guerras, incluidas las guerras entre las clases sociales, porque a los soldados se les presenta como el prototipo de quienes no tienen miedo, sobre todo a los altos oficiales que jamás pisan una trinchera. Pero las armas y las guerras son disuasorias, por lo que su utilidad reside tanto en el uso como en la amenaza de usarlas. La historia de la segunda mitad del siglo pasado se escribió bajo la intimidación de las armas nucleares, que condicionaron de manera capital las relaciones internacionales, es decir, las decisiones de todos y cada uno de los Estados del mundo.
La guerra fría estuvo presidida, pues, por el “equilibrio del terror”, la intimidación y el temor de que las cosas aún pudieran ir peor. Lo mismo cabe decir del “ruido de sables” durante la transición española, el temor a un golpe de Estado militar. La prensa de la época destacó con un gran alarde tipográfico el miedo a la “involución”, esto es, la posibilidad de un retorno del régimen a 1939 en el caso de no aceptar el programa de reformas implementado por el propio régimen.
Pobres y proletarios
La dominación de la burguesía tiene recorrido cuando, además de sus cadenas, el oprimido aún tiene algo que perder. No se tambalea cuando las cosas van mal sino sólo cuando han tocado fondo, cuando el capitalismo genera una situación de desesperación entre las amplias masas, algo por lo demás inevitable a causa de la voracidad capitalista que conduce a lo que Marx calificó como un proceso “pauperización” creciente. El pobre aún tiene algo que perder, mientras que el proletario es quien ya lo ha perdido. Por eso los protagonistas de las revoluciones y los cambios sociales no son los pobres sino los proletarios, no los que nunca han tenido nada sino los que lo han perdido todo.
No hará falta recordar que los que han perdido todo, también han perdido el miedo y, por lo tanto, que son ellos las únicas personas realmente libres, las que pueden sumarse a la revolución social.
A cada momento el Estado busca, identifica y persigue a su enemigo de clase, para lo cual re-define políticamente el alcance de la represión y, por lo tanto, del miedo. Procede a ello re-definiendo la norma y, correlativamente, su excepción, lo cual tiene simultáneamente dos significados. Uno es cuantitativo: a diferencia de la excepción, la norma es la medida que el Estado pone en funcionamiento con una frecuencia mayor; el otro es cualitativo: la norma es la medida contraria a la excepción.
Por lo tanto, la conversión de la excepción en norma a partir de 1939 ha supuesto la imposición de las medidas represivas opuestas a las que antes fueron características del Estado burgués. Por ejemplo, los “tribunales de urgencia” previstos desde 1882 por la Ley de Enjuiciamiento Criminal se hicieron permanentes tras la creación del Tribunal de Orden Público en 1963. Del mismo modo, los consejos de guerra, que tampoco eran órganos judiciales permanentes, pasaron a formar parte del organigrama judicial, como si fueran de tipo ordinario.
Del mismo modo, las detenciones, que son una facultad excepcional de la policía, se convierten en habituales e indiscriminadas, e incluso la prisión preventiva se ha convertido en una medida que los jueces adoptan para infracciones de ínfimo alcance. No creo necesario recordar que tanto la detención como la prisión son los recursos más opuestos que cabe imaginar frente a lo que antes era la norma prevalente: la libertad de la persona.
El Estado del capital monopolista
En el Estado moderno la excepción se ha convertido en norma como consecuencia de la entrada del capitalismo en su fase imperialista. A partir de 1900 ha cambiado definitivamente la naturaleza del Estado burgués en los países avanzados, un proceso que ha recibido muchas denominaciones en la literatura política, entre ellas la de “capitalismo monopolista de Estado”. En esta nueva fase no sólo cambia el capitalismo sino que también cambia el Estado y, además, las relaciones entre ambos. Se trata de un Estado que comparte muchos rasgos característicos con el anterior porque ambos son burgueses por su naturaleza de clase. Sin embargo, no es el Estado burgués del siglo XIX.
Uno de sus rasgos característicos es el fin de la separación entre el Estado (burgués) y la sociedad (capitalista), una nueva forma de relación entre el Estado y las clases sociales que ha supuesto una transformación organizativa del Estado y una nueva forma de funcionamiento de las viejas instituciones públicas. El capitalismo monopolista de Estado supone una unión estrecha de los intereses privados (capitalismo) con los públicos (políticos), en donde incluso las personas son las mismas, tanto en la esfera privada como en la pública. El círculo de intereses privados relevantes no son cualesquiera de ellos sino el de un puñado de magnates propietarios de gigantescas empresas. A través de sus gestores, los monopolios convierten sus intereses privados en intereses públicos.
En su etapa monopolista el capital ha perdido aquella energía interior que en otro tiempo condujo a su expansión por los cinco continentes para introducirse en un túnel negro de descomposición y bancarrota, que alcanza desde las relaciones internacionales a la convivencia familiar y vecinal. El Estado burgués ha adaptado sus formas de dominación a esa crisis general, cuya reproducción ha demostrado, además, que es permanente, a diferencia de las crisis premonopolistas. Antes periódicamente estallaban las crisis, en plural; ahora no hay más que una única crisis crónica. También aquí lo que antes era excepcional, se ha convertido en normal.
El Estado policial
Esto ha configurado un tipo de políticas públicas dominadas por un principio procedente de las universidades estadounidenses al que califican de “gobernabilidad” que no mira al pasado sino al futuro. En inglés dichas políticas no se traducen como “politics” sino como “policy”, por lo que involucran un determinado tipo de “policía” que ha conducido a definir al moderno Estado capitalista como un “Estado policial”, bien entendido que no se trata sólo de la policía sino que concierne a todos y cada uno de los dispositivos de dominación, como el ejército, los tribunales, los partidos políticos, los medios de comunicación o los sindicatos, así como a las políticas que los mismos implementan. Es un Estado organizado de una manera distinta que funciona de una manera también distinta.
El objetivo del Estado policial no es ya sólo la represión sino principalmente la prevención, lo que comporta un dispositivo de control, vigilancia y, sobre todo, miedo. Por lo tanto, hay que definir el miedo no sólo como un estado sicológico más o menos extendido, sino como la consecuencia social de una política de prevención orquestada desde el poder, como uno de los instrumentos de dominación del Estado moderno.
No se puede confundir la repesión con la dominación, la parte con el todo. La prevención también es una forma de dominación, con la diferencia de que mientras la represión es el fundamento de las políticas democráticas, la prevención lo es de las políticas fascistas, lo que Dimitrov en su informe a la Internacional Comunista calificó como un ejercicio terrorista del poder político dirigido contra las masas e incluso contra países enteros. Pone en primer plano nuevos mecanismos punitivos, característicos de esta fase del capitalismo. Así, en relación a las políticas implementadas tras los atentados del 11 de setiembre de 2011 en Nueva York, dos prestigiosos periodistas estadounidenses, John Stanton y Wayne Madsen han escrito:
“Los historiadores recordarán que entre noviembre de 2001 y febrero de 2002, la democracia -tal como había sido imaginada por los redactores de la Declaración de Independencia y la Constitución de Estados Unidos- ha muerto. Al expirar la democracia ha nacido el estado fascista y teocrático norteamericano” (1).
Prevención y represión
A diferencia de la represión, que para ser eficaz tiene que ser selectiva, la prevención es indiscriminada, es decir, que su radio de acción es toda la población. El Estado ni siquiera necesita la excusa de una infracción o de un delito para intervenir. La redada policial es quizá el mejor ejemplo de este tipo de prevención masiva. Hasta 1992 las detenciones sin motivo e indiscriminadas eran un delito que cometía la policía, mientras que ahora son un derecho en virtud de la Ley de Seguridad Ciudadana (“ley Corcuera”) impuesta por el gobierno del PSOE.
Otro buen ejemplo son los controles de carretera, tan ilegales e inmotivados como las redadas. Sólo en la Comunidad Autónoma Vasca se produjeron en 2012 un promedio de 11 controles cada día de la policía nacional y la guardia civil, 4.000 en total si no se cuentan los de la Ertzantza. Quizá antes pudieron justificarlos con la socorrida “lucha contra el terrorismo” pero, indudablemente, carecen de ella tras el cese de la actividad armada.
La prevención afina la represión. El carácter masivo de la prevención es lo que permite luego dirigir la represión de una manera selectiva, por lo que ambas no son políticas independientes una de otra. Como se demostró durante las Olimpiadas de Barcelona en 1992, la prevención también puede ser selectiva: se concentra sólo en terminadas zonas y barrios, sólo en determinados momentos, según las circunstancias, o sólo contra determinadas personas y colectivos.
Las manifestaciones prohibidas constituyen otro buen ejemplo. Las protestas cotidianas que se celebran en las calles tienen una amplia  visualización, pero las prohibidas no se ven y lo que no se ve es como si no existiera. Los periódicos muestran fotos de las manifestaciones que se celebran, pero no de las otras, que no son noticia. Sin embargo, una evaluación del derecho de manifestación se debe poner en relación con ambas, con las que se celebran y con las que se prohíben. Ello conduciría a descubrir que hay determinado tipo de manifestaciones que son sistemáticamente prohibidas, es decir, que no existe tal derecho. Es el caso de las manifestaciones por la liberación de los presos políticos o las laicas que se convocan todos los años durante la Semana Santa.
Excepción y discriminación política
Como toda medida selectiva, la prohibición de determinado tipo de manifestaciones es, a la vez, discriminatoria, lo que no es más que otro reflejo del cambio entre la norma y la excepción puesto que mientras en el siglo XIX la excepción era temporal, hoy la excepción es subjetiva, es decir, se establece en función de las organizaciones y los movimientos sociales. El derecho de unos a participar en las procesiones supone la privación del mismo derecho a los demás. 
No se trata sólo que el Estado no sea neutral ante el mismo hecho ni ante las mismas personas, de que proteja a unos y castigue a los demás. La discriminación va mucho más allá y se convierte en su contrario. No sólo no existe igualdad ante la ley sino que nominalmente el Estado también es laico y, por lo tanto, debería defender a los laicos y, sin embargo, defiende a los practicantes de una determinada religión.
Hace un siglo también se prohibían las manifestaciones cuando se declaraba un estado de emergencia. Pero se trataba de cualquier clase de manifestaciones, e incluso se impedía la concentración de grupos reducidos de personas en la calle mientras estaba vigente el estado de emergencia, para lo cual el ejército ocupaba y patrullaba las calles. Dichos periodos de tiempo eran muy reducidos y la anulación de derechos era absoluta. Era un toque de queda; todos eran iguales ante la ley: nadie podía salir a la calle. No se trataba, pues, de un caso de discriminación política sino de una excepción que no conocía excepciones.
La discriminación política actual es la instrumentalización de un derecho. Significa que no existe el derecho de manifestación como tal, una constatación que a veces se interpreta con la consigna de que “si tocan a uno nos tocan a todos”, que es el fundamento de la solidaridad con los represaliados y perseguidos.
También me parece obvio contatar que en la medida en que cualquier derecho subjetivo desaparece, también desaparece con él la libertad, o al menos una parte significativa de ella.
La informalidad preventiva
La represión se compone de medidas cada vez más formalizadas y reguladas por un complejo entramado legal de derechos en el que intervienen numerosos sujetos que hacen de ella su modo de vida: jueces, fiscales, policías, carceleros y abogados. Constituyen el imprescindible barniz para que los juristas escriban libros sobre el “Estado de Derecho”, esto es, un funcionamiento en el que cada actuación pública está habilitada por una norma; sin vacíos aparentes.
Por el contrario, la prevención se compone de medidas informales, políticamente flexibles que funcionan en medio de un vacío de legalidad. La prevención permite adoptar cualquier decisión, contra cualquier persona sin necesidad de motivación. El fundamento de la represión es un acontecimiento real, mientras que el de la prevención es el riesgo y el peligro, la posibilidad de que ocurra algo en un futuro inmediato. La diferencia es que mientras los hechos se muestran a sí mismos, el riesgo se fabrica “ad hoc”. No es más que un pronóstico que está sometido a una evaluación subjetiva, política, por parte de la clase dominante.
Así lo pone de manifiesto el ejemplo anterior de la prohibición de las manifestaciones, que se suelen justificar en la posibilidad de que se produzcan determinados sucesos, como disturbios, que el Estado pretende evitar. Hoy las manifestaciones no se reprimen sino que se prohíben. Un Estado democrático fundamentado en la represión no impide las manifestaciones sino que, en todo caso, las disuelve en la calle, una vez iniciadas. Hasta hace muy pocos años los manifestantes temían la posible aparición de los antidisturbios; por el contrario, hoy antes de acudir a una convocatoria los asistentes saben que estarán presentes incluso antes de que se inicie la marcha. Esa presencia policial no está justificada en absoluto; es preventiva en todos los sentidos posibles del término, incluido el de la intimidación. Hay muchas personas que no acuden a las convocatorias a causa de ello.
El poder político monopolista
Por su formalismo, la represión es visible mientras que la prevención es invisible, se rodea del secreto oficial, de la falta de transparencia. El Estado moderno es cada vez más opaco, al tiempo que las personas son cada vez más transparentes, una situación que ha experimentado un drástico giro: las personas saben muy poco del Estado, mientras el Estado lo sabe todo de las personas. El Estado archiva, digitaliza, ordena y clasifica infinidad de datos acerca de las personas; incluso recuerda más de uno mismo que el propio interesado.
Pero ni siquiera cabe hablar ya de Estado sino de un círculo muy reducido de burócratas y dispositivos, fuera de los organigramas oficiales, como en el caso de Gladio, que son quienes toman determinado tipo de decisiones. Se puede calificar de monopolismo en el ámbito de la función pública, del desplazamiento y concentración del poder político en las manos de unos pocos.
La circulación restringida de la información ilustra esa monopolización del poder. En plena sociedad de la información lo único cierto es que la información circula muy poco. La información es un poder, entre otros motivos porque está monopolizada, porque muy pocos saben lo que la inmensa mayoría desconoce. Una persona “bien informada” suele ser sinónimo de “persona influyente”, es decir, que pertenece al mismo círculo minúsculo de capitalistas, altos funcionarios y magnates de la prensa.
El monopolismo político ha conducido a la creación de un auténtico Estado paralelo o, como lo ha calificado recientemente el diplomático canadiense Peter Dale Scott, el “Estado profundo” (2), uno de cuyos exponentes son las denominadas “bandas parapoliciales”, que son una evidencia de la transformación fascista del Estado burgués.
El Estado profundo lo integran burócratas de “segundo nivel” (“técnicos”) que se reúnen y adoptan decisiones al margen de los focos y los micrófonos, mientras sus “superiores” (“políticos”) no sólo no saben sino que, en ocasiones, ni siquiera quieren enterarse. Comporta la introducción de varias novedades, entre ellas, una nueva relación del gobierno con el Estado, una nueva función de los partidos políticos, convertidos en aparatos del Estado, y la asunción de las funciones de los antiguos partidos fascistas por el propio Estado.
En los orígenes del fascismo, una de las tareas que emprendieron las primeras organizaciones negras fue la disolución a palos de las manifestaciones obreras, por lo que se las llamó “la banda de la porra”. Esa función la desempeñan hoy los antidisturbios, es decir, funcionarios especializados del Estado que no sólo actúan en la calle sino que reciben órdenes de otros funcionarios desde los despachos de las delegaciones de gobierno, mientras el político de turno que aparece como “responsable” se limita a poner el rostro en la conferencia de prensa correspondiente.
Controlados, descontrolados e incontrolados
La informalidad de la prevención supone la ausencia de control judicial, lo cual no es sinónimo de descontrol sino todo lo contrario, de la existencia de un control de otra naturaleza: el control político. Por influjo de una tradición volcada en el aspecto represivo del funcionamiento del Estado burgués, normalmente se entiende por “control” la subordinación de los funcionarios públicos a las órdenes judiciales. Pero la ausencia de control judicial es sólo una parte de la informalidad preventiva; la otra es el absoluto control político que ejerce el Estado sobre ella.
Sin embargo, la burguesía ha extendido la creencia contraria, por lo que es habitual aludir a los grupos de “incontrolados” en referencia a la actuación violenta de la ultraderecha, como si se tratara de algo ajeno al Estado mismo, cuando son movimientos no sólo creados sino gestionados políticamente desde ciertos aparatos del Estado que ejecutan determinadas tareas que son plenamente funcionales para el sostenimiento de la dominación de clase:
- siembran el miedo y la incertidumbre entre las masas, inhiben su actuación o, en última instancia, la encauzan y dirigen
- proporcionan la apariencia de la tantas veces invocada equidistancia, de un gobierno “centrista” acosado por los extremismos de uno u otro signo, lo que pone en el mismo plano a las fuerzas revolucionarias que a la reacción más negra
- fuerzan la adopción de nuevas medidas represivas, restrictivas de derechos, del estado de emergencia, así como refuerzan la libertad de movimientos (descontrol) de la policía
- provocan confusión: las acciones más sonadas jamás se han esclarecido ni se pueden esclarecer porque el Estado burgués no se devora a sí mismo

Tanto en España como en Italia los llamados incontrolados que participaron en la guerra sucia, nunca fueron nada distinto del Estado mismo, una de las formas de actuación paralela de su dispositivo de prevención. En un momento determinado el Estado los creó y, del mismo modo, los desmanteló cuando dejaron de ser necesarios. De ahí que la ultraderecha se reclute en el seno del propio dispositivo represivo del Estado, entre policías, militares, funcionarios de prisiones y vigilantes de seguridad.
El miedo guarda la viña
La guerra sucia demuestra -de manera brutal- que las medidas de prevención no sólo son pasivas, no tienen por objetivo último la vigilancia, sino la intervención positiva, lo que en las universidades de Estados Unidos llaman “ingeniería social”, es decir, la capacidad de influir en el comportamiento político de los movimientos de masas, de inducir conductas previsibles dominadas por el miedo y adecuadas a las necesidades del propio Estado. El estado sicológico de miedo es una adaptación de la conducta del sujeto, del colectivo o del movimiento al alarde de omnipotencia por parte del Estado moderno. Nadie lo reconocerá jamás, pero no cabe duda de que “el miedo guarda la viña”.
El miedo es una terapia de choque, especialmente presente en los momentos de auge del movimiento obrero, en las fases de crisis de la dominación. Desde 1969 en Italia se la calificó como “estrategia de la tensión”, que quizá hubiera sido más correcto calificar como “estrategia de la presión”, una política característica del imperialismo moderno que se inició en 1945 con la “doctrina de la contención” de George Kennan, dirigida contra la Unión Soviética y los países socialistas, hasta el punto de que algunos de ellos, como Cuba y Corea del norte, han vivido una buena parte de su historia dentro de una verdadera olla a presión, en el cerco, el asedio y el bloqueo.
Del mismo modo, en el interior de sus fronteras el poder también presiona, lo que genera conductas adaptativas por parte de los diversos movimientos políticos y sociales, una resignación que se lamenta con las frases típicas del “realismo” político, tales como “es lo que hay” o “no queda otro remedio”. La presión y la re-presión conducen a los movimientos políticos a la claudicación que, normalmente, adopta la forma característica de un reformismo que se escuda detrás de justificaciones al estilo de “seguimos luchando por los mismos objetivos” y “únicamente ponemos en práctica nuevos medios”. Por eso el régimen de los países capitalistas más fuertes está decorado por una constelación de organizaciones que tienen grandes objetivos y pequeños medios.
El reformismo demuestra que el miedo está cosechando los frutos esperados.

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