lunes, 28 de julio de 2014

¿Ha Fracasado el Socialismo? TEXTO PCE(r)

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ANTORCHA


Es la pregunta que mucha gente se hace en todo el mundo, aunque la burguesía y los imperialistas lo ponen como una aseveración: sí, el socialismo ha fracasado, dicen. Esta afirmación tajante es lo que genera la duda entre los demás.

Nosotros nos hacemos esa misma pregunta, pero además nos hacemos otra: ¿Ha fracasado el capitalismo?, e inmediatamente respondemos con la afirmativa: el capitalismo ha fracasado totalmente y no satisface ninguna de las aspiraciones de los oprimidos de los cinco continentes. Los oprimidos quieren paz y el capitalismo nos conduce a la guerra; los oprimidos tienen hambre y el capitalismo no puede ofrecerles comida; los oprimidos necesitan un trabajo y el capitalismo los conduce al desempleo; los oprimidos quieren aprender y el capitalismo los mantiene en la ignorancia, los oprimidos quieren libertad y el capitalismo los ata con pesadas cadenas de hierro,…
Ese es el terrible panorama que padecen miles de millones de personas en todo el mundo cuando se levantan cada mañana. Por eso, decir que el socialismo ha fracasado cuando el capitalismo nos muestra impúdicamente sus llagas y sus frustraciones es una verdadera aberración.
Si de ahí pasamos a preguntarnos si el socialismo ha fracasado, lo primero que habrá que concretar es en qué han fracasado los países socialistas. ¿Acaso en los países socialistas los trabajadores padecieron el desempleo? ¿Sufrieron hambre? ¿Los obreros disponían de escuelas y universidades para que sus hijos estudiaran? ¿Se embarcaron los países socialistas en guerras y agredieron a sus vecinos? ¿Podían reunirse los obreros libremente para discutir y resolver sus problemas?
Nosotros pensamos que la respuesta a todas esas preguntas es que, en esencia, el socialismo resolvió de manera favorable los problemas más acuciantes de las masas explotadas y oprimidas. Y no sólo ellos: toda la humanidad, todo el mundo salió ganando con ello; todos debemos sentirnos partícipes y orgullosos de que, por primera vez, se demostrara que el capitalismo no es el fin de la historia y que es posible construir una nueva sociedad en la que todos seamos dueños de nuestro destino para embarcarnos rumbo a la paz, la libertad y el bienestar de una manera definitiva.
El socialismo es la única alternativa
Eso es lo realmente importante: ahora y sólo ahora está comprobado que el capitalismo es la causa de nuestros problemas y que la solución está en acabar con él y construir el socialismo como paso previo hacia el comunismo, la abolición del Estado, de las clases sociales y de la lucha de clases. El socialismo no es una utopía, no es un sueño: se puede y se debe edificar. La historia demuestra que los pueblos no se suicidan, que siempre han sido capaces de juntarse para buscar soluciones a su miseria y que, inevitablemente, en todo el mundo se levantarán por millones para aplastar a la burguesía y abrir el camino hacia una sociedad nueva.
Por tanto, el socialismo no es posible, es inevitable, y nada ni nadie puede impedir su advenimiento.
Pero el socialismo tampoco es el paraíso. Los ateos ya sabíamos que el paraíso no existe pero hay algunos que empiezan a descubrir ahora que bajo el socialismo también hubo problemas, y a veces problemas importantes que si no se solucionan correctamente pueden conducirnos marcha atrás. Por tanto es importante hablar de los grandes logros históricos del socialismo, pero no podemos ocultar que también existieron deficiencias y lacras, y que todas esas deficiencias y lacras no las podemos imputar sólo al triste legado del capitalismo sino que provienen de errores cometidos por el propio socialismo.
Cuando estas cuestiones afloran en algunas reuniones, sólo se tienen en cuenta algunas experiencias concretas de algunos países socialistas, sobre todo de la Unión Soviética. Pero se olvidan habitualmente de otras, como la Comuna de París, la más antigua, aquella que Marx y Engels vivieron muy de cerca. Decimos esto porque toda esa costra de pequeño burgueses que proliferan por los diversos movimientos populares, no pretenden otra cosa que desmoralizar, sembrar el desconcierto y la confusión. La caída de la Comuna de París de 1871, que fue una dura derrota de la clase obrera mundial, en modo alguno desmoralizó a Marx y Engels, que sacaron de ella importantes experiencias sin las cuales la Revolución de Octubre hubiera resultado imposible. No existe crisis ni descalabro revolucionario que no se pueda convertir en una victoria. Esa es también la lección que Lenin extrajo de la Revolución rusa de 1905, también fracasada.
Los comunistas no somos nostálgicos; ni podemos vivir del pasado ni tampoco tener en cuenta sólo nuestros aciertos, que, por lo demás, son muchísimos y muy importantes (más que los fracasos, por supuesto). Si hablamos del pasado es para aprender de él y eso constituye la esencia misma de nuestro movimiento. Es lo que diferencia a nuestra revolución de todas las revoluciones pasadas. Recordemos aquel pasaje que Marx escribió hace 150 años en el Dieciocho Brumario de Luis Bonarparte: las revoluciones proletarias, decía, se critican constantemente a sí mismas, sobre lo que parecía terminado, para comenzarlo de nuevo desde el principio, se burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados fijos y de la mezquindad de sus primeros intentos, parece que sólo derriban a su adversario para que éste saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva a levantarse más gigantesco frente a ellas, retroceden constantemente aterradas ante la vaga enormidad de sus propios fines.
Los aguafiestas
Sin embargo, a muchos les gustaría que las cosas fueran de otra manera, que todo fuera como un desfile jocoso en línea recta avanzando continuamente, sin paradas, sin retrocesos y acertando en la diana con cada uno de los pasos. Pero las cosas nunca han sido así, no lo son ahora y no lo serán nunca. Quien opine de otra manera debe meditar seriamente acerca de dedicarse a sus asuntos personales porque si se examina a sí mismo se apercibirá de que no contribuye en nada, que es una carga para el movimiento, que transmite a los demás su pesimismo, su confusión y su desmoralización.
Ocurre que, la mayor parte de las veces, ese tipo de personas no tienen el coraje de reconocer su auténtico estado de ánimo y echan la culpa a los demás, especialmente a los trabajadores. Ellos se consideran a sí mismos personas conscientes, comprometidas y abnegadas en la lucha; el problema es que las masas están muy atrasadas, son egoístas y están muy influenciadas por el capitalismo, el consumismo y la buena vida. Según este criterio -tan extendido- el problema no estaría en la vanguardia sino en las masas.
Pues bien, eso no solamente es falso sino que la divulgación de ese tipo de opiniones erróneas es profundamente corrosiva, y por supuesto, es impropio de revolucionarios. Nosotros estamos convencidos de que las masas se levantarán contra el capitalismo, y lo que nos preguntamos a nosotros mismos cada día es lo siguiente: cuando eso suceda, ¿estaremos preparados para cumplir con nuestra obligación de comunistas, de vanguardia revolucionaria? ¿Conseguiremos estar a la cabeza de ese movimiento? ¿Seremos capaces de orientar las luchas del proletariado y encaminarlas hacia el aplastamiento de la burguesía y su Estado?
Por eso nosotros, los comunistas, con quienes debemos ser críticos no es con las masas sino con nosotros mismos, con lo que decimos y hacemos, y nos convertiremos en un atajo de canallas de la peor especie cuando pretendamos justificarnos con el atraso de los demás, de la inmensa mayoría (por real que pueda ser ese atraso).
¿Quién está realmente atrasado?
Esa postura nuestra explica, además, el mismo atraso del movimiento de masas. Veamos; quizá haya quien piense que ese atraso brota espontáneamente, que las masas son atrasadas por su propia naturaleza o por ignorancia. También hay quien está convencido de que las masas están atrasadas por influencia de la propaganda burguesa y la televisión.
Todo eso no es que sea mentira; es que es sólo un parte de la verdad que tiene que ser complementada con la otra: las masas también están frustradas y desmoralizadas por las múltiples traiciones que han observado a su alrededor durante muchos años. Y éste es el aspecto del que nadie quiere hablar y, por tanto, a nosotros nos corresponde sacar a la luz los trapos sucios. Seamos claros: desde 1939, en condiciones terribles, los obreros españoles han ofrecido un ejemplo inaudito de resistencia abnegada contra el fascismo; lo dieron todo y murieron miles en la lucha. Sólo durante la transición el fascismo asesinó a tiro limpio a más de 500 antifascistas y, sin embargo, ¿qué vieron los obreros a su alrededor? ¿qué actitud tomaron aquellos que se proclamaban como su vanguardia? ¿Se pusieron a la cabeza de la lucha o la escondieron debajo del ala? ¿Acaso esas cicunstancias no influyen sobre el estado de ánimo actual de las masas?
Todo esto nos lleva, otra vez, al punto de partida: el problema no son las masas sino la vanguardia, el cúmulo de derrotismo, de confusión y de desmoralización que los que se consideran a sí mismos como personas conscientes están transmitiendo a su alrededor. A pesar de la inmensa confianza que las masas tenían depositada en los países socialistas y en las organizaciones comunistas, el revisionismo lleva traicionando al movimiento obrero desde 1956. Es lógico que las masas nos miren con desconfianza. ¿Murieron un millón de combatientes en la guerra contra el fascismo para que quince años después los comunistas se reconciliaran con ellos? Bastante heroico fue que a pesar de ello, a pesar de la traición revisionista, los obreros siguieran adelante durante muchos años a tientas, de manera espontánea.
Reflexionemos un poco: en ningún país del mundo el socialismo ha sido derrotado por el capitalismo, sino todo lo contrario. Las masas han ganado todas las guerras que han emprendido contra sus opresores porque son invencibles. Sólo hay una cosa para la cual se ha demostrado que las masas no están preparadas: la traición desde sus propias filas, la puñalada por la espalda de todos aquellos que se proclaman como sus mejores defensores, de los que se llenan la boca de frases marxista-leninistas aprendidas de memoria.
Con respecto a esto sólo queremos añadir una cosa a lo mucho que venimos hablando desde nuestros mismos orígenes: hay quien piensa que no se debe ser sectario para evitar que muchos luchadores valiosos se queden fuera del partido comunista. Eso es cierto, pero hay que tener en cuenta que los mayores problemas que viene padeciendo el movimiento obrero no provienen precisamente de ese tipo de errores sectarios sino precisamente de que todos esos sujetos tan valiosos resultan finalmente no ser tales y estarían mejor apartados de las filas revolucionarias. Una larga experiencia histórica demuestra que los auténticos revolucionarios acabamos encontrándonos, por lejanos que estemos. A veces, sin saber unos de la existencia de los otros, el enemigo nos junta en las mismas barricadas. Si no nos encontramos es porque no estamos en la misma lucha y entonces no merece la pena que nos engañemos hablando de una falsa unidad entre nosotros.
Por lo tanto, es claro que eso no es lo más importante. Lo importante es justamente lo contrario, a saber, que en España el fascismo no aplastó al glorioso Partido Comunista y que en la URSS el imperialismo tampoco lo logró. Los problemas vinieron desde dentro, porque estaba dentro quien no debía, no porque estuviera fuera quien debía estar dentro. Esto ya lo sabíamos desde que Lenin estableció aquella frase paradójica tan olvidada: un partido comunista se fortalece depurándose.
Todos hemos leído muchas veces que las famosas depuraciones de Stalin cercenaron a la dirección bolchevique, hasta el punto de que se quedó él solito al frente. Pero si examinamos la experiencia historica de cualquier revolución, sucedió lo mismo en cualquiera de ellas. ¿Acaso en la revolución francesa no rodaron las cabezas de los propios revolucionarios además de las de los marqueses? ¿No sucedió eso mismo en México? ¿Por qué ocurre esto? ¿Es ese drama responsabilidad de los propios revolucionarios?
Son las masas las que hacen la revolución
La respuesta a esas preguntas, a nuestro modo de ver, es la siguiente: la revolución no la hacen los comunistas sino las masas. Como su propio nombre indica, las masas es un conglomerado heterogéneo de millones de personas que se han lanzado a la batalla por la necesidad y la desesperación de su situación. Cada una de esas personas que arriesga su vida en la lucha tiene problemas concretos y urgentes de la más variada especie para los que reclama una solución. Justamente los problemas provienen cuando se trata de determinar no solamente cuál es la solución de cada problema sino cómo alcanzarla. Entonces todas las revoluciones han visto abrirse múltiples alternativas, cada una de la cuales se presenta como la solución por antonomasia. ¿Por qué esas alternativas no pueden discutirse serenamente y resolverse de manera pacífica? Aunque la burguesía diga lo contrario, los comunistas somos partidarios de resolver todos los problemas de la revolución de forma pacífica. Pero -parece tonto decirlo- hablar de la revolución es sólo hablar de la mitad de la cuestión; la otra mitad es la contrarrevolución. Una revolución desata una feroz contrarrevolución y desde hace siglos los burgueses son maestros en el arte de la mentira, el engaño, la manipulación, la infiltración y el enfrentamiento. Si sabemos que esto lo hacen ahora, cuando tienen todo el poder en sus manos, ¿qué no harán cuando se vean privados de él? Lo harán todo: sacarán a los tanques, lanzarán misiles con cabezas radiactivas y no les importará organizar una carnicería de enormes dimensiones para salirse con la suya.
La contrarrevolución impide que los problemas se solucionen (ahora y luego) de manera pacífica. Así ha sido siempre y -lamentablemente- así seguirá siendo en el futuro. Engañaríamos a los trabajadores si les dijéramos otra cosa y nosotros mismos debemos estar preparados para esa eventualidad porque dialogar es fácil pero para lo otro hay que aprender a disparar los cañones.
Esa es la raíz también del hundimiento de los países socialistas (que no hay que confundir con el hundimiento del socialismo). Hay quien cree que el socialismo es un modo de producción, un punto de llegada cuando, en realidad, el socialismo no es más que una fase de transición hacia el verdadero punto de destino, que es la abolición de las clases, de la lucha de clases y, por tanto, de todos los Estados, de la violencia y de toda forma de poder y de opresión de un hombre sobre otro. Nosotros queremos llegar ahí; el socialismo es sólo el trayecto. Quizá muchos hablen del fracaso del socialismo porque no saben lo que es el socialismo y se imaginen -en su infinita ingenuidad- que tras hacer la revolución en 1917 Rusia era un país socialista en 1918. Obviamente eso no sucedió así porque el socialismo es una etapa de transición que requiere un tiempo para su edificación durante el cual actúan fuerzas -como ya hemos dicho- de muy distinta naturaleza. Unas empujan hacia adelante y otras empujan hacia atrás. En la Crítica del Programa de Gotha, Marx ya decía que el socialismo se crea sobre las ruinas del capitalismo y por lo tanto, presenta todavía en todos sus aspectos, en lo económico, en lo moral y en lo intelectual, el sello de la vieja sociedad de cuya entraña procede. Como los satélites espaciales, el primer problema del socialismo es despegar, romper con la inercia del pasado y con la ley de la gravedad que nos sujeta a la tierra. Sin eso no podemos alcanzar el cielo.
Pero luego resulta que el cielo al que llegamos no es el que describe la Biblia y que aparecen nuevos problemas y nuevos antagonismos que también hay que saber resolver de manera adecuada porque si nos desviamos sólo un milímetro de la trayectoria precisa, en lugar de ir a la Luna acabamos en Júpiter o, lo que es peor, volvemos a caer en la Tierra. Si no se despega, ni se rompe total y absolutamente con el capitalismo y cada una de sus lacras, si las contradicciones de todo tipo que el socialismo engendra no se solucionan correctamente, si la revolución se adormece, los problemas se irán acumulando hasta hacerse insolubles. El capitalismo no es el fin de la historia y el socialismo tampoco. La historia no se detiene nunca. Cuando los países socialistas no avanzaban en realidad estaban retrocediendo, no sólo por la presión imperialista sino porque a ella se le unieron los errores propios, creando una correlación de fuerzas muy desfavorable que los acabó sepultando.
La tarea no es nada fácil. Pero es más fácil para nosotros de lo que fue para los parisinos en 1871 o los soviéticos en 1917. Ahora sabemos mucho más y podemos seguir aprendiendo de su experiencia, podemos seguir discutiendo y llegaremos a una comprensión mucho mejor, no para ser unos eruditos sino para mejorar lo que ellos hicieron, evitar sus errores y multiplicar sus gigantescos éxitos.
La Comuna de París sólo duró unas semanas; la Unión Soviética duró cuarenta años; el siguiente durará cuarenta siglos. El socialismo no solamente no ha fracasado sino ha puesto a toda la humanidad en las más altas cumbres jamás alcanzadas. Tenemos motivos para ser muy optimistas.

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