jueves, 17 de julio de 2014

Interdicción de la arbitrariedad

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Una vez dada por finiquitada la crisis, esto es, asegurada la recuperación de capital, control de salarios y destino de los trabajadores por parte de los perennes altos del curso de la Historia, se nubla una pantalla que emitía créditos convenientemente confusos y el servilismo político ha acelerado su inclinación, presto a desplegar nuevos cachivaches a un lado para despistar a la hora del saqueo.
Ahora toca el turno a mansalva para que la inimputabilidad cotice en mercados de aforamiento primario, la justicia no mire para ningún lado allende las fronteras, o las brechas socioeconómicas y de oportunidades, ya de por sí insorteables, se eleven como vallas de expulsión ciudadana.
¿Y qué nos queda? Pues por ahora el pataleo recurrente, cotidiano, con más o menos éxito de afluencia en función del grado térmico de indignación que se produzca por cada una de las situaciones que nos arrojan al plato, una vez hecho bola incomestible. Y en esos encuentros, habitualmente dominicales, salimos adornados de cartelería variada desde la que dejar constancia al semejante que, al otro lado de la fotografía o la actualidad televisada, opta por amodorrar su derrota, a ver si con algún teorema impactante conseguimos que deje el chandal de interior y se sume al jogging de protesta colectiva. En esas calles que nunca fueron nuestras, goza de gran éxito frente al micrófono en directo reclamar que se cumplan los derechos más vistosos que los padrastros constitucionales dieron por buenos redactar, darles cuerpo, pero con sus sistemas nerviosos y reproductivos totalmente desabilitados. El acceso a la sanidad pública y universal, a una vivienda digna, etc., son calificados, en época de privatización masiva y de segregación social sin parangón, como “principios programáticos”, meras buenas intenciones que el legislador dejó plantadas por si el tiempo y los azares tenían a bien suministrarles algo de abono normativo, aunque en realidad no han sido más que “frustraciones constitucionales”; aspirar a que lo que la mayoría considera pilares de nuestro Estado actualmente asocial no se quede en unos pocos ladrillos presos de aluminosis, parece dormir el sueño de los injustos.
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La Constitución española está a buen recaudo. Lejos de las garras ciudadanas, se entiende.  No hay más que recordar como se enarbola una supuesta inmutabilidad permanente en la cúspide del ordenamiento jurídico mientras por sus puertas traseras se maltrata el mismo, con modificaciones en la madrugada de los tiempos en los Estados contemporáneos (artículo 135 y su entreguismo deudor al capital con prisas). Por ese motivo, no parece el camino más recto para protagonizar los cambios necesarios y deseables aquél que pretende transitar a tumba abierta, con escasa visibilidad y lleno de obstáculos. En cambio, existe un apartado constitucional que no es receptor habitual de visitas ni menciones, y desde el cual se sostiene, con repugnante elasticidad, el trayecto contrario al que su composición jurídica pretende guiar: la interdicción de la arbitrariedad (artículo 9.3).
Este principio supone la prohibición expresa para los poderes públicos, entendidos éstos en el sentido más amplio de la terminología legal y su correspondiente traducción vía pronunciamientos del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional, de actuar de manera caprichosa, dañando el principio de igualdad de trato frente a los administrados. Dicho así resulta obvio, pero no por ello es menos asombroso que no se tarde apenas unos segundos para recorrer decenas de acciones políticas que patean sin pudor este mandato principal recogido en nuestra Carta Magna.
Sí, por ejemplo y de manera destacada, éste es uno de ellos: los indultos. El derecho de gracia sin justificación social ni piadosa que conculca penas a quienes no sólo tienen, como el resto de ciudadanos, la obligación de conocer la ley sin ser eximidos de ello por desconocimiento, sino que por notoriedad pública deben desarrollar un impecable ejercicio profesional, reforzado en esa posición preeminente en la escala capitalista en la que dicen jugar sin cartas marcadas. ¿Y qué decir del proceso de desentronización, entronización, aforamiento y blindaje del linaje Borbón en estos últimos días? Algo de arbitrio sí que parece rezumar la manera en que desde el bipartidismo se otorga un aurea especial al abdicado y su regia plebe, con tal de que los juzgados queden a enorme distancia de su trayectoria.
Estos detalles sólo son algunos artificios que pueden destapar en su mente las interminables explosiones de lucidez que le llevarán a recordar que frente a tanta y tanta desigualdad legislativa se encuentra la mencionada prohibición, sorteada a diario, ignorada por muchos.

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